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Retorcido homenaje a la soledad, por Juanma del Álamo

Retorcido homenaje a la soledad, por Juanma del Álamo

Michael Crichton murió el día que Obama fue elegido presidente. Crichton fue un escritor, guionista y director de éxito que nos dejó una buena colección de novelas y guiones, como ‘Parque Jurásico’, ‘Westworld’ o ‘Urgencias’. Al coincidir su fallecimiento con las elecciones presidenciales de Estados Unidos, nadie se enteró. Esto me lo contó una vez el hijo de un ex alto cargo político. Me codeo con gente con poder y que maneja mucha pasta. Incluso tengo un vecino fontanero. La anécdota servía para explicar cómo un mismo acontecimiento puede abrir los informativos o pasar absolutamente desapercibido según el día en el que se produzca y según los otros acontecimientos con los que “compita”. 

Creo que el domingo venía baja la marea noticiosa. Pocas cosas que contar. Alguno dirá que había muchas noticias sobre la mesa, pero creo que estamos en un bucle informativo que se resume en cómo evoluciona la pandemia (a veces mejor, a veces peor) y en que el Gobierno hace puras maldades. Y ni lo uno ni lo otro sorprende ya demasiado al personal. Y en ese clima de pereza y bostezo aparecieron Elena Cañizares y sus compañeras de piso, que no amigas. 

Por si no se han enterado, una joven estudiante de enfermería de Ciudad Real, Elena, dio positivo en COVID, se encerró en casa y se lo comunicó a sus compañeras de piso para que estuvieran prevenidas. Ellas se encontraban de fin de semana en sus pueblos. Para sorpresa de la futura enfermera, la reacción de sus compañeras fue la de pedirle que, por favor y sin hacer mucho ruido, abandonara el piso. Aquello inició una discusión a través de WhatsApp. Elena propuso mantenerse aislada en su habitación mientras alguien acercaba a su puerta tápers de comida de vez en cuando. Además, para mayor seguridad, usaría solo uno de los dos baños de los que disponía la vivienda. Ese plan no contentó a las compañeras, que no quisieron asumir la enorme responsabilidad de transportar diez metros un plato de macarrones. Elena, muy insistente en el acto de alimentarse todos los días, propuso la alternativa de salir de la habitación con todas las precauciones y servirse a altas horas de la noche cuando nadie merodeara por la zona. Tampoco convenció. Las compañeras querían que Elena fuera a pasar la cuarentena a casa de sus padres, personas de riesgo por dolencias cardiacas según la protagonista.

La discusión fue un despliegue dialéctico en el que se usaron todo tipo de argumentos y argucias lógicas para intentar convencerse unas a otras. Se recurrió a filosofía pandémica de mercadillo (“para situaciones extremas, soluciones extremas, tía”), se hicieron profundas loas a la democracia (“somos tres contra una, esto va un poco por votación”), se lanzaron piropos conciliadores (“te las das de caritativa y de buenecita de la vida”) y se reconoció el evidente afecto mutuo (“ya vemos lo que te importamos”). También se hizo una pregunta tan obvia que la contestaría correctamente hasta Fernando Simón: “¿Pero entonces prefieres que nos contagiemos nosotras a tus padres?” (bueno, Simón habría contestado que hicieran lo que quisieran). 

Me llamó la atención que una de las compañeras de piso de Elena argumentara que “en Ciudad Real tenemos una vida, tenemos universidad, tenemos gimnasio, tenemos que hacer un montón de cosas allí”. Me sorprende que alguien que va al gimnasio, uno de los lugares de mayor riesgo de contagio, tenga miedo al virus. Es como ir a una charla de Monedero mientras tienes miedo a la pedantería, como leer mis artículos teniendo pánico a bostezar. Y no es que yo pretenda cebarme con las compañeras de Elena (uno de los padres es abogado y probablemente los otros dos sean un cazarrecompensas y un inspector de Hacienda), pero es evidente que la coherencia no reinaba en aquellas cabezas.

