Los límites de la investigación científica
«El silencio y el conocimiento son quizás tan complementarios, y tan necesarios el uno para el otro, como la onda y el corpúsculo en mecánica cuántica»
Copenhague es el título de la magnífica obra teatral de 1998 de Michael Frayn, filósofo por la Universidad de Cambridge, y maravilloso dramaturgo británico. La obra, una ficción basada en datos históricos reales, relata el encuentro que tuvo lugar en 1941 entre el físico danés Niels Bohr, y el alemán Werner Heisenberg, en la casa de bosque de Bohr y su mujer, en las afueras de Copenhague. El viejo Bohr, como muchos otros académicos liberales, judíos, o simpatizantes con algunas de sus causas, se encuentra recluido, alarmado por el ascenso del régimen nazi, y entristecido por el conflicto armado que inevitablemente se extiende por toda Europa. Heisenberg le visita con el propósito de compartir sus recientes hallazgos científicos, dentro del programa nuclear alemán que él lidera, y que – sospecha Bohr –, pudiera dar lugar al desarrollo de la bomba atómica. La visita del alumno aventajado, tiene, quizás, por objeto recabar algunas de las impresiones de Bohr, considerado el gran padre de la física atómica, el fundador de la dominante interpretación de Copenhague, y principal adalid del principio de complementariedad, según el cual un sistema cuántico es, de manera algo misteriosa, onda y corpúsculo a la vez.
Comparten algunos momentos de celebración de los viejos tiempos, bajo la mirada escéptica de la mujer de Bohr y, salen a dar un largo paseo por un bosque adyacente, durante el cual, de esa manera súbita y misteriosa que le caracteriza, Bohr cae en un espeso silencio, inicia rápidamente el regreso a la casa, y despide, apresuradamente, y sin mediar palabra, a Heisenberg. Aunque vuelven a verse, después de la guerra, su amistad no se recupera jamás. ¿Qué ocurrió durante ese paseo, y cual fue el objeto de la conversación que para siempre enmudeció la más febril y apasionada de las relaciones entre maestro y alumno en los albores de la física moderna del siglo XX? Frayn no despeja todas las incógnitas, en un espléndido ejercicio de suspense dramático, pero es evidente que Bohr se niega siquiera a opinar acerca de las posibilidades de la investigación nuclear que Heisenberg tiene en manos. Antes que propiciar cualquier avance científico, con algún comentario caustico o afortunado, antes de ofrecer ninguna pista que pudiera abrirle caminos a una mente genial y hambrienta, el gran físico danés prefiere caer en un profundo silencio.
Sirve la obra de Frayn para encuadrar la difícil cuestión de la moralidad de la investigación científica en tiempos de guerra. No todo conocimiento es válido, no todo avance científico es bienvenido, sino que – o así parece decirnos el arisco Bohr de Frayn –, el conocimiento científico, en ocasiones, ha de ser retrasado, aparcado, puesto a un lado, o incluso brutalmente silenciado, en aras de la libertad y, en última instancia, de la supervivencia. ¿Pero si es así en la guerra, por qué no durante los periodos de paz? ¿Cuáles son los límites éticos, morales y políticos de la investigación científica, en general? La cuestión no es baladí, pues necesariamente informa las políticas científicas de un país, así como las prioridades de financiación pública de la ciencia. La Lógica de la Investigación Científica (LSD, por sus iniciales en inglés) es el famoso libro de Karl Popper que hoy en día muchos consideramos, en muchos aspectos, superado. Los Límites de la Investigación Científica (LSD), es el título del libro, con el mismo acrónimo, que hoy en día pide a gritos ser escrito. Pues merece una profunda reflexión el que las preguntas de una investigación científica se construyan, o no, en respuesta a los intereses y prioridades de los individuos que la llevan a cabo; que puedan existir límites morales, en un momento o contexto determinado, en la adquisición de ciertos conocimientos; y que, por ende, la financiación que requiere la ciencia deba responder a diversas convenciones, principios y preferencias de tipo ético, político y social.
