No recuerdo la última vez que vi un partido de fútbol. Seguramente fue antes de que comenzara la pandemia porque ya se sabe que el fútbol sin público es como las corridas de toros: un tostón. Entre eso y que me trae sin cuidado lo que ocurra, observo alejado de la pasión que caracteriza al deporte más seguido del mundo lo ocurrido estos días. Parece ser, tampoco me hagan mucho caso, que los grandes clubes habían cerrado un acuerdo para la creación de una «Superliga» en la que estaría garantizada la presencia de 15 equipos del máximo nivel todos los años. A ellos se le sumaría 5 equipos cada año en función de los resultados obtenidos en las ligas locales. ¿El motivo? El de siempre: el dinero.
De forma sorprendente algunos clamaron contra la nueva competición al considerarla que mataba el fútbol y que todo se resumía en una cuestión económica. Miles de personas comenzaron a protestar en las redes sociales e incluso hasta hubo pequeñas manifestaciones en el Reino Unido. Me sorprendió ver que en los alrededores de Stamford Bridge (estadio del Chelsea) se formó un grupúsculo de aficionados que portaban carteles que decían cosas como: «Somos aficionados, no clientes» o «El dinero no puede comprar aficionados». Ojiplático pensé que la fiebre me estaba haciendo delirar, pero no, allí estaban unos tipos cuyo club pertenece a un magnate ruso que se ha gastado más de 1.600 millones de euros clamando «justicia social». Enseguida me vino a la cabeza la figura que desgraciadamente tan de moda está actualmente en Occidente: el antiesblishment del establishment.
No fueron los únicos. Salieron el PSG y el Manchester City, que, si no es por los petrodólares y convertirse en un club-Estado, nadie sería capaz de nombrar tres jugadores de su equipo, a defender la esencia del fútbol. También salió Piqué, que compró por 452.022€ la plaza vacante del Reus para que el equipo andorrano que dirige ascendiera de Primera Catalana a Segunda B sin pasar por Tercera (eso sí es ganárselo en el campo). Cómo olvidar a los aficionados del Valencia que está sometido a lo que diga un tipo que apenas conoce la ciudad y que utiliza su nuevo juguetito para mercadear con los jugadores como si fueran cromos. Pero para rematar la faena, los dirigentes de la FIFA se daban golpes en el pecho porque el monopolio se les hundía. Los mismos que nos han metido un mundial en Qatar a 50 grados a la sombra que se tendrá que jugar en invierno para que no se deshidraten los jugadores a los 15 minutos de partido.
Resulta irónico, por no decir vomitivo, observar a estos especuladores-filántropos, multimillonarios anticapitalistas, víctimas profesionales, consumidores comunistas y activistas subvencionados, jugar a ser ‘antiestablishment’ y vender su podrido discurso a través de kits de mercado para así poder enriquecerse en el reino de progrelandia. Ni siquiera el deporte rey escapa a la hipocresía reinante en este mundo en el que el cinismo es silenciado con talonarios que compran medios de comunicación para que el rebaño siga al pastor de turno. Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago, podríamos resumir el esperpento. Descartada la creación de la Superliga, por fin el fútbol podrá seguir en manos de los aficionados wahabíes y veremos la Supercopa de España al mediodía en Arabia Saudí a razón de 120€ al mes.
¡Viva «er fúrbol»!