Hace quince años, grababa en Barcelona una serie llamada ‘De Moda’. Pasé seis meses en aquella ciudad con un grupo de actores venidos de toda España. Entre los recuerdos de aquella época guardo uno que me impactó.
Para un papel de una joven con la que yo tenía una larga escena se presentó un día una chica a la que llamaremos, sin intención alguna, Ada. La escena en cuestión no era demasiado difícil, pero el director quiso que se grabara mediante un plano secuencia. Un operador nos precedía con la cámara al hombro mientras recorríamos dialogando una manzana entera del barrio de Gracia.
Durante los ensayos, ya me di cuenta de que no iba a ser fácil. La chica nunca se dirigía al equipo ni a mí en español y hablaba con un fortísimo acento, pero había algo más: yo notaba que se había estudiado el texto de forma muy mecánica, que lo soltaba como yo hubiera escupido de memoria un texto en ruso.
Le di el beneficio de la duda. Simplemente podría ocurrir que no fuera muy buena actriz, o que pecara de inexperiencia y, por tanto, se viera paralizada por el terror que produce todo un equipo que puede parecer que juzga, que debe repetir el trabajo cuando uno falla.
Un plano secuencia no se puede cortar, debe llevarse a cabo de principio a fin. Así que cada vez que la chica —al principio entre risas— fallaba el texto en los ensayos, había que volver a la esquina de aquella manzana para comenzar de nuevo. No hubo ningún ensayo en el que alcanzáramos el final de la secuencia.
La pobre Ada, cada vez bajo más presión y más avergonzada, olvidaba el texto por los nervios y soltaba algunos fragmentos en catalán o —a instancias del director— improvisaba algunas frases en español que no servían, pues eran malas traducciones del texto que contenían fallos típicos de los catalanoparlantes que no dominan el español.
Al cabo de varias horas quedó claro que Ada no podría hacer la escena de forma mínimamente correcta. Así que se paró la grabación y se llamó a otra actriz.
A mi aquella experiencia me dejó impactado. Acabábamos de despedir a una chica joven porque era incapaz de trabajar en un idioma que debiera controlar sin problemas. Nuestra Constitución así lo exige.
Repito: hace ya quince años. No quiero pensar cómo estará la situación ahora, aunque escuchando a algunos consellers o representantes estudiantiles de aquella comunidad autónoma me puedo hacer una idea.
No sé cómo se llamaban los padres de Ada, aunque estoy seguro de cuál era su ideología. Es grave que provocaran que su hija fuera incapaz de trabajar en el resto del país, limitándola tanto.
De hecho, en eso estoy de acuerdo con parte de aquella frase de la hipócrita ministra Celaá —la mujer que quiere impedir que quienes no tienen sus recursos se eduquen como educó ella a sus hijas—; aquella frase en la que atribuía al Estado una responsabilidad en la educación de nuestros hijos (en realidad, como buena socialista, se la daba por completo, robándonosla, por tanto, a los padres).
El Estado o la Generalitat no han velado porque Ada adquiera una cultura y conozca una historia que la enriquece. De esa forma, además, impiden que ella pueda trabajar o relacionarse de forma óptima en todo nuestro territorio.
Pero esa era una decisión política y voluntaria de sus padres. Equivocada, miope, sectarista, pero voluntaria. Mucho más grave aún es que el Estado y la comunidad autónoma que sea obligue a todos los padres —usuarios de una educación pública que pagan con sus impuestos— a sufrir esas mismas limitaciones. Lo quieran o no.
Que un derecho tan esencial como el de elegir la lengua en la que se eduquen tus hijos ya no exista en España. Por supuesto, esto es sólo una parte del problema. Está más que probado que la lengua es el vehículo en el que luego se transmite un contenido nocivo a nuestros hijos. Se les enseña qué pensar, no a que piensen.
Es ese concepto inventado por Cayetana Álvarez de Toledo que tanto me gusta: la lengua es el burro de Troya nacionalista. Adoctrinamiento, vigilancia en los recreos, comisarios lingüísticos, multas a quienes osen rotular en español…
No sólo estamos creando una España —que a este paso pronto dejará de serlo- líder en desempleo juvenil, fracaso escolar, con los peores datos en pruebas internacionales y un bajísimo dominio de idiomas extranjeros.
También impedimos que España exista de facto cuando se acaba con el conocimiento de una lengua común que nos une y con la libertad de movernos y buscar un futuro en su territorio debido al desconocimiento del español o a las barreras que suponen los requisitos lingüísticos de las lenguas cooficiales.
El Partido Popular y el PSOE abrieron la caja de Pandora. El sanchismo, Podemos y sus socios de ERC, Bildu, Compromís y la CUP acaban de darle la puntilla.
La república plurinacional bananera está en marcha.
Toca levantarse, españoles.