Es el imperialismo, ¡estúpidos!
Es muy común, casi un tópico en España, particularmente entre los políticos, escuchar que la idea de soberanía nacional, desbordada por la globalización, está agotada. Expresiones como “cesión” de soberanía, como mecanismo de acción diplomática, han servido para tratar de entender la incorporación de los estados a diferentes tratados, que, en el caso de España, se supone la atarían, como nación soberana, de pies y manos sin margen de maniobra para operar libremente, soberanamente. La integración en la OTAN limita su capacidad operativa desde el punto de vista militar, relativo al poder federativo (por hablar en términos de Locke), prácticamente dejando en manos de Washington cualquier decisión que se pudiera tomar en este sentido. La integración en el tratado de la UE limita la capacidad soberana desde el punto de vista comercial, monetario y financiero, dejando que las decisiones sean tomadas en Bruselas o Frankfurt, de nuevo quedando la soberanía, en tanto que nacional, convertida en una quimera, en una cáscara vacía de atributos desde el punto de vista del poder político. Funciones que, antes de la “era global”, eran características del poder político, como la acuñación de moneda, o la firma de tratados de paz o declaraciones de guerra, han pasado a depender de organismos internacionales, que la tecnocracia global (o globalista) termina por resolver, al margen de la acción de los estados. España, como otros estados, es un país “intervenido”, peor, ya no soberano.
Este diagnóstico viene, además, acompañado, muchas veces, de una valoración positiva, incluso óptima, a propósito de esta, al parecer, nueva situación “global”, viendo esa “cesión” como una necesidad geopolítica, en aras de la paz mundial, impuesta tras los excesos producidos por la acción de los estados que condujeron a la Segunda Guerra Mundial. El “multilateralismo” de los tratados ata las pretensiones unilateralistas de los estados, de tal manera que tanto los mercados, como las minorías étnicas, o nacionales, como los propios individuos y su régimen de derechos y libertades, no se ven tan asfixiados por esa función soberana, de tendencia “totalitaria” (el “camino de la servidumbre”), de los estados.
Según esta visión, en definitiva, la soberanía, por lo menos en tanto que nacional (con todo lo que tiene de cierre -cerrojazo- ideológico nacionalista), por fortuna, se ha convertido en un mito, tras la escombrera a la que ese mito condujo en el siglo XX con las dos guerras mundiales.
Pues bien, por nuestra parte, creemos que lo que es una ilusión quimérica, no es la soberanía de los estados, que opera con más vigor que nunca (hoy en día hay reconocidos más estados que nunca), sino que lo quimérico está, más bien, en ese pretendido desbordamiento “global” que lo que esconde es algo muy distinto a la neutralización de la acción soberana, y es la acción hegemónica de unas soberanías sobre otras. Es decir, lo que esconde el globalismo, bajo el supuesto de que la soberanía está agotada, es que determinada soberanía marque, y así lo hace (o esa es su pretensión), las reglas de las relaciones internacionales. El globalismo es una ideología, no una realidad, que lo que busca es “naturalizar” (dicho en términos marxistas) la imposición hegemónica de unos estados sobre otros, de tal manera que ese orden hegemónico parezca el “orden natural”, lo que no significa, insisto, ni mucho menos el fin de la soberanía como núcleo del ordenamiento geopolítico internacional (de la misma manera que la ampliación del radio de una circunferencia no significa la extinción de su centro). Al contrario, la “globalización” en ningún caso suspende la soberanía como atributo fundamental del poder político (por seguir hablando en términos de Bodino), sino que lo que hace es tintar ideológicamente la acción soberana de determinado estado, como si realmente se tratara de una acción global, para imponer su hegemonía sobre otros estados (las nuevas tecnologías, internet, móviles, etc, ofrecen mecanismos que consolidan esa apariencia de una acción “global”, pero es una apariencia falaz).
Cuando Huntington, en su ya clásica El choque de civilizaciones, hablaba de la necesidad de un mapa conceptual para tratar de reordenar el panorama geopolítico tras la caída del bloque soviético, no dejaba de reconocer que el “paradigma estatista” (como él lo llama, siguiendo a Kuhn), que contempla a los estados (realpolitik) como los principales actores de las relaciones internacionales, es el que plantea “una imagen y una guía más realista de la política global” (introduciendo por su parte, eso sí, la variable “civilización” para entender el agrupamiento o la constelación de estados en su acción conjunta internacional, pero siempre sobre la base de la acción de los Estados). Y es que, subraya Huntington, “estos son y seguirán siendo las entidades dominantes en los asuntos mundiales, mantienen ejércitos, dirigen la diplomacia, negocian tratados, hacen guerras, controlan las organizaciones internacionales, influyen, y en una medida considerable, configuran la producción y el comercio” (pp.37-38. Ed. Paidós, 2005).
En definitiva, la soberanía no es ningún mito, y sí lo es, sin embargo, la globalización; en concreto es un mito… estatista, cuando este, el estado, trata de desbordar sus límites para configurarse como imperio. En este sentido, la “globalización”, a pesar de los entusiastas del “fin de la historia”, no representa ningún fenómeno nuevo, pudiendo hablar de lo mismo, sólo que en términos más clásicos, cuando hablamos del “viejo” imperialismo. Es el imperialismo, ¡estúpidos!