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Evasión y olvido, por Juan Andrés Rubert

Evasión y olvido, por Juan Andrés Rubert

Charles Joughin era un reputado chef que tuvo el privilegio de ser elegido jefe de cocina del transatlántico más célebre de la historia: el Titanic. Una oportunidad de oro. Cuando el buque, en pleno viaje inaugural, inició su descenso al fondo del océano, decidió encerrarse en su camarote. No quiso afrontar la realidad y encomendó su destino a una buena botella de whisky escocés.

Su historia siempre me ha hecho reflexionar acerca de la anestesia general que sufrimos a nivel personal o como sociedad en determinados asuntos. Un ejemplo: el daño causado por la banda terrorista ETA. Aquí, en España, asistimos, hoy en día, a una revisión parcial de su triste huella. La aparición reciente de novelas, documentales y series de distinta índole han ayudado a su difusión. Algunas con buen acierto. Pero también nos hallamos ante una aceptación de su brazo político, su evolución más cercana, reciclada desde hace unos años en Bildu. Hablamos de blanquear, aunque lo moderno y eufemístico sea decir normalizar. 

Cuesta creer que un partido domeñado por Arnaldo Otegi actúe con la connivencia del Gobierno socialista de la nación. Que sea un interlocutor válido y asimilado a una velocidad pasmosa. Al precio que haga falta con tal de aguantarse bajo palio en Moncloa. Ni siquiera la advertencia de las viejas glorias del PSOE ha servido. Aún da uno menos crédito cuando ha habido miembros de ese partido -fundado por el verdadero Pablo Iglesias- a los que silenciaron con un tiro traidor en la nuca. Los calendarios marcaban, hace poco, los veinte años del asesinato de Ernest Lluch.

Y de esa supuesta normalidad, viene la asimilación. De la evasión, el olvido. Hasta el punto en que es preocupante la amnesia general en torno a un terrorismo que hace dos días sacudió los cimientos más sagrados de nuestra libertad. Incluso la indiferencia o el desconocimiento. Por no hablar de mi generación -los nacidos a principios de los 90-, que sí vivió ciertos atentados y ahora lo ve como una pequeña isla en la más brumosa lontananza. Mención aparte para los más jóvenes de cada casa, los que no lo han sufrido. Pretexto perfecto para que se les venda una historia distinta, fascículo a fascículo, de la barbarie etarra. Porque es muy grave que un nombre como el de Miguel Ángel Blanco genere, en una parte importante de los ciudadanos, desconocimiento, por no decir impasibilidad.

Vivimos en un mundo en el que todo van tan rápido, que todo se olvida aún de forma más veloz. La memoria es como un viejo carrete de fotos al que apenas le prestamos atención. Un caldo de cultivo perfecto para para dar crédito, de forma ruin, a un partido que no es capaz de condenar, sin ambages ni trucos, los crímenes de ETA.

Por cierto, el bueno de Joughin logró levantarse y salió de su habitación para salvar su vida y ayudar a los demás mientras el Titanic era engullido por las aguas del Atlántico. Ojalá seamos conscientes como sociedad, salgamos también de ese atolladero de distorsión llamado olvido y llamemos a las cosas por su nombre. Por respeto a las víctimas.

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