El caso es que, no habiendo alcanzado un acuerdo y tras haber abandonado el chat, Elena Cañizares decidió publicar la discusión en un hilo de Twitter, audios incluidos y sin esconder el nombre de pila ni las fotos de sus compañeras de piso. Y se viralizó. Todo el mundo compartió aquella discusión y todo el mundo se vio en la obligación de opinar. 

Este follón era un caramelo para los que se pasan el día en las redes intentando demostrar que son buenas personas. Inmediatamente surgió una competición por insultar, por vejar a las nuevas odiadas del país, esas que querían expulsar a Elena de su piso de estudiantes. Aquello daba puntos en la competición por constatar lo maravilloso que es uno mismo. A más insultos y más odio, mejor. Y no se podía esperar a reflexionar, estas cosas son de consumo rápido: si no insultas pronto, esos puntos de bondad ya no los recuperas después. Se injuriaba, se deseaban barbaridades y había hasta comparaciones con Hitler, recordado también por mal compañero de piso. La sed de aprobación estaba siendo calmada. Es sorprendente, pero los buenistas de redes sociales son capaces de quedar como buena gente deseándole la muerte a las personas “acertadas”.

Llama la atención que algunos de los que han sido tan comprensivos con la gestión de la pandemia de un Gobierno que nos mintió en repetidas ocasiones se indignen porque unas jóvenes no sean capaces de administrar su miedo y de afrontar los problemas con madurez y coherencia. Para quien (con todo el poder, todos los asesores y todo el dinero del mundo) pone en peligro a millones de personas tenemos los “no se podía saber” que hagan falta. Para tres universitarias confusas y asustadas, palo y estaca.

¿Por qué lo publicó?

Es evidente que las compañeras de Elena no fueron un derroche de empatía cuando se enteraron del problema vírico-doméstico. El miedo a veces produce comportamientos no especialmente honorables. Miedo lógico y, también hay que decirlo, infundido por las administraciones, que, por desgracia, no han encontrado otra manera mejor de mantener a la población alerta y responsable. Y, en este caso, seguramente faltó alguien que mediara y que recondujera todo, que cambiara la energía de la discusión y que propusiera soluciones concretas para afrontar la situación, confiando en que nadie más iba a contagiarse. Esa persona no apareció, así que Elena decidió pulsar la opinión de Twitter. En una temprana entrevista en Radio Marca, la joven reconoció que había hecho pública la discusión porque esperaba que los tuiteros decidieran si tenían razón sus compañeras o ella. Más adelante, dijo que lo había publicado para denunciar situaciones como la suya. Bueno. 

Desde luego, Elena no podía adivinar que aquel conflicto se iba a convertir en uno de los temas del día, aunque también es verdad que durante un buen rato hizo lo posible para que así fuera. En algún momento, incluso disfrutó con la situación, llegando a decir “está siendo el mejor día de mi vida”. Se pasó el domingo retuiteando tuits con bromas sobre su situación. También retuiteó lindezas como “hay que ser cerdas”, “tóseles en la cara” o «yo iba y les escupía en sus cosas y que cojan ellas también el virus por subnormales”, además de otros insultos graves. Es decir, la protagonista alimentó a la turba difundiendo sus mensajes.

Llegados aquí, la verdad es que cuesta creer que la publicación de la discusión fuera un acto inocente. Además, no entiendo muy bien qué adelantaba esta chica compartiendo en internet pantallazos y audios del chat. Si quería opiniones, bastaba con contar su situación sin aplastar la intimidad de nadie. Y tampoco necesitaba que nadie le diera la razón. Tenía la ley y la orden de un rastreador a su favor, pues un positivo no puede estar dando vueltas por ahí. Ella era consciente de que nadie podía echarla del piso y de que nadie iba a forzarla a irse (y menos unas personas que, aunque podían estar fuertes de ir al gimnasio, no querían ni tocarla). ¿Echar del piso a una inquilina en el país en el que no hay quien desaloje a los okupas? Seamos serios. 

