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La calle es de todos

La calle es de todos

Vivimos uno de los momentos políticos más polarizados de los últimos tiempos. Se nota en las instituciones, se siente en los discursos y se contagia en las calles. En Madrid, al ser capital y centro neurálgico, esa percepción es más aguda. Ese ambiente tenso ha derivado en numerosas ocasiones en crispación social.  

El mitin de precampaña madrileña de Vox el pasado miércoles en Vallecas fue un claro ejemplo de ello. La formación de Santiago Abascal, que quizá haya agotado su búsqueda en el espectro de la derecha, sale en busca del voto obrero, donde también tiene su porcentaje. Y, en su ejercicio legítimo de acudir a cualquier punto y rincón de España, como cualquier otro partido, eligió este barrio madrileño, feudo histórico del socialismo. Cierto, no está escogido al azar, pero ahí Vox obtuvo el 13,3% de los apoyos en las elecciones generales de 2019. Es momento de recordar que la calle es de todos. 

Pero se calentó su llegada. Que viene la ultraderecha a difundir el odio por nuestro barrio, propugnaban. Se activó de nuevo la alarma de la llegada del enemigo. Ya saben lo que ocurrió. Tanto presume la izquierda ––sobre todo, Podemos–– de Vallecas que, cuando tuvo el poder en la capital, ‘su’ barrio fue olvidado por completo, al igual que con el PP. No hizo nada por mejorar su situación, pero lo defiende como si le fuera la vida en ello. Curiosa defensa de los derechos sociales que tanto solemnizan con clarines y timbales. 

‘Fuera fascistas de nuestros barrios’. ¿Nuestros? ¿Acaso una zona pertenece a un grupo ideológico concreto? Lanzan las piedras, agreden física y verbalmente, coaccionan, pero los que provocaban eran los de Vox. Es curioso. Defienden la libertad y la democracia, pero son los primeros en caparla cuando la ejerce quien no es de su cuerda. Agitan con excitación pueril la bandera del antifascismo, cuando solo entrañan violencia e intolerancia. Se han despertado unos odios cainitas preocupantes. Otra vez el ‘Duelo a garrotazos’, que inmortalizó Goya en sus Pinturas negras. 

La Policía Nacional, una vez más, fue abandonada a su suerte por Fernando Grande-Marlaska, que desde que colgó la toga ha sido un cúmulo infinito de decepciones. El ministro del Interior mandó a cuatro policías mal contados contra una turba radical difícil de controlar. Hasta que un desalmado propinó una patada a un antidisturbios mientras caía al suelo. La foto habla por sí sola. No ardieron las redes porque, claro, Vox provocaba. Era mejor centrar el tiro por otros derroteros y un sector ideológico concreto obvió dicha instantánea para centrarse en otras, insignificantes a la postre. El dispositivo policial no fue ni suficiente ni adecuado. No garantizó en ningún momento la seguridad ciudadana. 

Madrid ha sido tan solo la última parada. Ocurrió en las campañas y mítines en Cataluña, en el País Vasco y en Navarra. Vox provocaba, Ciudadanos también lo hacía, incluso el PP. Bilbao, Alsasua, Vic o Salt son algunos de los lugares donde se ejerció esa intolerancia. El problema no es el dónde, ni siquiera el qué. Es el quién.  

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