El chalet de las portuguesas: un epílogo para Onetti
«Una relectura de ‘Los adioses’ siempre nos posibilita nuevas conjeturas y posibilidades»
En una de las escasas ocasiones en las que se reunieron Borges y Onetti, el argentino se sintió ofendido —algo que influyó en su posterior relación con el uruguayo— cuando éste dijo que no entendía qué es lo que le veía a Henry James, que dónde estaba su maestría. Borges, admirador de la obra jamesiana —sobre todo de la de corte fantástico— no toleró bien aquella boutade con ánimo de ofender de Onetti. Hubo de ser, no hay duda, una provocación, porque si entre todos los autores latinoamericanos hay un maestro en la escuela de la técnica del punto de vista, ése fue Onetti. Ya saben: qué información tiene o no tiene el que narra, qué información omite, y cómo ese narrador testigo lo sesga todo con su opinión y su falaz memoria.
Ya habrá visto el lector, descolocado como está con la lectura de Los adioses, que el narrador es un testigo, un almacenero de la cordillera de Santa María, con cuyo relato-testimonio vamos armando —como podemos— la historia que nos cuenta. Pocas son las cosas que, en una primera lectura, nos quedan claras a los lectores. A saber: que un exjugador de basquetbol ha ido a esa localidad para curarse de una grave tuberculosis, y que, para ello, se instalará en un sanatorio de la sierra, un pabellón de reposo al estilo de la novela homónima de Cela, donde atienden, entre otros, un médico mediocre llamado Gunz, una mucama y un enfermero, siendo estos dos últimos amigos y confidentes del almacenero, nuestro narrador testigo. Sabemos que el almacenero es un viejo paciente tuberculoso que se curó (aun con alguna secuela), y que desde el primer momento siente un interés malsano por el misterioso enfermo, todavía joven. Poco a poco, irá contagiando su interés en él al enfermero y la mucama, que le dan noticias sobre su estancia en el sanatorio de la cordillera. Sabemos que el almacenero también se encarga de distribuir las cartas que llegan a la localidad, y que ha visto que el exjugador de basquetbol recibe cartas de dos mujeres, unas escritas a mano y otras a máquina, y que, quizá incómodo en el hotel del sanatorio y buscando algo de intimidad, el tuberculoso decide alquilar un chalet cercano, que el almacenero llama «el chalet de las portuguesas».
Hemos visto también cómo, pronto, el exjugador enfermo recibe las visitas de dos mujeres. Primero la de una mujer que llega sola y que posteriormente lo hace con un niño, y cómo el almacenero —y el enfermero, la mucama y podríamos decir que la sociedad sanmariana— conviene que se trata de su mujer y su hijo. Pronto, también, el lector habrá de ver cómo una segunda mujer, una muchacha —tan característica del mundo de Onetti, el erotismo sombrío que asocia a la niña-mujer con la muerte— aparece en la vida del exbasquetbolista, y cómo nuestro narrador y sus amigos —y la sociedad— están convencidos de que se trata de su amante, una concubina extraña, pues vemos que en la novela acaba reunida con la mujer y el hijo del tuberculoso en el hotel del sanatorio. Por último, sabemos que el escéptico tuberculoso —No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse— decide internarse definitivamente en el sanatorio, y que al cabo se escapa de allí para ir a suicidarse al chalet de las portuguesas, donde vive con la muchacha.
¿Es sólo esto Los adioses? Ni mucho menos. Esta obra maestra de la ambigüedad literaria —también, como ya hemos dicho, de la técnica del punto de vista jamesiana— acepta múltiples y contradictorias interpretaciones, algo que se propuso el propio Onetti, ya que, siendo esta obra su preferida, nunca quiso aclarar del todo el punto ciego de la novela, los hechos, ya que sólo nos es posible conocer las consecuencias de esos hechos. Un relato, decía Henry James, también se constituye con lo que no se narra.
En Los adioses, hay que tener en cuenta, el narrador-testigo opera con dos planos: dice lo que ve (o lo que vio) y por otro lado conjetura o adivina lo que cree que está pasando. Ya hemos visto el chasco final, cuando el almacenero abre la carta y se da cuenta de que la muchacha no es su amante, sino su propia hija: Sentí vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos.
Es ésta, también, una nouvelle, una novela corta, que está contada al revés, no sólo con lo más importante oculto, sino que hasta el mismo narrador niega la narración: Quisiera no haber visto del hombre nada más que sus manos. El almacenero sabe que no sabe nada, pero quiere saber, se despierta en él no sólo el policía, el investigador, sino el cotilla, el murmurador, el miserable.