En un momento dado, cuando la discusión ya la conocía media España, la compañera que tiene un padre abogado advirtió a Elena de que si no borraba la conversación de Twitter, la denunciarían. Además, aunque inicialmente iba a suavizar la advertencia, decidió ser sincera (“no es una amenaz… Es una amenaza en realidad”) y aprovechó para recordar que “la ley de protección de datos está ahí, tía” (es curioso que Elena también publicara este audio). Así que la joven estudiante de enfermería acabó borrando el hilo, tal vez por la amenaza o tal vez porque realmente vio que el panorama se estaba poniendo feo. Y, aunque el hilo fue eliminado, ha quedado rastro de la conversación por toda la red, incluida esta columna que está usted leyendo sin ningún rubor y sin que le importen las consecuencias.

El caso es que las compañeras, personas totalmente anónimas, fueron expuestas públicamente al desvelarse aquella conversación que debería haberse mantenido en privado. Y la respuesta del gentío estupefacto fue completamente desproporcionada e injusta. Incluso algunos pasaron de los insultos al acoso tras buscar la identidad exacta de las compañeras de piso vilipendiadas para así poder increparlas directamente.

Cuando la cosa se había ido de madre y después de haber difundido una buena cantidad de tuits ofensivos, Elena pidió que, por favor, se dejara de insultar y de acosar a sus compañeras y a otras personas con el mismo nombre que no tenían nada que ver con el tema. En la mañana del lunes, en alguna de sus entrevistas, Elena reconoció su arrepentimiento por haber publicado la discusión.

Peloteo mediático

Al tiempo que la jauría hacía su trabajo de trituración, apareció una oleada de generosidad impostada que pronto resultó nauseabunda. Muchos famosos y medio famosos dejaron claro en redes su apoyo a Elena (algunos de esos mensajes ya han sido borrados). Incluso hubo marcas que aprovecharon para arrimar el ascua a su sardina y revistieron su marketing de generosidad con todo tipo de regalos de sus productos y otros ofrecimientos a la chica. Cuando la situación empezaba a dar asco, Elena decidió que donaría cualquier obsequio a alguien que lo necesitara más (haciendo honor al piropo de una de sus compañeras de “dárselas de caritativa”). Sin duda, fue un acierto de la joven.

Los medios de comunicación se pegaron el lunes por entrevistar a Elena. He perdido la cuenta de las entrevistas que pudo conceder. Algunos programas incluso reprodujeron los audios de las compañeras. La oleada de generosidad sin sentido se extendió a esos medios. En mi pequeña investigación (el Pulitzer hay que trabajárselo), he encontrado hasta insultos de algunos periodistas que querían dejar muy claro lo furiosos que estaban con las compañeras de diecinueve años de Elena, extendiendo el concurso de buenismo más allá de las redes.

No pudiendo ver todas las entrevistas y reportajes sobre el asunto, fui a lo seguro: la televisión pública. En una de las tertulias de la mañana, se entrevistó a Elena Cañizares. Encontré aquí los elementos que iba buscando: generosidad baratera y sobreactuados gestos de indignación de algunos tertulianos. Uno de ellos, un señor con falda cuyo nombre no quiero conocer, en su primera intervención intentó explicar el problema: “Esto lo que pone en evidencia es algo muy de estos tiempos, es esa especie de neoliberalismo emocional de que solo importo yo”. En fin, esta gente no descansa nunca. Soy consciente de que el Estado no gasta nuestro dinero en televisión si no es para adoctrinar y para colar el mensaje estatista, es decir, antiliberal. Pero me gustaría saber qué pensador liberal ha comentado en alguna ocasión que por tener un virus se puede expulsar a un inquilino de una vivienda que está pagando. O que no se debe acercar comida a la puerta de un infectado en cuarentena. El liberalismo no va de pisar la cabeza al prójimo. De hecho, va de lo contrario, va de no dejársela pisar, que es precisamente lo que intentaba Elena (a su manera).

