El asesinato más cruel de ETA de los 379 sin resolver
Mikel Lejarza, El Lobo, ayudó a Portero y Valentín a intentar dar caza a los torturadores de tres jóvenes
Un vulgar dolor de muelas me impidió asistir el pasado 29 de marzo a la presentación del libro 379, los crímenes de ETA sin resolver, presentado por Daniel Portero y Víctor Valentín, las dos cabezas visibles e impulsoras de mi admirada Asociación Dignidad y Justicia. El objetivo de la publicación es ofrecer todos los datos de los asesinatos cometidos por la banda terrorista que han quedado impunes, sin resolver.
Mikel Lejarza, El Lobo, el agente del servicio secreto que comenzó a infiltrarse en ETA en 1973 y en dos años consiguió cerca de dos centenares de detenciones y la confiscación de la inmensa mayoría de la infraestructura de la que disponían en España, siempre ha estado muy cercano a Dignidad y Justicia.
Convertido en el agente con la carrera más brillante y larga en el servicio de inteligencia, El Lobo nunca ha dejado de colaborar en la lucha contra ETA y Daniel y Víctor pueden dar prueba de ello. Hace unos años, le pidieron ayuda para intentar avanzar en uno de los casos más espeluznantes de la historia de ETA, posiblemente uno de los más crueles y descarnados. El Lobo colaboró intensamente, aunque sin el resultado deseado de que el caso llegara a los tribunales, para que los familiares supieran algo del paradero de los cuerpos y, como consecuencia, el resultado hubiera podido variar el título del libro de 379 casos a 378.
La historia ocurrió en marzo de 1973. Tres jóvenes trabajadores coruñeses residentes en Irún se escaparon a Francia para ver la película prohibida en España El último tango en París. Nada se ha sabido del paradero de José Humberto Fouz Escobero, 29 años; Jorge Juan García Carneiro, 23; y Fernando Quiroga Veiga, 25. Siempre se ha sospechado que ETA los mató, pero sus miembros se han negado a desvelar a sus seres queridos qué hicieron con sus cuerpos.
Esta es la terrible historia que Mikel Lejarza me ha contado, ocurrida a finales de junio de 1975. En ese momento él era un agente del servicio secreto infiltrado en ETA que estaba de fiesta en San Juan de Luz rodeado de etarras.
«Me presentaron a Gurruchaga, que era el tesorero de los político-militares, y este a su vez me presentó a cuatro o cinco milis –me narra Mikel-. Dos de los que me presentó fueron Peixoto –José Manuel Pagoaga- y Mamarru –Isidro Garralde-. Ambos estaban en el grupo con el que me junté durante las fiestas, con otros dos que ya estaban contentos por el efecto de la bebida y que empezaron a tontear un poco en plan de presumir. Nunca pude imaginarme las palabras envenenadas que iban a salir de sus labios, como escupitajos».
—Nosotros pillamos a tres policías, que luego decían que no eran policías, pero bueno. Estaban en el bar Hendayais y los calamos al momento. Tuvimos un follón con ellos, venían de chulitos. Los cogimos a la salida del bar, nos los llevamos a la playa y después a un caserío en las afueras de Bayona. Ahí les metimos una paliza de la leche y, como no querían reconocer que eran txakurras, les sacamos los ojos en vivo.
Reían sin parar, bebían sin parar y se lo pasaban genial compartiendo las crueles torturas a las que habían sometido a unos pobres jóvenes estudiantes, sin relación ninguna con la Policía, que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino. Yo los escuchaba con la sangre helada que no corría por mis venas, sin ser capaz de articular palabra, sobre todo cuando veía a los demás del grupo cómo celebraban cada una de sus salvajadas y se descojonaban de risa. Pero el relato no había concluido.
—Cuando el Viejo –Tomás Pérez Revilla- les estaba sacando los ojos con el destornillador chillaban como bestias. Y no veas, al final les decíamos: «A cantar, a cantar», y cantaban por peteneras.
Ese rato para mí fue un infierno que sentí que duraba una barbaridad. Se me revolvieron las tripas escuchando lo que les habían hecho a unos tíos totalmente inocentes, que habían ido a ver una película al sur de Francia, con los que simplemente habían tenido una bronquilla. Yo solo llevaba tres meses infiltrado y se me pusieron los pelos de punta: «Joder, si han hecho esto con esos chavales que no tienen nada que ver con este mundo, qué harían conmigo si descubrieran que soy un infiltrado». Pero es que encima narraban la tortura con una mofa, como si no fueran seres humanos, así que empecé a darme cuenta de que eran unos malnacidos que no sabían ni para qué estaban allí, y a los que solo les preocupaba hacer el mayor daño posible. Solo les divertía ser crueles. El Viejo se había hecho famoso por lo despiadado que era. Como él, en los milis había verdaderos carniceros, y en los polimilis también, aunque entre los primeros, más.
Eran crueles contando estas animaladas, pero no solo los de este grupo, sino todos los etarras, especialmente cuando describían lo que le harían a un guardia civil al que tuvieran a mano. Aquella conversación me marcó mucho, me dejó alucinado la forma sin escrúpulos en que me lo contaron: «Luego los echamos al agujero de los malditos. Me impactó todavía más cuando vi que terminaban su historia de machotes y seguían tomando cervezas como si nada».
No me cabe duda, como han afirmado Daniel Portero y Víctor Valentín, que los dirigentes de la banda saben perfectamente quiénes cometieron todos los atentados. Alguien debería exigirles que por respeto a la memoria de las víctimas y a sus familiares, esos asesinatos se aclararan.