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Las ocasiones perdidas de la política española

En 2017, los políticos constitucionalistas fallaron a catalanes y españoles, y prepararon el terreno para el Frankenstein

Las ocasiones perdidas de la política española

Ilustración de Alejandra Svriz.

La situación política de la España actual sería cómica si no fuera trágica. Más de la mitad de la población está desesperada porque nos gobiernan un presidente y un partido impopulares, pero que, como señalaba en estas páginas Esperanza Aguirre, cuanto más impopulares son, más se afianzan en el poder, porque más les apoyan sus socios separatistas, filoterroristas y comunistas. Éstos saben que cualquier alternativa a este gobierno débil y corrupto sería menos proclive a seguir la política asimétrica, desigualitaria, divisiva, destructiva, disolvente e inepta que el presente Gobierno, sin programa ni principios, ejecuta a su mandato; es decir, al mandato de esta ralea de partidos antisistema, cada cual a su estilo, que sólo tienen en común su odio a España y su deseo de verla roja, rota, y sin Constitución.

La mayor parte del país se encuentra, por consiguiente, encerrada en un círculo infernal en el cual, cuanto peor lo haga el Gobierno, y más evidencias de su incompetencia y corrupción salgan a la luz (cosa que ocurre casi todos los días) más probabilidades tiene de alcanzar el fin de esta vergonzosa y destructiva legislatura. En dos palabras, cuánto más daño hace Sánchez a España y los españoles, mayores son sus posibilidades de mantenerse, aunque precariamente, en la Moncloa. Algo hay muy perverso en nuestro sistema político.

Por otra parte, la habilidad del Gobierno, no exenta ciertamente de admiradores, está basada en engañar a todo el mundo: a los electores, además de mentirles sistemáticamente, les aplica el bien contrastado procedimiento del «divide y vencerás» en su versión para niños tontos de «que viene el coco», siendo el «coco» la extrema derecha o la derecha a secas (táchese lo que no convenga), o el fantasma de un dictador que lleva medio siglo muerto, pero al que se entierra y desentierra según parezca conveniente u oportuno. Y engaña también a sus socios, prometiéndoles concesiones ilegales o anticonstitucionales, que el Gobierno no puede cumplir enteramente y que, además, prefiere no cumplir, porque así mantiene a esos socios encandilados y bien amarrados.

El haber llegado a esta situación escandalosa y anómala se debe a una concatenación de errores legislativos y políticos que se remontan a los años de la Transición, en los que se impuso un «buenismo» irreflexivo basado en el axioma de que todo grupo o partido que se hubiera opuesto al franquismo era bueno y digno de confianza, con especial consideración a los partidos nacional-regionalistas, en especial los de aquellos territorios que tuvieran una lengua diferente. Esta actitud, además de ser ingenua, pecaba de un lamentable desconocimiento de la historia reciente, pues ninguna de las tres regiones «históricas» fueron un modelo de lealtad al Gobierno republicano ni durante la República en paz ni menos aún durante la Guerra Civil.

Pero quizá lo más grave fuera que, pese a las repetidas pruebas de que esta falta de lealtad no sólo no cesaba, sino que aumentaba, durante los años de democracia constitucional, la actitud de los gobiernos de Madrid siguiera privilegiando a estos grupos y partidos, que ya disfrutaban de un trato diferencial muy considerable, al estar sobrerrepresentados en las Cortes por obra y gracia de las leyes electorales. Nadie parecía darse cuenta de que este favor electoral tampoco aplacaba las tendencias separatistas de estos partidos, sino al contrario, las estimulaba. Ya que nos dan la oportunidad, parecían (y parecen) pensar los nacionalistas, aprovechémosla antes de se den cuenta de lo que están haciendo y nos la quiten. A esta peligrosa situación contribuía el cainismo de los dos grandes partidos, en particular, ya lo hemos visto, el socialista que, a partir del año 2000, ha declarado la guerra sin cuartel al adversario conservador y ha aprovechado el privilegio electoral de los separatistas para debilitar a su rival en beneficio de éstos.

«La cobardía de los grandes partidos llegó a su paroxismo cuando los separatistas catalanes proclamaron la independencia»

Pero cuando la ceguera y la cobardía de los grandes partidos llegaron a su paroxismo fue cuando, envalentonados ante el miedo y la indecisión de los grandes, y en especial del Partido Popular, a la sazón en el poder bajo la presidencia de Mariano Rajoy, los separatistas catalanes, tras llevar a cabo un referéndum no sólo ilegal, sino totalmente irregular y carente de fiabilidad el 1 de Octubre de 2017, proclamaron la independencia de Cataluña, aunque solamente por unos segundos, ya que el propio president que la proclamó, Carles Puigdemont, la declaró suspendida a los pocos instantes. Por más que aquello semejara una pantomima de la commedia dell’arte, el gravísimo delito ya estaba cometido y ahora era al Gobierno español a quien correspondía tomar la iniciativa. El artículo 155 de la Constitución le daba amplios poderes para un caso como éste, en que una comunidad autónoma «actuare de forma que atente gravemente al interés general de España». Le bastaba al Gobierno con lograr el apoyo de la mayoría del Senado (la obtuvo y fue aplastante) para quedar autorizado a «adoptar las medidas necesarias para obligar [a tal Comunidad] al cumplimiento forzoso» de sus obligaciones.

