El justo medio entre dos excesos
El catolicismo se define principalmente frente a otras dos religiones: el protestantismo y el islam
Decía Gustavo Bueno que pensar es siempre pensar contra alguien. Es decir, que el pensamiento es dialéctico porque una idea se afirma triturando otras. Así, el que se reconoce monárquico lo hace porque conoce el republicanismo y le disgusta; y el republicano, para serlo, tiene antes que saber qué es un rey.
En este sentido, Bueno argüía que el catolicismo se define principalmente frente a otras dos religiones: el protestantismo y el islam. O, por lo menos, el catolicismo preconciliar; ése que negaba las aberraciones liberales adoptadas luego en el Vaticano II. Contra el libre examen propio de los protestantes, el catolicismo propone una conciencia objetiva. Esa «conciencia particular de cada uno» (Hobbes dixit) es intolerable para un católico; y no sólo porque termine endiosando al hombre y convirtiéndolo en su propio juez, sino porque escinde lo interno (que Hobbes llama «el corazón») de lo externo (el comportamiento). Una escisión que, por lo demás, ha terminado extrapolándose a casi todos los ámbitos y vertebra ahora nuestro mundo. Por eso la política nos parece hoy ajena a la ética, la economía a la política o la filosofía a la física: en virtud de esa escisión que produce el protestantismo en el propio hombre, creemos que podemos establecer una separación radical entre las ciencias, las técnicas o los saberes en general y determinar espacios de actuación para cada uno. Pero la realidad es que la política no puede —o no debería poder— violentar la ética, que la economía es también política y que es imposible hacer filosofía de espaldas a la física.
Por otro lado, el catolicismo opone a la doctrina islámica una razón encarnada, concreta, que Bueno llama «operatoria» y que es el origen de la preeminencia que la persona ha tenido en la historia de Occidente. Se trata de una razón individualizada en un cuerpo humano cuya condición de posibilidad es precisamente ese cuerpo. De ahí, claro, la resurrección de la carne; de ahí, también, el principio de individuación. No cabe en el pensamiento católico algo así como una razón abstracta, un entendimiento agente unificado: el saber del hombre deriva de un mismo principio, sí, pero no todos los hombres conocen las mismas cosas. Del mismo modo, para el catolicismo participamos del ser de Dios, pero eso no nos convierte en emanaciones de su ser.
Sin embargo, puesto que las ideas protestantes e islámicas han ido penetrando en la doctrina católica, nos encontramos con algunos que rechazan el cuerpo, como los docetas, por ser fuente de tentaciones: éstos olvidan que Dios se encarnó. Y también con otros, sobrerrepresentados en lo que mi amigo Hasel Paris llama «la derecha business», que relegan su fe al ámbito privado, a lo personal: éstos ignoran que la fe, si es verdadera, es ante todo pública y permea inevitablemente la visión que uno tiene del mundo. La del prójimo, desde luego, pero también la de la justicia, la del buen gobierno o la de la propiedad.
En definitiva, la doctrina católica afirma la individualidad de la persona, pero no por ello la subjetividad de la conciencia. O, dicho de otra forma, afirma la objetividad de la conciencia, pero no por ello colectiviza a la persona. Al final, creo que todo puede resumirse en la reflexión que hace Chesterton en Ortodoxia: el catolicismo es un justo medio entre dos excesos.