Al finalizar las reuniones de la Ejecutiva de Ciudadanos, tras los corrillos, solía despedirme de mis compañeros catalanes que se volvían al Parlament con un: “¡Suerte en Mordor!”. No les envidiaba. Aquello me parecía un día de la marmota agotador en el que se sucedían procés, populismo, procés, una polarización brutal, procés, malas formas, procés, debates fuera de la dramática realidad catalana, procés… y una degradación estética, chancletera, brutal.
Yo pensaba de forma ingenua —y una vez más equivocada— que en unos años lograríamos ‘españolizar’ aquello. Que pronto mejorarían las formas y dejaría de hacerse esa trampa nacionalista del ‘España ens roba’ para disimular la corrupción y la inutilidad de los gobernantes catalanes, únicos responsables de la decadencia de una comunidad y una ciudad que fue vanguardia económica, política y cultural de nuestro país y que ha degenerado y se ha empobrecido a un ritmo brutal, devastada como por un tsunami. El tsunami nacional populista.
Lejos de cumplirse mi sueño, esa forma de hacer política se ha exportado al resto de España. Iglesias entra al Congreso como si llegara directo del after, los nacionalistas lucen cada día una camiseta reivindicativa, Rufián esgrime unas esposas, la CUP sube al atril en chándal y Bildu, peinado por un hachazo, anuncia orgulloso que dicta los Presupuestos.
Barcelona llegó a ser el espejo en el que se miraba todo el sector cultural. Pero pronto dejamos de trabajar allí porque hacerlo en español era imposible y porque el arte se gestionó por una élite de varios apellidos catalanes y credo nacionalista. Madrid, mientras tanto, ponía sus teatros en manos de los mejores directores vascos, catalanes, valencianos… a veces incluso a algún madrileño.
Y poco a poco fue apoderándose de un liderazgo que había pertenecido a la ciudad que Colau y el nacionalismo han destrozado. Los artistas catalanes venían más a Madrid buscando un trabajo que escaseaba en su tierra. Y Madrid nunca preguntó nada. Ni por los apellidos ni por la ideología. No se fijó en su acento. No exigió reciprocidad. Madrid se quedaba con lo bueno.
Premiaba a los mejores. Creaba una industria con errores y aciertos. Errores subvencionados que no construyeron nada sólido y una estructura que competía alrededor del teatro, de los musicales, de la televisión, que ha hecho que miles de familias vivan de ello y ha servido de polo de atracción para que el resto de España recupere aquello de ir a la capital a ver espectáculo.
Madrid se convirtió —a pesar de la corrupción de la derecha— en lo más parecido al sueño liberal que había en España.
Mientras tanto, debido al puñetero procés, las empresas abandonan Cataluña. Y la riqueza de una comunidad que fue motor de España, tras malgastar miles de millones de euros en una normalización lingüística expulsa a muchos e impide que lleguen los mejores, que está exhausta después de costear una televisión golpista que es la más cara de España y reventada por unas élites que exigían el 3% de todo lo que se movía, se desploma.
Ahora, entre mirar al centro político y geográfico o asomarse al abismo, una vez más, el socialismo —maestro en igualar por abajo— han decidido imitar el peor modelo posible: el catalán. Ximo Puig apela al ‘seny’ de ERC. Como si lo tuviera. Sánchez e Iglesias entonan un ‘Madrid ens roba’. Y en vez de fijarse en la ciudad que más crece, en la más cosmopolita, deciden lastrarla mientras miran a una sociedad dividida y empobrecida.
Una urbe donde los violentos campan a sus anchas, en la que no hay semana en que un terrorista no dé una charla en TV3, un lugar en el que un grupo de imbéciles corta una de las mayores arterias de la ciudad desde hace meses sin que nadie haga nada por evitarlo porque la ley ya no cuenta, donde a Otegi se le pide un selfie y cuyo nivel educativo y cultural está en franca decadencia.
El socialismo es un oráculo inverso. Miren adónde apunta, y tiren para el otro lado.