Siguiendo una larga tradición instaurada por mi abuelo, mi padre me regaló el abono en el Bernabéu tras recibir mi primera comunión. Es fácil imaginar la fascinación que experimentaba aquel niño cada domingo con ese grupo heterogéneo de amigos y familiares que se reunía poco antes de los partidos para tomar algo y, luego, acudir juntos en procesión a nuestro asiento en el segundo anfiteatro del Fondo Sur. De entre las bromas, las anécdotas, los chistes (casi siempre verdes) y el debido repaso a la familia y amigos, había una costumbre de la que disfrutaba especialmente: recordar el histórico de los enfrentamientos con el equipo que tocase ese día. En mi primer Real Madrid-Athletic de Bilbao, al preguntar por los antecedentes, esos cristianos viejos de Chamartín me contaron, ante mi más absoluta incredulidad, que antes de que despegase la rivalidad Madrid-Barcelona, los partidos más esperados del año siempre habían sido los Madrí-Bilbao. Me hablaban de gradas llenas, de aficiones mezcladas tanto en Madrid, como en Bilbao, de una rivalidad sana, simpática y cordial. Yo, aún escéptico, les pregunté sobre la razón por la que esa rivalidad tan bonita se había transformado en un pique malsano, sucio y poco edificante como los que yo presenciaba por aquel entonces a finales de los noventa. Se hizo entonces un breve silencio, hasta que mi padre desde el fondo de la mesa sentenció, «se metió la política de por medio». Luego remató, «la política, hijo, jode todo lo que toca».
Recordé casualmente esta anécdota el otro día al comprobar la alegría incontenida de la España biempensante tras el anuncio de acuerdo entre el PP y el PSOE para renovar algunos de los órganos constitucionales más relevantes. De nuevo, ese intrusismo de la política con minúsculas, de la política partidista, en asuntos de los que propiamente no tendría por qué entrometerse. Que sí, que algunas de estas intromisiones derivan de un mandato legal. Solo quiero resaltar aquí el grado de contaminación política de muchos ámbitos de la sociedad. Y es que, si lo pensamos un poco, quedan pocos elementos donde no se produzca.
No me malinterpreten, ni me crean un asambleario o, peor, un anarquista que rechaza toda organización institucional. Soy consciente del enorme poder que los políticos tienen a su disposición. Por esta razón, defiendo con insistencia la participación e interés político de todos los ciudadanos como un deber. Tampoco escondo que esta semana he sentido un tímido alivio por la normalización en el funcionamiento de unas instituciones tan importantes necesitadas de estos nuevos nombramientos. Pero no puedo evitar preocuparme por la politización creciente de todos y cada uno de los ámbitos de nuestra sociedad. Creo que para evitar su efecto corrosivo debemos confinar la política en los espacios que le son naturales. Y procurar que no salga de ahí.
Piensen por un momento en la cantidad de comisiones, entes públicos, organismos oficiales, patronatos, fundaciones, hermandades, colegios, institutos y un largo etcétera de instituciones en las que los nombramientos de sus personas clave dependen del poder político. Pero si solo fuera en el ámbito institucional, este intrusismo no me parecería tan grave. Sigamos haciendo repaso. Esta misma semana conocíamos que la ministra de Transición Ecológica (qué grandilocuentes son estos muchachos, hay que reconocerlo) se ha reunido con los presidentes de las principales empresas eléctricas del país para explicarles cómo iban a cambiar la regulación del sector para que estas empresas paguen parte del pato de la subida de la luz, producto, en realidad, de una de las peores políticas energéticas de Europa. El Estado ya no es el árbitro de la economía, es directamente el que elige quién y cómo hace negocio. Mientras tanto, Iberdrola fichaba al bueno de Antonio Carmona, no el de Ketama, sino el ex candidato del PSOE al Ayuntamiento de Madrid, como vicepresidente de su filial en España. Puertas giratorias lo llaman algunos. ¡Ja! Giratorias serían esas puertas si hubiera movimientos en las dos direcciones, pero lamentablemente no veo a empresarios de éxito desembarcar en la política. Yo solo veo políticos desembarcando en sectores clave de la economía. Se meten hasta en el deporte. El pasado año, Pablo Iglesias seguido de sus fieles brigadistas se permitía opinar sobre el fichaje de un deportista ucraniano, Roman Zozulya, por el Rayo Vallecano. Lo consideraba (¿lo advinan?) un fascista. Pero es que no nos podemos olvidar que no hace sino unos pocos meses que ministros del Gobierno de España intervenían en directo en programas de hondura intelectual como Sálvame para apoyar la versión de una señora sobre su tormentoso divorcio (Rociito yo sí te creo, ¿se acuerdan?). Economía, cultura, sociedad, deporte, hasta religión, son temas que manosea habitualmente la dialéctica partidista. ¡Menos mal que en el último momento no nacionalizaron Pescanova, porque veríamos hoy en día a Felix Bolaños negociar con Yolanda Díaz y Gabriel Rufián unos pezqueñines feministas, inclusivos, no centralistas y resilientes!
Por el contrario, yo creo firmemente que las sociedades libres deben disponer de amplios espacios neutrales alejados de la política partidista en donde las personas que allí intervienen se midan por su valía y capacidad de aportación y no por su vinculación ideológica. Confío en que sería bueno alejar de los parlamentos y de los gobiernos la elección o renovación de cualquier órgano y comisión, porque la lógica de creciente enfrentamiento partidista nos va a abocar a situaciones de bloqueo permanentes. Creo en instituciones gobernadas por profesionales con experiencia, competentes y con autonomía, expertos en su campo sin afiliación conocida. Creo en unos empresarios cuyo negocio no dependa del destino de las ayudas públicas o de los súbitos cambios en la legislación. Quiero unos empresarios menos atentos al BOE, y más atentos a la innovación y a la productividad. Empresarios que presidan empresas que crezcan y creen cada vez más empleos. Y, por supuesto, no me importa a quién diablos vote el central que vaya a fichar mi equipo, pero, por favor, que vaya rápido al cruce que falta nos hace.
Por Javier Martínez Fresneda