Se habrá dado cuenta el lector de que tenemos, en escasas noventa páginas, dos tramas, una accesible y otra inaccesible para el lector. La visible, por así llamarla, es la del exjugador de basquetbol entrando a menudo en la cantina del almacenero, su enfermedad, las conversaciones del almacenero con los confidentes, la vida en el sanatorio y su hotel, la llegada de las cartas, la de las mujeres, la reunión de los tres y el suicidio final. Pero no sabemos nada de ese lugar especial, misterioso, que da título a este epílogo, el chalet de las portuguesas, donde el tuberculoso va a morir y donde convive con la muchacha. Y decimos misterioso porque al propio almacenero la intriga se le desborda cuando se entera de que el hombre ha alquilado esa casa, donde éste nos dice que vivieron cuatro portuguesas, tres vírgenes y una que no lo era. El almacenero sufre por su no saber igual que nosotros ahora, tanto que acaba abriendo, como sabemos, las cartas de las mujeres que le llegan a su establecimiento. Hace lo que sea para conseguir algo que a nosotros también se nos oculta. ¿Qué ocurre en ese chalet? ¿Qué ocurrió en el pasado? ¿De qué hablan allí padre e hija? ¿Hay algo que no sabemos entre ellos? Sólo sabemos, por la carta, que la hija ha decidido gastar una herencia en su padre. El punto ciego de la novela, parece claro —o mejor dicho, menos oscuro— es el chalet, que nuestro narrador testigo acaba visitando para ver, de cerca, al hombre recién muerto, con un disparo en la cabeza. Se diría que por fin tuvo un motivo el almacenero, aprovechando la amistad con los sanitarios, para visitar ese chalet, esa casa misteriosa (tan gótica y jamesiana, sí, otra vez Henry James).
Es aquí donde este exégeta, como un testigo más de la acción, imagina, barrunta e intenta comprender.
El exjugador, dice el almacenero, parecía feliz con su mujer, y taciturno con la muchacha. ¿Por qué? No se entiende bien esto si de verdad se trata de su hija, de la hija, lógicamente, que tuvo con una mujer anterior. ¿Podría ser esa antigua mujer la única de las portuguesas que, según el almacenero, no era virgen? ¿Que el tuberculoso no ha podido olvidar a esa mujer y por eso se empeña en instalarse a pasar sus últimos días —y su muerte— en el chalet donde se conocieron? Ése puede ser nuestro punto ciego, lo que se nos ha omitido, aunque, cómo no, también puede ser otro. ¿Hay o no razones para suponer una relación incestuosa entre padre e hija, cuyos remordimientos por consumarla llevan al exbasquetbolista al suicidio? O, rizando el rizo y a la manera de un Hitchcock, ¿se acuesta el tuberculoso con su propia hija por lo mucho que le recuerda a su madre? No lo sabemos.
Con todo, estoy convencido de que el lector ha disfrutado de la novela sin la necesidad de esta coda, aunque sólo crea que un tuberculoso terminal es despedido de la vida por su mujer y sus dos hijos, una de ellas nacida de una relación anterior. Sí, el lector ha tenido el privilegio de leer una de las prosas más inmensas, perfectas, sugestivas y ambiguas de la literatura en español. Onetti, con o sin éxito, ha invitado al lector a ser uno más de los personajes, para que ayude al almacenero, al enfermero, a la mucama y al doctor Gunz a aclarar la historia. Onetti ha pretendido, también, que el lector sea, junto a él, el autor de la obra, su cómplice. Un lector que, como dijo Cortázar, tendría cierta responsabilidad moral en su interpretación, ya que, ante la ambigüedad y la aporía, puede escoger —o no— a los protagonistas como seres inmorales, delatándose a sí mismo, y en este juego del escritor uruguayo puede que no se persiga otra cosa que mostrarnos lo corruptos que estamos y cuántos prejuicios tenemos; un pesimismo, el onettiano, que está convencido de que debajo de la superficie racional aparente del mundo hay un destino putrefacto, cruel y sin esperanza para todos los hombres.
Por fortuna, Onetti no se extendió demasiado en esta obra de 1954, una obra muy querida que dedicó a su vieja amiga y amante, la poeta Idea Vilariño, con la que mantuvo una relación obsesiva, pasional y frustrada como la que yo imagino del exbasquetbolista tuberculoso con la portuguesa. Esta somera extensión, decía, posibilita la relectura de Los adioses, en la que siempre se hallan nuevas conjeturas y posibilidades para rellenar las huecos que hay, ese punto ciego al que seguimos y seguiremos dando vueltas toda la vida, hasta que una vuelta de tuerca jamesiana nos haga —quizá— encontrar la verdad definitiva, si es que existe.
*Epílogo a Los adioses, de Juan Carlos Onetti, recién publicado por la editorial Luz de Agosto.