Sobre rayos, tempestades y conjuros
«No era una bagatela padecer una tormenta de fuste hace trescientos años, entre jaculatorias, cirios y doblar de campanas»
No era una bagatela padecer una tormenta de fuste hace trescientos años, entre jaculatorias, cirios y doblar de campanas. Tampoco se trataba, en aquellos tiempos, de una vivencia romántica ni de un simple fenómeno meteorológico. Los temporales, tempestades y demás turbulencias del cielo se consideraban castigos de Dios o males causados por los demonios y demás canalla de los abismos. Testimonios de frailes, monjas y clérigos de las más diversas órdenes y de todo rango dan fe de lo afirmado. Fray José Cabezas, de la orden de Predicadores, a mediados del siglo XVIII, dijo: «veo y oigo los horribles truenos, centellas y rayos con que cada día, y a todas horas, amenaza Dios a castigar tantas ofensas, y desacatos, con que en todos los momentos provocamos su enojo» y fray Francisco de Jesús María aseguraba, cuando acababa el siglo XVII, que truenos y relámpagos son «concitados por los espíritus malignos» y que el Demonio era el «ordinario motor de semejantes tempestades» al tiempo que recordaba una «furiosísima tempestad, a lo que se puede presumir concitada de los Príncipes de las Tinieblas». Para el padre Bartolomé Cases, trinitario calzado y predicador de Su Majestad, en el primer tercio del siglo XVIII, «las tartareas huestes» y sus «feas esquadras» recurrían a los rayos a modo de «pertrechos de que suele valerse su rabia para hacernos guerra». Estos estruendos también se muestran en las visiones del infierno que algunas monjas tenían en la soledad de sus celdas, como la descrita por sor Ana de San Agustín que murió en 1624: «Vi allí [en el Infierno] grandes tempestades, grandes vientos, grandes torbellinos y borrascas; muchos truenos y relámpagos que arrojaban espantosos rayos, los cuales caían en los condenados y parecía que los desmigajaban». Eugenio Molina, estudioso de hechos antiguos y que escribió hace ya cien años, dejó constancia de la gran tempestad del cuatro de septiembre de 1749 que hubo en Porcuna, provincia de Jaén, y cuya autoría atribuyeron a «los enemigos» tras comprobar que la puerta del Santuario de San Benito estaba arañada, con los clavos arrancados de cuajo y los eslabones de la cadena de la campana desperdigados e intactos lo que no era cosa natural y sí ominosa señal de demonios airados. Para neutralizar estos flagelos las gentes se armaban con oraciones y conjuros. Con relación a éstos, Flores Arroyuelo cita a fray Martín de Castañeza que, en su Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías (Logroño, 1529) aseguraba: «por maravilla no hay pueblo de labradores que no tenga su salario señalado y una garita puesta en el campanario o algún lugar público para el conjurador de nubes y demonios que se ofrecen a guardar de piedra el término».
Entre las muchas devociones protectoras contra el rayo, debemos recordar a santa Bárbara, fogueada entre truenos y explosiones, patrona de artilleros y mineros. De su eficacia da cumplida cuenta el ya citado fray Francisco de Jesús María en su Arco de paz y torre de fortaleza. Vida y martirios de Santa Bárbara, virgen y martyr, abogada contra los truenos y rayos, gran protectora de sus Devotos en la hora de la muerte, para no morir sin los Santos Sacramentos. Este religioso definió al relámpago, con gracia barroca, como «page de hacha de los truenos» y cuenta el caso de unos demonios que se la tenían guardada a la Santa y dispararon un rayo contra la cabeza de su imagen, venerada en una ermita de Hellín, y que, cuando estaba a punto de dar en el blanco, «se suspendió y pasmó el rayo cayendo elado, y frío a los pies de la milagrosa imagen«. Otro baluarte contra los rayos es san Antonio Abad sobre el que escribió Blas Antonio de Ceballos un libro cuyo título parece un retablo de los que con tanto arte se ensamblaban y doraban por aquellos años: Flores del yermo, pasmo de Egypto, asombro del mundo, sol de occidente, portento de la gracia, vida y milagros del grande San Antonio Abad (1685). Nuestra Señora de la Soterraña, también conocida como Nuestra Señora de Nieva, fue otra gran protectora contra las tormentas. Sus imágenes y estampas amparaban con frecuencia cimborrios, torres y desvanes. Ricardo Fernandez Gracia afirma que su santuario contaba con los derechos exclusivos en la edición de sus estampas, por privilegio concedido por Felipe V en 1733. Era preciso estar bien atento pues los del santuario aseguraban que las falsificaciones carecían de capacidad protectora pues cada estampa, antes de ponerse a disposición de los fieles, debía tocar la