El “viejo topo” del separatismo en España, y su coartada del miedo al comunismo
Cuando a un extranjero se le trata de explicar qué sucede en España con respecto a, por ejemplo, la legislación en torno a la lengua, o a propósito de la educación, etc, suelen reaccionar con incredulidad al ser muy difícil, casi imposible, encontrar parangón de casos semejantes en su país. No hay en Francia ninguna autoridad de un departamento francés que trate a la lengua francesa como “impuesta”, y obstaculice su aprendizaje a través de una legislación “normalizadora” que la aparte de los planes de estudio; ni siquiera en un land alemán, por hablar de un país de origen federal, se le exige a nadie procedente del extranjero, y que llegue a Alemania como emigrante, el aprendizaje de un idioma regional para trabajar allí (a ninguna autoridad, por ejemplo, en Múnich, se le ocurriría dar prioridad al aprendizaje del bávaro en contra del alemán). También es muy difícil establecer analogías entre España y otros países relativas al hecho del extraordinario protagonismo que los partidos separatistas tienen en la política nacional, y lo sobredimensionada que está su representación en las distintas asambleas, magistraturas e instituciones de las que forman parte. Es más, es algo muy difícil de hallar en otras sociedades políticas, por lo menos con esta beligerancia, que facciones abiertamente separatistas, programáticamente sediciosas (incluso con miembros presos y huidos por su acción sediciosa), tengan tan buena acogida institucional en virtud del “pluralismo” democrático (que es como si un médico dejase prosperar un cáncer en virtud de la biodiversidad). Si a ello le añadimos, para apuntalar definitivamente la singularidad española en este sentido, que aquellas opciones políticas autoproclamadas de izquierdas no dejan de actuar como tontos útiles del separatismo, mandando al averno de la “extrema derecha” a cualquier posición que se mantenga en contra de ese nacionalismo faccioso, pues entonces no hay país extranjero semejante a España en el que el separatismo ejerza una labor de zapa, de viejo topo, con esta comodidad y complacencia social.
Pues bien, ¿por qué?, ¿por qué un país parece estar dispuesto a suicidarse de esta manera?, ¿cómo hemos llegado a esta situación en la que el hecho de estar financiando y pagando nuestra propia ruina, con el separatismo metido hasta la cocina, nos parece -así lo venden sus propagandistas- que forma parte de la “normalidad democrática”?
Pues bien, la filtración en el cuerpo político español del separatismo, esta es nuestra hipótesis, se produce, como penetración decisiva, en el contexto geopolítico comprendido por el desarrollo de la revolución bolchevique y la URSS, desde 1917 a 1989, en donde el cultivo de la idea de nación fragmentaria, y con ella el separatismo, va a ser promovida precisamente desde ámbitos anti-comunistas con el fin, clarísimo (divide et impera), de neutralizar los posibles efectos revolucionarios que el propio comunismo pudiera tener en España.
Es decir, en España la idea de nación fragmentaria ha cristalizado no desde, ni tampoco al margen, sino en buena medida contra el comunismo, siendo esto lo que explique su extraordinaria pujanza y promoción institucional actual, inexplicable de otro modo. Y es que, en determinados ámbitos, se ha preferido promover una España rota antes que “roja”, invirtiendo el famoso lema de Calvo Sotelo.
Por supuesto, es verdad, que la idea de nación fragmentaria y su presencia en España estaba presente con anterioridad a este proceso (particularmente el catalanismo, con fuerza a partir del 98), pero el alcance que va a tomar, sobre todo desde 1917, como elemento de oposición frente al comunismo soviético, no tendrá precedentes, pasando las facciones representativas del nacionalismo fragmentario desde una posición de marginalidad decimonónica hasta, ya en el siglo XXI, su infiltración profunda institucional, llegando a convertirse en árbitro de la política nacional, desde la transición hasta ahora, con la amenaza y el riesgo cierto de descomposición nacional.
También es verdad, en cualquier caso, que los propios partidos de la órbita comunista en España, para empezar el mismo PCE, si bien partían de la idea de una nación canónica como plataforma en la que se desarrollaría la transformación revolucionaria (según el canon bolchevique, de estado burgués a socialista, sin que sea contemplada en ningún momento su descomposición), han terminado por cultivar ellos mismos, particularmente en el contexto del antifranquismo, esa misma idea de nacionalidad fragmentaria, en principio ajena a la idea marxista de revolución (y lo han hecho siguiendo el modelo de la Europa del Este, del Imperio Austro-Húngaro o de la Rusia de los Zares, para aplicarlo a España).
Y es que el origen de tal idea fragmentaria, así como sus artífices y promotores en la España del XIX, nada tienen que ver en principio, insistimos, con el comunismo (más bien al contrario, ahí está el antiobrerismo de Arana, etc), y sí mucho, sobre todo al cristalizar la revolución bolchevique, y por miedo a ella (“el temor rojo”), con el anti-comunismo.
