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8M, y el día de la marmota

8M, y el día de la marmota

En el libro V de la República, Platón platea, a propósito de la educación de los “guardianes”, una cuestión fundamental que, en general, entre los comentaristas modernos ha pasado bastante desapercibida (no así entre los antiguos, desde el propio Aristóteles hasta Averroes), y es la de si en la formación musical y gimnástica, los dos géneros de disciplinas en las que se tienen que formar los “guardianes” y los futuros “gobernantes” (y que contienen, a su vez, todas las demás, geometría, armonía, astronomía, lógica, etc), deben participar también las mujeres.
Así, dirá Platón: “¿Creemos que las hembras de los perros guardianes deben vigilar igual que los machos y cazar junto con ellos y hacer todo lo demás en común o han de quedarse en casa, incapacitadas por los partos y las crianzas de los cachorros, mientras los otros trabajan y tienen todo el cuidado de los rebaños?Harán todo en común –dijo-[…]

— ¿Y es posible —dije yo— emplear a un animal en las mismas tareas si no le das también la misma crianza y educación?

— No es posible.

— Por tanto, si empleamos a las mujeres en las mismas tareas que a los hombres, menester será darles las mismas enseñanzas” (República, libro V, 451d-e, pp. 263-264, Alianza editorial).

La respuesta de Platón, como vemos, es terminante: sí, harán todo en común y no permanecerán confinadas en el ámbito del hogar, digamos, con la “pata quebrada”. No hay ninguna razón que justifique la exclusión de la mujer del desempeño de cualquier cargo o profesión, en igualdad de condiciones con respecto al hombre, razonará Platón enseguida. Sus naturalezas diferentes (el dimorfismo sexual, diríamos en términos modernos) no justifica para nada un comportamiento social, político o profesional, diferente y, por lo tanto, la educación ha de ser la misma para mujeres y para varones. Solo si hubiera alguna diferencia patente en su distinta naturaleza que obligase a reconocer una división sexual del trabajo hablaríamos, entonces, de una distribución de tareas distinta por sexo. Pero esto, por lo menos tocante a los cargos políticos, de dirección (gobernantes) y defensa (guardianes) del Estado, no ocurre:

— Por consiguiente –dije-, del mismo modo, si los sexos de los hombres y de las mujeres se nos muestran sobresalientes en relación a su aptitud para algún arte u otra ocupación, reconoceremos que es necesario asignar a cada cual las suyas. Pero si aparece que solamente difieren en que las mujeres paren y los hombres engendran, en modo alguno admitiremos como cosa demostrada que la mujer difiera del hombre con relación a aquello de que hablábamos; antes bien, seguiremos pensando que es necesario que nuestros guardianes y sus mujeres se dediquen a las mismas ocupaciones” (República, libro V, 454e, pp. 268-269, Alianza editorial).
No creemos, si se nos permite, que las discusiones sobre este asunto hayan dado un paso más allá, en cuanto a su definición esencial, de lo afirmado por este feminismo platónico, y que Platón obtiene probablemente por influencia lacedemonia o espartana. Una discusión, la que aparece en el libro V de la República, y que, creemos, zanja la cuestión sin que se haya dicho nada nuevo, ni mejor, hasta ahora.

Y el caso, es que, con una discusión que parece zanjada y apuntalada en el siglo IV a. C por Platón, cuando uno relee la descripción que hace Marvin Harris en su libro La cultura norteamericana contemporánea, a propósito de los movimientos feministas de finales de los años 60, da la impresión de que vivimos, sobre este tema, en el día de la marmota, volviendo una y otra vez a los mismos tópicos, y desquiciándose constantemente.

Refiere Harris, a la hora de describir el fenómeno, cómo en agosto de 1969, mientras diez mil feministas desfilaban por la Quinta Avenida, Kate Millet (fallecida en 2017, por cierto), declaró lo siguiente. “Hoy se inicia un nuevo movimiento. Hoy se acaban milenios de opresión”. Simultáneamente, sigue Harris, en el Duffy Square, también en Nueva York, Mary Orovan, se persignaba, en homenaje a la sufragista decimonónica, Susan B. Anthony, entonando el siguiente canto: “En el nombre de la Madre, de la Hija, y de la Santa Nieta. AWomen” (en lugar del litúrgico “amén”, buscando el juego de palabras que, últimamente se ha vuelto a repetir, pero, creo recordar, desde el Congreso norteamericano). Además, las manifestantes enarbolaban pancartas que decían “Arrepentíos Machistas, vuestro mundo se está acabando” y, mucho más agresiva, “No preparéis la cena esta noche: Matad de hambre a una rata”. Y observa Marvin Harris, tras destacar el fenómeno, “de un día para otro, y a todo lo largo del país, los libros, los periódicos, las revistas, los cursos universitarios, los programas televisivos de entrevistas, hasta el propio presidente de los Estados Unidos, anunciaron el alba de un nuevo orden feminista”. Año 1969.

