Placebo, por Toni Cantó
Sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto favorable en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción. La fe del enfermo en el medicamento y en el médico da lugar al efecto placebo.
Hace años, cuando atravesábamos una de las peores crisis, no hubiéramos creído ni jartos de vino que Pablo Iglesias acabaría en un casoplón de lujo junto a su pareja -a la que habría hecho ministra- y que entre su abultado servicio contarían con una escolta a la que compraron para que no denunciara cómo la enviaban a hacer la compra o a encender el coche oficial un rato antes para que estuviera calentito. No admitiríamos la posibilidad de que hubieran enchufado a una amiga en un alto cargo de la administración para que cuidara de sus hijos en una dependencia del ministerio reformada a tal efecto. Rechazaríamos con aspavientos la posibilidad de que esta modélica pareja se inventara una demanda por acoso sexual, destrozando la vida de uno de sus trabajadores.
Tacharíamos de injusto y desproporcionado al que dijera que ni una sola de sus promesas iba a cumplirse, que todo lo que decían acerca de acabar con los desahucios, bajar el recibo de la luz o ser inflexibles con la corrupción, viniera de donde viniera, eran puras milongas.
Tampoco pudimos imaginar que la señora Mónica Oltra, la implacable lideresa del nacionalismo valenciano, la inventora de la camiseta-protesta, terminaría desaparecida, –¿dónde está Wally Oltra?– y señalada por su nefasta gestión al abandonar a los ancianos y dependientes en el peor momento. Pero todo eso, y mucho más, es lo que ha pasado. Y visto en retrospectiva, no es de extrañar. Iglesias y Oltra tienen mucho en común.
Ambos vienen de la izquierda comunista española, son alumnos aventajados del populismo de América latina y adoradores del nacionalismo. Los dos recorrieron los platós televisivos ante una audiencia y unos entrevistadores embelesados que salivaban ante cada una de sus ocurrencias.
Poco después, esa sociedad española, enferma de gravedad, bajo los peores niveles de desigualdad y paro de toda Europa, harta de ladrones, decidió libremente ingerir el placebo. Con la fe de un converso optó de nuevo por votar en contra. Una costumbre muy nuestra. Castigó la indecente corrupción de la derecha…y quiso creer en el podemín, el compromiserín y en los médicos que iban a administrárselo: Iglesias y Oltra.
El populismo tardó muy poco en demostrar que no era más que un placebo, una homeopatía. O peor que eso, porque el problema de ese tipo de tratamientos es que no siempre son inocuos. Pueden agravar las cosas. Mucho. Si el enfermo no se medica de verdad, empeora. Si su situación es muy grave o, además, el placebo tiene efectos secundarios, muere.
Y como no podría ser de otra forma, los populistas y Sánchez, su alumno aventajado, han conducido a nuestro pobre país en poco tiempo a la cola del mundo. Líderes en mortalidad, en destrucción de la economía, en paro… Ahora, vista su inutilidad, los charlatanes de feria, los vendedores de crecepelo, tratan de distraernos para que no veamos su engaño.
Hablan de nacionalizar farmacéuticas – ¡ahora que estas nos salvan la vida!-, de fundar naciones, de proteger derechos que no existen, de crear un Amazon público -ya tenemos uno, se llama correos-, de condenar a quienes acabaron con el “magnífico y ejemplar” Al Andalus, de castigar la mutilación genital femenina -ya está castigada-, de prohibir el sexo sin consentimiento -también lo está-… Y atendiendo al principio de renovación de Goebbels, nos ametrallan con escándalos e informaciones a diario para que una ciudadanía saturada no se dé cuenta de lo obvio: son unos inútiles peligrosos que no hicieron más que mentirnos.
El efecto placebo existe. Es real. Es nuestra mente que fabrica las sustancias o crea el estado que nos mejora. Es el éxtasis de la victoria, la subida de la bolsa. Ahora, una vez reconocido el timo, viene la tarea más difícil: expulsar la nociva sustancia del organismo.