Hacia una tiranía colectivista
“Se está llevando a Occidente a una pérdida de libertades donde, en nombre de la diversidad, se destruye la pluralidad con el escudo sentimental y la complicidad de quienes ganan dinero con ello”
Los cambios sociológicos y culturales que laten en Occidente quedan lejos de la improvisación o lo espontáneo. Lo que hoy percibimos en forma de un lenguaje críptico o a través de los ecos de lo que sucede en los campus estadounidenses no es más que el resultado de una larga política de subversión cultural que nació al calor de las facultades europeas y norteamericanas durante las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta.
Lo que se camufla en la sombra de lo que conocemos por lenguaje inclusivo o cultura de la cancelación, entre otros, es el producto de un proceso social, filosófico y académico (quizá también antropológico) muy enraizado ya en las nuevas generaciones universitarias que crecieron sabiendo que bajo los adoquines no había arena de playa, pero sí ideología y recursos.
Usando la máscara aparente de causas que la mayoría social aceptaría sin reticencias, existe una fuerte corriente encauzada hacia la creación de resortes que cada vez irán limitando más el margen de actuación en la vida pública y cuyos principios teóricos pueden encontrarse en personas como Michel Foucault, Jacques Derrida o John Money. Jean-François Braunstein sintetizó sus orígenes y pensamiento en un ensayo publicado recientemente y que el lector podrá consultar si desea ampliar esta cuestión: La Filosofía se ha vuelto loca (Ariel, 2019).
El origen etimológico de la universidad ha perdido su sentido inclusivo (valga la redundancia) para moverse en un binomio en el que unos juegan el rol de ofendidos y otros el de potenciales ofensores. Una de estas categorías lleva implícita la carga de la culpa y la otra la valoración subjetiva de esa culpa, así que el resultado es un proceso infinito donde el “derecho a no ser ofendido” prevalece sobre la ya sentenciada culpabilidad del otro. El resultado es un debate público enconado, la libertad de expresión reducida y un ambiente político irrespirable que conduce a la expulsión de profesores, a la retirada de obras de arte o a campañas de acoso.
Bajo el manto de este clima se crean ortodoxias que subyugan a comunidades enteras y secuestran cualquier ápice de libertad, incluso a nivel publicístico. El ejemplo más reciente lo encontramos esta semana, cuando una conocida marca de agua embotellada hubo de pedir perdón, polémica mediante, por preguntar a su público en redes sociales si ya habían consumido su litro de agua diario. El motivo que llevó a la compañía a disculparse por un mensaje tan inocuo es que los musulmanes celebran el Ramadán durante este período, por lo que ellos no consumen agua durante la luz del día. “Bonsoir, ici la team Evian, désolée pour la maladresse de ce tweet qui n’appelle à aucune provocation!”, escribió la marca.
Las nuevas ortodoxias rescatan para sí las lo más selecto de cada época y lo reúnen en una mezcolanza donde cabe todo, pues aquí confluye el individualismo más exacerbado del capitalismo (yo, minoría empoderamiento, autodeterminación…) con lo tiránico de la masa (cancelación, acoso, destituciones…). En Estados Unidos ya se reúnen bajo unas siglas cuasi policiales o de servicio secreto, DEI (Diversity, Equity, Inclusion), en una deriva que está llevando a Occidente a una pérdida de libertades donde, en nombre de la diversidad, se destruye la pluralidad con el escudo sentimental y la complicidad de quienes ganan dinero con ello.