La explicación que da Harris, muy convincente, y en su línea del materialismo cultural, es la de que el imperativo marital procreador, que surge tras la Segunda Guerra mundial, que mantenía a la mujer en el hogar y al macho proveedor fuera de casa (siendo suficiente sus ingresos para mantener la unidad familiar), entra en crisis, siendo el movimiento feminista la manifestación “superestructural”, ideológica, de cambios estructurales, profundos, históricos, que tienen que ver con la tasa de natalidad, la transformación de una sociedad mayoritariamente rural en urbana, etc. De hecho, el imperativo marital procreador, con toda una legislación ordenada en ese sentido (que afectaba al varón como a la mujer, penalizando las prácticas sexuales, en compañía o en solitario, fuera del matrimonio, e incluso las que estaban en el seno matrimonial, pero no dirigidas a la procreación), había producido el baby boom de los 40 y 50, que había alterado completamente el índice histórico de la natalidad que era, desde el siglo XIX, de ritmo moderadamente descendente. Lo que observa Harris, básicamente, es que el movimiento feminista no es el que impulsa a la incorporación al mundo del trabajo asalariado, sino al revés, es la incorporación de la mujer casada al mundo del trabajo asalariado, a partir de los años 50, lo que impulsa el movimiento feminista queriendo liquidar el imperativo marital procreador. Dice Harris, “la liberación de la mujer no creó a la mujer trabajadora; fue más bien esta, y en particular el ama de casa que trabajaba, la que creó la liberación de la mujer”.

Pues bien, y sea como fuera, esto ha producido un problema estructural en las sociedades occidentales en general, y en España en particular, que es el derivado de un índice de crecimiento natural negativo, con los índices de fertilidad femeninos por debajo del 2%, el envejecimiento de la población, y la precariedad laboral y “flexibilidad” de los contratos, que vuelve incierta cualquier planificación familiar.

La “liberación de la mujer” lo que ha significado, en buena medida, en este sentido, es la sujeción a un modo de producción capitalista (de mercado pletórico) cuya recurrencia, por falta de producción de nuevas generaciones, se vuelve muy problemática, quedando, varón y mujer, expuestos a una dinámicas geopolíticas y macroeconómicas realmente disolventes para toda vida familiar, y a la postre para la supervivencia de los propios estados, incapaces de reproducirse generacionalmente.

No se trata, naturalmente, de reivindicar el imperativo marital reproductor para la mujer, y el imperativo marital proveedor para el varón (no menos imperativo uno y otro), sino que se trata de poner de manifiesto cómo determinadas dinámicas objetivas se imponen por encima de la voluntad de los individuos, y de las propias formas ideológicas de concebir esas dinámicas, de tal manera que mientras el movimiento feminista sale a la calle el 8M a reivindicar su “liberación”, España sigue completamente enferma demográficamente, y, por ello, más expuesta a un mayor sometimiento a esas dinámicas económicas capitalistas, y sin que este problema aparezca en la agenda de los partidos políticos.

En fin, no hay mayor crítica al capitalismo en España que el hecho, rotundo, incontestable, del crecimiento natural negativo, es decir, de la debilidad de la “nación biológica”.

Convendría que el feminismo que hoy sale a la calle recordara, en este sentido, aquello de Rosa Luxemburgo, que decía: «Pero el deber del partido de la clase obrera de protestar y luchar contra la opresión nacional no surge de un ‘derecho de las naciones’ especial, como tampoco su lucha por la igualdad social y política entre los sexos emana de ningún ‘derecho de la mujer’ innato, como sugiere el movimiento de las feministas burguesas, sino que surge exclusivamente de la oposición general a la estructura de clase y a toda forma de desigualdad y de dominación social; en una palabra surge de la propia posición básica del socialismo» (Rosa Luxemburgo, La cuestión nacional y la autonomía).

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