Servicios secretos: el fin justifica los medios
Mientras los policías trabajan sometidos al imperio de la ley, los espías se mueven en un terreno ambiguo
Hay una frase muy apropiada para retratar el trabajo de los servicios de inteligencia. Es de alguien que los conoció profundamente, Richard Helms, exdirector de la CIA: «No somos scouts. Si quisiéramos ser scouts, nos habríamos unido a los scouts».
La esencia de cualquier servicio de inteligencia reside en proteger al Estado al que sirven, materializado en cada momento en el gobierno que ejerce el poder. Tienen misiones relacionadas con la comisión de delitos de especial gravedad, como el terrorismo o el narcotráfico, pero nunca lo afrontan pensando en judicializar sus investigaciones, en llevar a la cárcel a los implicados. Para eso están los cuerpos policiales, dependientes en España del Ministerio del Interior y en algunas comunidades autónomas de consejeros de Interior. Estos sí trabajan pensando desde el primer momento en el juez que les acompañará en una parte del camino de la investigación y que pondrá a buen recaudo a los delincuentes.
Si los policías trabajan pensando en los jueces y los periodistas en la opinión pública, los espías lo hacen mirando al Gobierno y a la seguridad nacional. A veces –con mayor o menor frecuencia dependiendo del momento- no pueden dejar de cumplir sus misiones porque los medios que vayan a utilizar se alejen del imperio de la ley. Esto que explico no les gusta nada a los directores del servicio cuando están en el cargo y prefieren que la gente viva en los mundos de Yupi, pero para la opinión pública es mejor saber cómo funcionan realmente las cosas, no cómo quieren que pensemos que funcionan.
«Operación fantasma»
Voy a poner tres ejemplos. Durante la Transición, José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores y destacado monárquico, aspiraba a ser presidente del Gobierno. El rey Juan Carlos, por el contrario, prefería a Adolfo Suárez. El servicio secreto montó la operación fantasma. Ya disponían de fotos del conde de Motrico cenando con radicales abertzales amigos suyos, pero necesitaban más información para ponérsela delante de sus ojos y que le disuadiera de luchar contra Suárez. Le colocaron un micrófono en la mesa de su despacho para detectar vulnerabilidades y las encontraron. Ahí consiguieron doblegarle.
Otro caso ocurrió en Francia con ingredientes similares. En 1981, Francois Miterrand ganó las elecciones a la presidencia francesa. Cerca de su despacho en el Eliseo reservó un hueco para Francoise de Grassouver, un hombre leal experto en las alcantarillas del poder. Su papel fue crear una célula de espionaje para proteger al presidente y asegurarse la reelección, lo que consiguieron.
Muchos fueron los secretos que el presidente francés pudo esconder gracias a sus espías. Uno de los principales fue el hecho de que padecía un cáncer de próstata que al final de su mandato sólo le permitía trabajar dos horas al día. Y también ocultaron su doble vida: estando casado con Danielle, con la que tenía dos hijos, mantenía una relación estable, en un domicilio diferente, con su amor Anne Pingeot, con la que tenía una hija, Mazarine.
Y un tercer caso más cercano. José Bono, siendo ministro de Defensa, encargó al director del CNI, Alberto Saiz, que realizara una profunda investigación sobre el teniente general Félix Sanz Roldán, al que pretendía nombrar Jefe del Estado Mayor de la Defensa. En teoría ese tipo de investigaciones particulares no las puede hacer el servicio, pero la realizaron. Bono la justificó con una naturalidad total para hacerla fácil de entender: no podía poner al mando de las Fuerzas Armadas a alguien que no fuera absolutamente limpio.
Pues eso, que el servicio secreto está para ejecutar no solo las misiones difíciles, también las que parecen imposibles. Y para ello hacen todo lo que haga falta: el fin justifica los medios.