Celebrar
Si pasara algo bueno, algo lo suficientemente bueno como para escribir sobre ello, no me sentaría a escribirlo
Cuando a uno le dan una columna, y más si se trata de un regalo inmerecido, comienza a vivir intentando captar todo aquello que está mal para luego denunciarlo en sus textos. Supongo que se trata de un vicio propio del columnista —sobre todo de aquellos que, como yo, se dedican a la columna política—, pero es un vicio que no me gusta nada. Y no tanto por mis pobres lectores, que deben de pensar que soy un amargado, como por mí, que no quiero amargarme. Por eso, el otro día procuré escribir un artículo sobre algo que me pareciera positivo; sobre alguna buena noticia o acontecimiento alegre. Pero, después de varias horas, yo seguía pensando, leyendo noticias, y el papel seguía en blanco.
Primero se me ocurrió homenajear a los vecinos de Álex, el niño que ha sido asesinado en Lardero, por intentar apalear a Francisco Javier Almeida. Al parecer, cuenta el periódico, se plantaron en su domicilio para zurrarle, pero la policía cumplió: el hijo de puta salió de allí indemne. Y yo sólo puedo desear que alguien en la cárcel logre lo que los vecinos intentaron. El homenaje, no obstante, se me quedaba corto, pues mi única fuente de información eran las dos líneas que el periódico le dedicaba.
Después pensé en reírme del PSOE de Madrid: ABC dice que se está escorando a la derecha para contrarrestar la influencia de Díaz Ayuso. Debe de ser que todavía no se han enterado de que la presidente de la Comunidad de Madrid no ganó por ser «de derechas» sino, más bien, a pesar de ser «de derechas». Debe de ser que a ellos, tan acostumbrados a frecuentar el barrio de Salamanca y Chamberí, no se les ocurrió dar un paseo por, qué sé yo, la Latina, en donde muchos bares colgaron el famoso cartel de «Ayusotaberna».
Lo último que se me ocurrió fue comentar el artículo que Julito Llorente publicó en Vozpópuli la semana pasada. O, más que comentarlo, darle públicamente la razón que en privado le quité. Y es que mi amigo aseguraba que viviendo más humanamente lograríamos escapar de esa impersonalidad que el globalismo nos impone; que bastaba con fundar clubes, leer buenos libros, honrar a nuestros padres, amar a nuestros amigos, formar familias, desvelarnos por el prójimo que sufre, relativizar el móvil y gozar de la presencia real de un cuerpo. A mí al principio me sonó un poco al individualismo de La opción benedictina o a esa postura tradicionalista que, a fuerza de odiar el Estado, termina también rechazando la comunidad política. Luego, después de pensarlo bien, me terminó recordando a lo que dice Houellebecq en Intervenciones: «Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos». De modo que descubrí que Julito y Houellebecq tienen razón, y que mi exjacobinismo recalcitrante me había nublado el juicio. Con todo, opté por llamarle y decírselo —a Julito, no a Houellebecq— en lugar de dedicarle un artículo.
Así, terminé llegando a una conclusión: si pasara algo bueno, algo lo suficientemente bueno como para escribir sobre ello, no me sentaría a escribirlo. Llamaría a mis amigos, llamaría a Niki, y me iría corriendo al bar de mi barrio a celebrarlo. Los invitaría a todos a vino —a ese Ribera del Duero áspero que tanto recomiendan los camareros Dios sabe por qué— y después a whiskeys, porque esa es la única manera de agradecer las cosas buenas que suceden; esa es la única manera de celebrarlas. Por lo menos para los católicos, que tratamos de cumplir con la máxima de Chesterton: «Bebed porque sois felices, pero nunca porque seáis desgraciados». Y tanto de beber como de felicidad, Chesterton sabía un rato.