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El destierro de las ideas en España

Nos han acostumbrado a descalificar como «ideológico» cualquier argumento desafiante, pero para salir del pozo al que hemos caído debemos pensar lo impensable

El destierro de las ideas en España

Durante décadas, los canónigos de la fe socialdemócrata que hoy profesan todos los partidos han usado un sencillo exorcismo para desterrar ideas que les resultan molestas, limitar el debate y forjar un consenso socializante.

Cuando una idea ofende su estatismo, desatan su retórica para calificarla como «ideológica». A saber qué quieren decir con ello. ¿Tal vez que la idea pertenece a la opinión, a las meras creencias? ¿Pretenden así negar que esté fundada en argumentos? ¿O quizá evitar la evidencia empírica que apoya las hipótesis que la idea pueda sugerir?

Pienso que esa es su intención, pero con un matiz. Con frecuencia, una misma idea la tildan o no de ideológica según qué se proponga al respecto. Por ejemplo, manifestarse en contra de aumentar la «progresividad» fiscal (la pretensión de que pague más impuestos quien más renta declara) corre riesgo de padecer ese sambenito ideológico. En cambio, un pronunciamiento a favor de la progresividad suele aceptarse sin crítica alguna, a menudo como cosa sabida y natural.

Probablemente, en esto de la progresividad, la asimetría tenga raíces cognitivas de tipo moral, desde una compasión instintiva por el más necesitado a cierto postureo ético. Pero esta explicación no justifica per se darle un tratamiento tan diferente. Los instintos morales, por sí solos y en una sociedad compleja como la actual, requieren de un esfuerzo racional para evitar que nos ofusquen y nos lleven a decisiones erróneas.

Además, también usan esta treta retórica contra ideas en las que pesa menos el instinto moral. Por ejemplo, un exministro socialista, responsable principal de nuestro desastre universitario, solía soltar este tipo de exorcismo ideológico cuando oía atribuir un concepto objetivo como el de «competencia desleal» a la relación entre las universidades públicas, cuyos gastos están subvencionados en su mayor parte por el contribuyente; y las privadas, en las que ha de pagarlos cada estudiante. Uno puede ser (como yo) partidario de las becas y subvenciones públicas a los buenos estudiantes universitarios; pero entender que esa subvención no debe perjudicar la leal competencia —i.e., en pie de igualdad— entre centros públicos y privados, una competencia ésta que, por cierto, pondría coto de inmediato al actual despilfarro de la universidad pública.

En un caso como éste es más probable que, al adjetivar algo como ideológico, lo que se pretende decir es sólo que el argumento no merece consideración. Si es así, lo grave no es que el ministro se equivocara. Lo grave es la manera de equivocarse, pues, por un lado, le impedía entender el argumento; pero, por otro, le permitía cerrar la discusión en falso, sin tan siquiera haberla iniciado. Al desterrar el argumento al ámbito de las creencias, evitaba que fuera analizado en sus méritos, en términos de las consecuencias reales de las diversas opciones organizativas. Un psicólogo quizá sospeche que esa manera de reaccionar es una defensa instintiva, fruto de una percepción subconsciente de que corría el riesgo de perder la discusión y verse empujado a modificar sus creencias.

«En España estamos sufriendo, debido a nuestra historia y a un diminuto mercado de ideas, las consecuencias de ‘cierre ideológico’»

Me pregunto en qué medida estamos sufriendo en España, quizá más que en otros países debido a nuestra historia y a un diminuto y poco competitivo mercado de ideas, las consecuencias de haber ido acumulando durante las últimas décadas este tipo de «cierre ideológico». Por ejemplo, estas semanas de nuevas políticas y grandes presupuestos, ha sido deprimente contemplar la naturaleza del debate fiscal, sobre todo en el terreno político. Se ha hablado mucho de impuestos y gasto público pero apenas se han discutido varios de sus elementos esenciales que, me temo, permanecen desterrados del foro público.

Lo más notable es que la oposición ha criticado claramente cuestiones menores sin manifestarse con la misma rotundidad sobre las fundamentales. A veces, parece incluso aceptar desde el aumento suicida del gasto a la extensión de subsidios a tutiplén o el que la imposición sea cada vez más progresiva. Tampoco ha discutido los principales aumentos de gasto, desde la subida de las pensiones al incremento del sueldo de los funcionarios. Hasta pretendió adelantar por la izquierda al Gobierno cuando propuso bajar el IVA del gas y, más recientemente, el de ciertos productos de consumo cotidiano. En ese contexto, no es extraño que algunos regeneradores celebren como un logro de la racionalidad el que se haya empezado a discutir sobre la cuantía relativa de las pensiones, sin apreciar que, al proponer subidas diferenciales, lo que defienden es algo tan discutible como reducir aún más la relación entre lo aportado como cotizante y lo recibido como pensionista.

«Se da por bueno que los impuestos son mejores cuanto más progresivos, sin reparar en qué justicia y efectos reales tiene esa progresividad»

Volviendo sobre la progresividad, se está dando por bueno no sólo que pague más quien más gana, sino que los impuestos son mejores cuanto más progresivos, sin reparar en qué justicia y efectos reales tiene esa progresividad. Apenas dudamos de si es de verdad justo que pague más quien más gana no como consecuencia de una lotería sino de que se esfuerza más. Nos olvidamos de pensar si ese impuesto tan progresivo desde niveles medios de renta es ya dañino en términos productivos porque desanima el trabajo, la asunción de riesgos y la inversión. Y tampoco indagamos sobre cuánta de esa progresividad es irrelevante en términos distributivos porque acaba siendo trasladada a otros agentes económicos. No deja de ser lógico que las estrellas del fútbol, el cine y la TV sean partidarias de una progresividad que a menudo trasladan a sus empleadores. Al final, es tan poca la reflexión que acabamos teniendo un sistema fiscal que es no sólo ineficiente sino cuya progresividad real está en entredicho.

De modo similar, nos hemos enzarzado en una falsa pelea para bajar los impuestos al consumo cuando probablemente lo razonable sería subirlos, pero bajando en la misma cuantía los que pesan sobre el trabajo y el ahorro, que por algo somos récord europeo de paro. Desterrada aún más lejos, subsiste el error de que en muchos bienes (sobre todo, las viviendas) nuestros impuestos graven demasiado las transacciones (el ocasional y por ello poco visible impuesto de transmisiones, ITP, donde Cataluña está cerca de ser récord mundial) pero poco la tenencia (el frecuente y por ello muy visible y doloroso impuesto sobre bienes inmuebles o IBI). Las consecuencias son nefastas para la movilidad laboral, pero también para la vivienda, pues mucho propietario tiende a mantener la propiedad de viviendas vacías o con baja utilización.

Sea cual sea la presión fiscal que democráticamente queramos darnos, necesitamos rescatar este tipo de asunto para discutirlo explícitamente y corregir la estructura fiscal. De lo contrario, no sólo es improbable que podamos conseguir el tipo de sociedad al que decimos aspirar sino que salgamos del pozo en el que insistimos en enterrarnos. Por ello, cuando busque responsables, fíjese menos en los políticos y más en los canónigos.

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