'Anéantir', Houellebecq y las elecciones francesas
«En la literatura houellebecquiana, la fuerza del sentido histórico y la dimensión de las civilizaciones parecen acabar imponiéndose sobre los eventuales logros del juego político»
Michel Houellebecq es, como casi todo el mundo sabe, el gran escritor del malheur contemporáneo. «Sencillamente –dice Claire en Serotonina–, ya no se reúnen las condiciones históricas para que los occidentales seamos felices». Desde luego, podría pensarse que su diagnóstico a toda una civilización es, en realidad, producto del sesgo de un hombre depresivo: «Sal ahí fuera y mira –vino a decirme un amigo que no apreciaba su obra–, a mí la gente me parece razonablemente feliz». En sus novelas, sin embargo, la felicidad que los protagonistas llegan a conocer es fugaz, intensa, pero extraordinariamente frágil, y su experiencia, en lugar de mejorar sus vidas, les hace irreparablemente conscientes del vacío en el que vivirán de ordinario.
Como no podía ser de otra forma, la muerte (es decir, la naturaleza) es responsable de gran parte de estos dramas personales. Pero la particularidad de la obra houellebecquiana reside en la constante indagación de los cambios que la Historia produce en la estructura de la consciencia de los individuos. Desde esta perspectiva, la creciente incapacidad de los occidentales para hacerse felices se presenta como el resultado final de un largo proceso civilizatorio que, a la postre, nos ha amputado moral y afectivamente: «el mundo social –dice el protagonista de Serotonina– era una máquina de destruir el amor». La palabra que da título a su nueva novela, anéantir, aniquilar, aparece a lo largo del texto para referirse tanto al declive y la muerte del protagonista, como a la descomposición o destrucción de la sociedad occidental. Anéantir, en suma, ofrece otro análisis paralelo de los ciclos vitales de personas y civilizaciones.
Dejando de lado ahora la parte de la desgracia atribuible a nuestra naturaleza mortal, ¿a qué se debe que casi todo aquello de elevado que se produce en las relaciones humanas parezca obsoleto e inaccesible en la sociedad contemporánea? El reflejo más inmediato del ciudadano occidental es echar la culpa a la política, a los dirigentes, al gobierno del mundo. De hecho, una parte importante del éxito del populismo es atribuible a su capacidad para hacer vincular esa insatisfacción con la acción defectuosa o viciada de los actores políticos y las instituciones. Schopenhauer, uno de los autores predilectos de Houellebecq, advertía sobre la particular tendencia moderna a atribuir «enteramente el mal colosal del mundo a los gobiernos; si ellos tuvieran razón [los demagogos], existiría el cielo en la tierra, esto es, todos engullirían, se emborracharían, se multiplicarían y palmarían sin esfuerzo ni necesidad». Esta atribución, si cabe, está más extendida hoy, porque, en nuestra imaginación política, el gobierno democrático pretende que las sociedades determinan libremente su futuro. Sin embargo, la política nunca había dado una impresión tan marcada de ir por detrás de unas transformaciones globales aceleradas.
«Los políticos, en suma, no podían hacer frente a la decadencia de sus sociedades, e ‘incluso dirigentes tan determinados y autoritarios como el general De Gaulle se habían mostrado impotentes al oponerse al sentido de la historia’»
¿Qué parte de esa promesa incumplida, entonces, se debe a malas decisiones humanas que pueden revertirse o enderezarse, y qué parte a un proceso social cuya escala es incontrolable? Decía el filósofo Alain que «el hombre no cambia el viento, pero tiende oblicuamente su vela, agarra firmemente la tablilla que le sirve de timón y se dirige hacia sus fines por efecto de leyes inflexibles». Bruno Juge, ministro de finanzas del gobierno centrista en Anéantir (Bruno Le Maire, ministro de Macron en la realidad), duda al respecto y reflexiona sobre las limitaciones de la acción política: «¿Un político podía realmente influir sobre el curso de los acontecimientos? Parece dudoso… Además, había otra cosa también, una fuerza oscura, cuya naturaleza podría ser psicológica, sociológica o simplemente biológica, […] pero de la que todo lo demás dependía, tanto la demografía como la fe religiosa, y, en último término, las ganas de vivir de los hombres y el futuro de las civilizaciones.» Los políticos, en suma, no podían hacer frente a la decadencia de sus sociedades, e «incluso dirigentes tan determinados y autoritarios como el general De Gaulle se habían mostrado impotentes al oponerse al sentido de la historia», e intentar que el destino de Francia fuese distinto al de los demás países de Europa occidental.