Es más, se podría fijar que el punto de arranque, en el contexto de la llamada “crisis de 1917”, tiene lugar cuando, desde las más altas instancias españolas, por iniciativa real, del mismo Alfonso XIII, se respalde al nacionalismo de la LLiga regionalista, con Cambó a la cabeza, para evitar un estallido social en la que, en ese momento (y lo será hasta la guerra civil), era la ciudad española más pujante en todos los sentidos (demográfico, industrial, asociacionista, ideológico, etc): Barcelona. Así le dirá el rey a Cambó, tal como este recoge en sus memorias (F. Cambó, Memorias, Alianza, 1987, pp. 288-289), lo siguiente: “Temo un estallido revolucionario en Cataluña; que los obreros se unan a los soldados (…) no veo otra manera de salvar tan difícil situación que satisfacer de un golpe las aspiraciones de Cataluña, para que los catalanes dejen de sentirse en este momento revolucionarios y mantenga su adhesión a la Monarquía. Hay que dar la autonomía a Cataluña (…) provocar un movimiento que distraiga a las masas de cualquier propósito revolucionario”.
Esta referencia, clave, aparece en el inicio del libro de Joan E. Garcés, Soberanos e intervenidos (Introducción, p. xvii, ed siglo XXI), en el que, inmediatamente, se recoge la reacción británica, de respaldo al catalanismo ante esta situación, manifestando su embajador en España lo siguiente, dirigiéndose a Cambó: “esta es la hora de Cataluña. Ahora es el momento que los ingleses borremos la mancha que en nuestra historia pusieron los ministros de la reina Ana al traicionar a Cataluña [en 1714]. Diga a sus amigos catalanes que Inglaterra no consentirá ahora que se le atropelle si reclaman su autonomía” (ibidem).
Este es el cóctel explosivo inoculado en España, y que llevamos arrastrando un siglo, en el que facciones divergentes (fragmentarias) en el interior de España son respaldadas por las élites gobernantes para neutralizar una (posible) revolución social; facciones divergentes que encuentran (o pueden encontrar) su apoyo en una potencia hegemónica extranjera que, en cualquier momento, a su vez, puede jugar la baza del divide et impera para seguir manteniendo esa hegemonía sobre España, con todo lo que ello implica de influencia, por la ascendencia que esta tiene allí, sobre el continente hispanoamericano.
Dicho de otro modo, quizás más claro, a partir de 1917 el viejo topo separatista fue inoculado en el cuerpo social español para, con su acción disolvente sobre la nación canónica española, evitar que esta fuera utilizada como plataforma revolucionaria, con el riesgo añadido de que el canon español pudiera servir como ejemplo en Hispanoamérica.
Este esquema, de promoción del separatismo para frenar al comunismo, se repetirá en la Transición, ya con EEUU, en lugar de Gran Bretaña, como potencia hegemónica, y en el contexto de la Guerra fría, de rivalidad con la URSS (el franquismo, de hecho, se explica como una prolongación de ese roll back contra el comunismo). En este caso, el recién fallecido Antonio Grimaldos dirá con toda nitidez, en su libro La Cia en España (ed. Debate), cómo se reproduce el mismo esquema en la Transición: “Los servicios secretos norteamericanos y la socialdemocracia alemana se turnan celosamente en la dirección de la Transición española, con dos objetivos: impedir una revolución tras la muerte de Franco y aniquilar a la izquierda comunista. Este fino trabajo de construir un partido «de izquierdas», para impedir precisamente que la izquierda se haga con el poder en España, es obra de la CIA, en colaboración con la Internacional Socialista. El primer diseño de esta larga operación se remonta hasta la década de los sesenta, cuando el régimen empezaba ya a ceder, inevitablemente, bajo la presión de las luchas obreras y las reivindicaciones populares. El crecimiento espectacular del PCE y la desaparición de los sindicatos y partidos anteriores a la Guerra Civil, especialmente la UGT y el PSOE, hacen temer una supremacía comunista en la salida del franquismo. Los cerebros de la Transición comienzan a marcarse objetivos muy concretos”.
Así que, esta situación anómala, singular en España, de un separatismo campando a sus anchas y una izquierda cómplice, que decíamos le sirve de tonto útil, no es algo gratuito, sino deliberadamente buscado, y buscado, además, desde ámbitos procedentes, insistimos, no del comunismo, tampoco al margen suyo, sino desde ámbitos anticomunistas (es interesante, en este sentido, ver la evolución de un político como Fraga Iribarne, creador de un partido que declaraba explícitamente su antimarxismo en la campaña electoral del 77, y que terminó formando en Galicia una especie de pujolato para neutralizar al nacionalismo gallego, haciéndose más nacionalista que Beiras, y teniendo en Feijóo a su delfín volkisch actual). Sin comunismo, sí, pero también sin el Sáhara (EEUU acaba de reconocer la soberanía marroquí allí), sin Canarias (EEUU amenazó al gobierno de Suárez en su momento con promover el separatismo canario si España no entraba en la OTAN), sin Ceuta, sin Melilla, … sin Cataluña, sin País Vasco, sin Galicia.
En definitiva, ha sido la coartada del anticomunismo lo que ha dado paso en España al separatismo, con una izquierda socialdemócrata perfectamente servil y genuflexa a esos intereses hegemónicos (metiendo a España en la OTAN, primero, y después en la UE), y con un PCE totalmente desactivado, y que, ya sin el respaldo soviético (una vez caído el muro y derrotada la URSS), ha muerto definitivamente descompuesto en el seno de ese detritus que es el podemismo (verdadera enfermedad infantil en el comunismo).
Fue el “temor rojo”, en fin, que no el “terror rojo”, lo que nos trajo al separatismo, que ahora (bien) vive ahí, aferrado al sistema autonómico de las “nacionalidades y regiones”. Ciertamente ya no hay comunismo, está Podemos en su lugar, pero el coste ha sido tragarnos el separatismo. A ver quién lo saca de ahí ahora.