Que las líneas prioritarias de nuestra investigación científica deben responder a nuestros intereses (individuales, como investigadores, y compartidos, como sociedad), es moneda común en la filosofía de la ciencia del s. XXI. Y si bien los límites de la investigación científica resultan porosos y cambiantes, muy dependientes del contexto y las circunstancias, no se requiere ningún tipo de relativismo cultural o constructivismo posmoderno para entenderlos. Como demuestran Ian Hacking (The Social Construction of What? Harvard, 1999) y Philip Kitcher (Science, Truth, and Democracy, Oxford, 2001), las preguntas que los científicos se plantean se construyen en atención a las diversas agendas de investigación, pero no así las respuestas, cuyo esclarecimiento no requiere otra cosa que una desapasionada y objetiva consideración de la evidencia. Pero eso no hace sino más urgente la necesidad de evaluar qué proyectos son susceptibles de llevarse a cabo y cuáles por el contrario requieren dejarse de lado. Un ejemplo lo proporciona la cuestionable investigación sobre las posibles bases genéticas de diferencias raciales o étnicas, al menos en situaciones de conflicto. Pero otras investigaciones sociológicas son igualmente cuestionables, por ejemplo, algunas de las encuestas llevadas a cabo en el Reino Unido sobre los derechos de los ciudadanos europeos durante el Brexit, en abierta violación de las normas de la Asociación Americana de Estadística, un caso que conozco de primera mano y que denuncié en su momento (junto con Helen de Cruz, en: https://medium.com/@msuarez.es).
En definitiva, los límites del conocimiento humano vienen dados solo por nuestras capacidades cognitivas y la complejidad del mundo que nos rodea. Este modesto realismo de base es compatible con una robusta defensa de la ética, y de diversos principios de integridad, tanto en el desarrollo de nuestra actividad científica o profesional, como en el establecimiento de las líneas prioritarias de la investigación. Cierto es que tales preferencias no pueden basarse en meros prejuicios u opiniones; al contrario, la ciencia se asienta sobre la firme voluntad, fundada en las revoluciones científicas y sociales de la ilustración, de superar prejuicios, mitos y tabúes. Pero no todo el conocimiento es necesario o está justificado, en cualquier momento, en cualquier contexto, o a cualquier precio. Más bien, hay un contexto y un tiempo para cada agenda de investigación, cada disquisición, cada tipo de preguntas, cada interrogante. Tanto la sociedad como los investigadores tienen que estar también moralmente preparados para los resultados que puedan generar. Así, hay preguntas sociológicas que pueden cambiar mundos y generar inmenso sufrimiento; y hay presupuestos en esas investigaciones que esconden, y por ende perpetúan, amargas injusticias. Nuestros mejores instintos normativos intentan poner coto a estas investigaciones extemporáneas, pero no somos perfectos, y, al igual que algunas cosas es mejor no saberlas, hay cierto conocimiento que puede convenir no poseer.
En las guerras y en los conflictos se fraguan los más significativos silencios, aquellos que anteponen la paz civil a la inmediata satisfacción de nuestros intereses. A fin de cuentas, la paz civil, es condición para cualquier conocimiento a largo plazo. Por ello, hay silencios, también en la ciencia, como el de Bohr ante Heisenberg, sin los cuales sucumbiríamos a una fratricida hecatombe. Y en ese cementerio perecerían también nuestros ulteriores sueños de conocimiento científico. Por ello, la contumaz voluntad de no querer saber puede ser también la forma de preservar la infinita curiosidad humana por comprender nuestro entorno, y nuestra propia naturaleza inquisitiva. El silencio y el conocimiento son quizás tan complementarios, y tan necesarios el uno para el otro, como la onda y el corpúsculo en mecánica cuántica.