Por supuesto, no se trata de que las naciones sean del todo indiferentes a las decisiones de sus dirigentes. Las novelas houellebecquianas desde Sumisión han centrado crecientemente parte de su atención en una esfera política intermedia, por así decir, entre la vida privada de los individuos y la historia de las civilizaciones. En Sumisión, se describen momentos más o menos decisivos de la lucha política frente a la islamización; en Serotonina, las políticas de la Unión Europea tienen consecuencias devastadoras sobre la vida de los habitantes de provincias; en Aniquilar, una parte de la acción gira en torno a la preparación de las elecciones presidenciales de 2027. Houellebecq presenta a Bruno Juge como un tecnócrata ejemplar, extremadamente competente y comprometido cívicamente, por así decir, con su función. Los logros del «mejor ministro de economía desde Colbert» habían sido extraordinarios: se nos dice que, obsesionado con devolver a Francia a los Trente Glorieuses, había conseguido revitalizar realmente la economía francesa y relanzar su industria. El único problema al que no había podido hacer frente era el alto desempleo, casi inevitable debido al aumento de la productividad del trabajo. En cualquier caso, Juge concibe la acción de los presidentes de la República Francesa de forma similar a la de los reyes, siendo sus cometidos fundamentales de naturaleza no ideológica: mantener la paz en el interior y defender los intereses del país frente a sus competidores. Esta competición ya no se desarrollaba en el terreno militar, sino en el económico, y la revitalización de la industria francesa había sido propiciada por una surte de «patriotismo económico» más o menos aislacionista.
«Las novelas de Houellebecq siempre contienen personajes –generalmente mujeres– que conservan una generosidad y dignidad excepcionales»
El problema es que, en la literatura houellebecquiana, la fuerza del sentido histórico y la dimensión de las civilizaciones parecen acabar imponiéndose sobre los eventuales logros del juego político. Así, a Bruno Juge le faltaba, en realidad, el ingrediente esencial: la psicología de los baby boomers, una generación moldeada por el impulso de confianza que supuso la victoria contra los nazis en un conflicto que, al contrario que la Primera Guerra Mundial, había sido percibido como una lucha sin ambigüedades del bien contra el mal. Por supuesto, nada queda en los occidentales de hoy de este impulso, cuya desaparición fue acelerada gracias a la labor destructiva de la «izquierda moral» en los últimos 50 años. Con todo, las novelas de Houellebecq siempre contienen personajes –generalmente mujeres– que conservan una generosidad y dignidad excepcionales; reductos donde, por así decir, lo mejor de la naturaleza humana no ha quedado completamente ahogado. En Anéantir, este papel lo cumple Cécile, la hermana del protagonista, una devota católica, Hervé, su marido, un antiguo ultraderechista, ambos votantes de RN, o un grupo de activistas contra la eutanasia. «Serios y trabajadores, Bruno y Hervé amaban los dos su país, y se situaban, sin embargo, en dos campos políticos opuestos.»
En suma, la posición de Houellebecq respecto a la modernidad es ambivalente, igual que lo fue la de muchos de sus admirados reformadores sociales del s. XIX. Para estos, la industria o la ciencia, productos esencialmente modernos, no solo podrían conducir a una solución de los problemas de organización de las sociedades, sino que reconstruirían todo aquello que, afectivamente, había sido destruido en las épocas críticas y disolventes como el s. XVIII. Quizá Houellebecq no haya abandonado del todo la idea de que la industria puede ofrecer una suerte de redención menor al desasosiego moderno, o incluso de que sea posible una nueva articulación moral de las sociedades hiper-tecnológicas. En cualquier caso, nuestro autor ensalza profundamente la lucha de aquellos que, no desde el nihilismo, como los terroristas de la novela, sino desde un sistema moral determinado, se enfrentan a las mutaciones antropológicas que nos han hecho más egoístas e indiferentes. Toda esta lucha, sin embargo, es siempre emprendida por personajes secundarios de sus novelas. Los personajes principales, que el lector identifica instintivamente con el autor, son guiados por la inercia, y acaban sucumbiendo a la impresión de que la suerte ya estaba echada, hacía tiempo, en algún lugar lejano de la historia de Occidente.
Así sentenciaba Houellebecq en una de sus poesías: «No debemos parecernos a aquel que trata de plegar el mundo a sus deseos / A sus creencias / […] Como lagartos nos calentamos al sol del fenómeno / Esperando la noche / Pero no nos pelearemos / No debemos pelear / Estamos en la posición eterna del vencido.»