La ocasión era pintiparada para acabar con el separatismo en Cataluña con la fuerza de la ley claramente del lado del Gobierno. Era el momento oportuno para desarrollar un plan encaminado a desmontar todo el tinglado de instituciones abiertamente separatistas que, para más INRI, estaban financiadas directa o indirectamente por el presupuesto español. Hubiera sido lógico que tal plan existiera, ya que todo este movimiento separatista se venía anunciando desde hacía mucho tiempo, y en concreto desde que en septiembre se habían aprobado en el Parlament unas llamadas «leyes de desconexión», cuyo título y contenido ya delataban un claro objetivo secesionista. Y si tal plan no existiera, como por desgracia pronto quedó patente, era el momento de nombrar una comisión gubernamental que, a toda velocidad, y con el necesario sigilo, esbozara sus líneas maestras y creara un equipo capacitado para llevarlo a cabo con la supervisión del gobierno. 

No sería difícil trazar las líneas maestras del plan. En primer lugar, se trataría de identificar las entidades que llevaban a cabo las principales tareas de propaganda y política separatistas, examinar sus trayectorias y estudiar si habían violado la ley o cometido actos irregulares, en cuyo caso se cerrarían y se denunciarían a la Justicia las posibles actuaciones delictivas. Las que no estuvieran en estos casos, simplemente se estudiarían para conocer el origen de sus ingresos y se suprimirían todas sus subvenciones que procedieran directa o indirectamente del Presupuesto nacional. Por otra parte, se estudiaría el sistema impositivo catalán y se estimaría la posibilidad de rebajar la presión fiscal a los ciudadanos catalanes, equiparándola con la media española (lo cual hubiera implicado una rebaja), utilizando para ello el ahorro derivado de la supresión de las subvenciones a los organismos separatistas, que eran cuantiosas. Esta acción se vería facilitada por la tranquilidad con que los funcionarios y el público catalán en general acogieron la aplicación del artículo 155.

Pero nunca llegó a existir tal plan. El Gobierno español, encabezado por Rajoy, no sólo no tenía nada previsto para una situación que se venía anunciando por los propios perpetradores desde hacía meses, o incluso años, sino que tampoco fue capaz de improvisarlo en ese larguísimo mes de octubre, donde ocurrió de todo menos que nuestros políticos fueran capaces de discurrir una fórmula para responder a una situación tan grave y dramática. Los únicos que dieron muestras de tener las ideas claras en aquellos momentos decisivos fueron el Rey y el pueblo. El Rey, con una acertada y firme alocución del 3 de Octubre donde habló sin rodeos de «deslealtad inadmisible» y de quebranto «de los principios democráticos de todo Estado de derecho». Y el pueblo catalán y español, que celebró varias masivas manifestaciones, en especial, en Barcelona, donde por dos veces (8 y 29 de octubre) salieron a la calle más de un millón de personas en favor de la unidad de España y contra el separatismo.

«Rajoy no pensaba más que en convocar elecciones en Cataluña sin haber hecho uso de los poderes que le daba la Constitución»

Pero ni el Rey ni el pueblo podían llevar a cabo una política. Esto le correspondía al Gobierno y a los partidos, y éstos fallaron lamentablemente, capaces sólo de ponerse de acuerdo (y eso con reparos) en secundar al Gobierno en la aplicación del artículo 155. Ante la falta de apoyo popular a los independentistas que se traslució cuando parecía que el Gobierno español iba a entrar en faena, había llegado el momento de tomar medidas firmes y decisivas, pero el Gobierno de Rajoy sólo ofreció el parto de los montes: mandó a Barcelona a Soraya Sáenz de Santamaría, como presidenta en funciones de la Generalitat, a hacerle carantoñas a Oriol Junqueras.

Rajoy, que «no quería líos» -algo increíble en un político de larga andadura y que llevaba seis años como Presidente del Gobierno-, no pensaba más que en deshacerse a toda prisa de esa patata caliente, y convocar elecciones en Cataluña sin haber apenas hecho uso de los poderes que le daba la Constitución. Las convocó para el 21 de diciembre, a menos de tres meses de la declaración unilateral de independencia, sin haber realmente gobernado en Cataluña, a pesar de la legitimidad que le daba para ello el famoso artículo 155. Y fue como volver a empezar la partida de parchís.

Si se hubiera seguido las directivas del plan apenas esbozado aquí, hubiera podido demostrarse con hechos que el Gobierno de España resultaba menos gravoso para Cataluña que los rapaces gobiernos separatistas, y se hubiera terminado con sus organizaciones, que repartían dinero y bicocas entre sus seguidores mientras los líderes se enriquecían y el catalán medio vivía ahogado por los impuestos; se hubiera repuesto en vigor la Constitución española (tan nutridamente votada en su día por los catalanes), especialmente en las escuelas, instituciones oficiales y medios de comunicación. En una palabra, se hubiera desmontado todo el entramado separatista y hecho ver a los catalanes, muy sensibles ante los argumentos económicos, que un gobierno no nacionalista podía serles más conveniente que las Generalitats nacionalistas que les habían venido esquilmando hasta entonces.

Un gobierno español con decisión y visión clara hubiera podido encauzar un problema tan grave y enquistado. Pero en el aciago año de 2017 los políticos constitucionalistas (y el PP de Rajoy en particular) fallaron a los catalanes y a los españoles, y prepararon el terreno para Frankenstein y su cuadrilla, que, ellos sí, supieron aprovechar la ocasión cuando les llegó. ¿Para cuándo el examen de conciencia y el propósito de enmienda? ¿Cómo sabrán los electores que el PP no les volverá a fallar?

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