Con el paso de los siglos resulta cada vez más evidente que no todos los pueblos pueden vivir en democracia. La democracia ateniense no duró ni 200 años y fueron numerosos los que alertaron de que una democracia en manos de un pueblo iletrado acabaría por dejarle el poder a los mejores demagogos sin escrúpulos que no se ocuparían de los problemas reales del pueblo, sino de cómo engañarlos para su beneficio personal. A ello, agrego desde mi humilde punto de vista dos escenarios en los que tampoco lo que nosotros hoy llamamos democracia acabaría venciendo: por un lado, el caso de China. Basta con conocer mínimamente el gigante asiático para saber que un sistema democrático en China provocaría en cuestión de horas la desintegración del país y una guerra civil. Por otro lado, y estando totalmente de acuerdo con los clásicos griegos, una democracia en manos de un pueblo ignorante que pone en el poder a incompetentes pero magníficos demagogos, acaba desembocando más pronto que tarde en un régimen totalitario.
Los nacidos en democracia, como es mi caso, creyeron que lo normal era vivir en un régimen que nos daba libertades porque el azar nos otorgó la fortuna de nacer en España y no en Uganda. La lección que nos dejó Chile hace unas semanas debería mostrarnos cuál será el camino que recorreremos en España. Es por todos conocido, o debería serlo, que el poder político solamente acepta el cambio cuando no tiene más remedio. Eso sí, el cambio pasa por ellos y así ha ocurrido en Chile. El cambio ha sido a peor y el pueblo chileno, víctima de la demagogia y los charlatanes escondidos en siglas y asociaciones ha decidido inmolarse. Como decía Eurípides: «Hoy causan las delicias del pueblo y mañana, su desgracia». Terrible final para el que fue el país más próspero y libre de Sudamérica que decidió aniquilar su Constitución porque consideraban que el país tenía problemas. Olvidaron que no ha existido, no existe ni existirá, un país que carezca de ellos. La perfección es más bien cosa de otro mundo, pero la mentira bajo la que vive el ciudadano occidental le hace creer que un mundo sin problemas o sin maldad es posible. Poco importa que apenas el 50% acudiera a las urnas, las consecuencias las pagará igualmente el que acudió a votar con gran entusiasmo ‘’apruebo’’, ‘’rechazo’’ o se quedó en casa viendo una película.
Debería servir lo que ocurre en otros pueblos como ejemplo, pero si algo caracteriza al español es su estúpida soberbia y su creencia de ser superior a los pueblos ubicados a miles de kilómetros. Jamás nadie habría dicho hace 20 años que en España íbamos a estar gobernados y viendo como nuestras libertades se restringen cada día más aprovechando el drama sanitario. Jamás nadie creyó, que lo que ocurría en remotos países iba a llegar aquí tan rápido. Jamás nadie afirmó que la degradación moral que nos abochornaba de otros pueblos, ahora iba a ser la nuestra. Lo cierto es que hay pocos motivos para la esperanza con un pueblo que recuerda demasiado al ateniense. Los españoles se dejan engañar y arrastrar tan fácilmente como lo hicieron los griegos por el embustero que solo busca halagar a las masas para que los ridículos deseos, miedos y pretensiones de esta, impongan la tiranía a los demás. Si queremos vivir en democracia, debemos luchar por ella y ganarnos ese privilegio.