mano derecha de la imagen «donde el poder de su precioso Hijo la tenía formada la figura o materia de un rayo». Estas estampas se difundían desde los conventos de dominicos. De tal devoción sabía mucho uno de ellos, fray José Cabezas como demostró en su Historia Prodigiosa de la admirable aparición y milagros portentosos de la Imagen Soberana de María Santísima Nuestra Señora Soterraña de Nieva. Especialísima defensora de truenos, rayos, centellas y terremotos. Era perito en tempestades pues las conoció muy recias en Nueva España, fue además maestro de los estudiantes misioneros apostólicos de la provincia de Santo Rosario en Filipinas, China y Tonkin por lo que debió de tener muchas noticias de tifones, aguas furiosas y toda suerte de ventarrones propios de las Indias Orientales. Es obligado saber que si bien Nuestra Señora Soterraña era un escudo contra los rayos en cualquier lugar y circunstancia, protegía de manera prioritaria el término de Santa María la Real de Nieva, a cinco leguas de Segovia. Cuando se acercaban las tormentas los labradores, arrieros y caminantes que por allí estaban acudían, con premura y paso ligero, a dicha tierra para así protegerse de desgracias y sobresaltos. En una ocasión, recoge fray José, hubo cierta duda sobre si una centella, que mató a un pobre hombre, había caído o no en el término de la villa. El asunto quedó zanjado cuando una comisión de vecinos dictaminó, con alivio, que el mal suceso se había producido a treinta pasos de sus límites y por tanto fuera de su jurisdicción. Los devotos de la Virgen de Nieva extraían esquirlas o placas de pizarra de una cueva, donde su imagen fue descubierta por un pastor en el siglo XIV, y mandaban labrar relieves, cruces y relicarios que también ayudaban a tener buenos embarazos. Nuria Sacristán y Fuencisla Vicente han estudiado esta tradición. Algunos fieles, los más apasionados, se bebían estas lascas disueltas en agua, como si fuese quina, contra las calenturas. La relación de devociones defensoras contra los rayos se podría ampliar pero acabaremos con la mención de un impreso sin fecha, creo que del siglo XVIII, en el que aparece la Virgen de Regla, venerada en el Convento de los Capuchinos de Chipiona y considerada «especialísima Abogada de los incendios de fuego, de los navegantes y caminantes, de las mugeres que están de parto. Es también especial antídoto contra hechicerías, rayos y centellas».
Los autores mencionados refieren muchos lances, desgracias y milagros relacionados con rayos. Presenciar tormentas con mucho trueno y relámpago desde campanarios y ventanas era y es una práctica no exenta de peligro. Josep Pla evocaba, en El cuaderno gris, el caso de su abuelo, fulminado por un rayo en tales circunstancias. Otra cuestión es que la condición de sacerdote obligase a conjurar tempestades o que se ejerciese el oficio de campanero lo que suponía exponer la vida a pecho descubierto en campanarios y espadañas. De lo arriesgado de estos menesteres dio cuenta el Padre Benito Noydens que recordaba a un clérigo al que mandaron a conjurar una tormenta tremenda que tuvo lugar en Palencia, en la tarde del 15 de agosto de 1642. Realizó los conjuros junto al Palacio del Almirante, asistido por dos vecinos que tenían que sujetarlo, con grandes fuerzas, para que la tempestad no lo arrastrase. Y todo hasta que oyeron una voz que les ordenó «dexassen a aquel clérigo, porque si no avían de perecer conjuntamente con él». Los dos asistentes, aterrorizados y tirados por los suelos, «vieron como [los diablos] cogieron al clérigo y dieron con él tan recio contra el edificio, que lo hicieron torta». Y todo para nada pues, gracias a un cura que exorcizaba a una espiritada, se supo por fuente directa que los demonios tenían licencia divina «para que talaren y destruyesen cuarenta leguas en contorno» como escarmiento a tantas fechorías y pecados que, al parecer, se cometían por esos pagos. Años después, en Sevilla, en la primavera de 1651, un rayo abatió al campanero menor que tocaba a rogativa, «dejándole un ojo medio saltado y el lado del carrillo como tostado y acardenalado» y en el Convento de Capuchinos una centella «derribó la campana y andubo escarmuzeando» por el coro y desván para derribar al final un cuadro del altar mayor. Otro suceso es el ocurrido el 16 abril de 1684 en Alfaro cuando, a un campanero que tocaba a nublado, una centella «le quitó una montera que tenía puesta en la cabeza y lo arrastró, como cosa de ocho pasos». Una experiencia para no olvidarla jamás. Ser alcanzado por un rayo y sobrevivir tenía por fuerza que cambiarle a uno la vida pero esto merece tratarse en capítulo aparte.