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España

Envilecida y protestantizada

Una sociedad que tolera aberraciones como que sus mayores mueran solos o que se mate a niños antes de nacer, pero se escandaliza ante el desfalco o la vida disoluta de algunos de sus gobernantes es una sociedad puritana

Envilecida y protestantizada

Hace ya varios días se publicó un artículo en el que se cuestionaba la extendida práctica de subir fotos de políticos yéndose de vacaciones con sus amantes, cenando en restaurantes caros y no tan caros o tomando el sol en el jardín.

El texto criticaba que se procure combatir la degradación con degradación y afirmaba que eso no es combatirla, sino alimentarla. Como era previsible, suscitó un sinfín de respuestas, interacciones y críticas. Hubo algunos, los más cabales, que entendieron el mensaje: sí, es muy reprobable que un político engañe, estafe, mienta o robe, pero eso no lo justifica todo. Hay límites, líneas rojas, que uno no debería cruzar. Y no tanto porque haya que salvaguardar la propia moral —que también—, como porque se emponzoña y desvirtúa el fin perseguido. Esta enseñanza, que es una de las que Aristóteles nos regala en su Ética a Nicómaco y —creo recordar— también en su De Anima, provocó la ira de otros muchos, incapaces de tolerar que alguien atacara el medio que han escogido para librar una suerte de batalla que su temidísima «izquierda» libró hace ya tiempo y que ellos, convencidos de que han descubierto América, han bautizado como «guerra cultural».

Esas respuestas iracundas corroboraron algunas cosas que muchos nos temíamos. La primera es el envilecimiento general de la sociedad, que donde percibía unos candidatos que le gustaban más y otros que le gustaban menos, percibe ahora salvadores de la patria a los que hay que venerar y enemigos sin escrúpulos a los que debe vencer. Unos y otros berrean consignas para resucitar viejos odios, ajenos a todo interés que no sea electoral: lo mismo da el «¡que vienen los rojos!» que el «¡que vienen los fascistas!». Se trata, sencillamente, de desestabilizar el terreno, de favorecer una situación tensa, un ambiente casi irrespirable que se traduzca en un aumento de escaños en el parlamento. Y ahí, en el epicentro del huracán, residen cómodos detrás de una pantalla los flamantes y valerosos guerreros culturales: esos que habrían hecho todo lo posible para refugiarse en sus casas mientras ardían los conventos y las iglesias en el 36.

Además de envilecida, España está protestantizada. No sé desde cuándo ni por qué, pero de pronto uno se ve rodeado de personajillos a los que habrían acusado de puritanos en la mismísima Inglaterra victoriana. Me refiero a aquellos que se rasgan las vestiduras como los sumos sacerdotes cuando se enteran de los líos de faldas del alcalde de no-sé-dónde o del exministro de no-sé-qué. Una sociedad que tolera aberraciones como que sus mayores mueran solos o que se mate a niños antes de nacer, pero se escandaliza ante el desfalco o la vida disoluta de algunos de sus gobernantes es una sociedad puritana. Puritana y enferma, pues denuncia con más ahínco los pecados de la carne que los del espíritu. Y el demonio, claro, no tiene carne.

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