Diferentes sandeces se sucedieron en el programa hasta que la entrevista terminó con el colofón previsto: la presentadora le dijo a Elena “si necesitas lo que sea, aquí estamos”. ¿Habrá acabado esta señora llevándole los tápers a Elena hasta su habitación? Lo dudo.

Miren, no tengo nada en contra de la generosidad (encima es algo voluntario), pero sí estoy bastante en contra de que se aprovechen de la popularidad de un conflicto particular para hacer publicidad encubierta o para anotarse un tanto a cambio de ofrecimientos gratuitos. Viendo lo que ocurría en medios y en redes, me acordé del “si tuviera una pala, iría a Galicia a recoger chapapote” que Carmen Martínez-Bordiú nos dejó para la eternidad. Seguramente, ella nunca encontró la pala. Y de todos los que perpetraron enormes gestos de generosidad hacia Elena, a esta hora, solo unos pocos se acordarán de ella. Este producto ya ha sido consumido, vayamos a por el siguiente.

De mi repaso a la prensa escrita quería destacar un artículo que publicó Antonio Maestre en la web de La Sexta. El artículo comenzó con un “todos podemos ser turba. Incluso creyendo que actuamos de manera correcta” (yo creo que la gente distingue entre el bien y el mal, pero bueno). Y terminó pidiendo perdón por haber escuchado la conversación privada: “No conozco a Rocío Piso [una de las compañeras], pero he acabado sintiendo empatía por una chica que la cagó y que acabó siendo un objeto de odio para la turba. Una turba de la que también formé parte porque escuché su voz sin tener derecho a ello. Lo siento, Rocío”. Lo de entonar el mea culpa y pedir perdón por tonterías también se da mucho en la izquierda. Total, quedas bien y es tan gratuito como lo de la solidaridad de boquilla. Al menos, piruetas sensibleras aparte, Maestre y un servidor estamos de acuerdo en lo mollar.

Habrá que cambiar

Voy a terminar con una reflexión de abuelo Cebolleta. Este conflicto se ha convertido, en definitiva, en un homenaje al vivir solo y a la necesidad de subir la edad mínima para votar hasta los 40 años que cumpliré en agosto. Porque la turba loca tiene una media de edad más bien baja y hay que decirlo. Buena parte de la juventud se muestra salvaje en las redes mientras en la calle se manifiestan por la paz en el mundo. Porque, de media, un joven de hoy en día ha insultado cien veces más de lo que nosotros insultábamos en los ochenta y los noventa, cuando nos pasábamos el día viendo ‘Marco’ y ‘La Aldea del Arce’. Basta con recordar que ‘Los Simpson’ fueron presentados en España como una serie para adultos. Es probable que yo no llamara a nadie “cabrón” hasta los quince y “merluzo” hasta los veinte. 

No digo que fuéramos mejores, tiendo a pensar que cada juventud es mejor que las juventudes anteriores (a pesar de los empeños del Estado en freír el cerebro a los chavales con buenismo y otros embrujos). Pero los que tenemos cierta edad no fuimos impactados ni por una mínima parte de las barbaridades que alberga y produce internet, que hace que todo resulte una banalidad y un juego que insensibiliza. Pero que no se entienda esto como una llamada a un control férreo de la red, sino como un signo de los tiempos que habrá que corregir desde la educación. Internet no tiene que parecer un convento, pero tal vez hay que hacer algo para que el personal madure y estas persecuciones dejen de producirse, para que se terminen esos impulsos de ajusticiar, para que entendamos la red de otra manera. Si no, habrá que poner a trabajar a los abogados para dar ejemplo. Porque la próxima tormenta de acoso y amenazas contra personas anónimas volverá a producirse pronto. Y al final, por una tontería, cualquier día tendremos un disgusto.

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