De la parálisis a la urgencia estratégica
En los últimos tiempos, España ha buscado redefinir su relación con Marruecos desde un enfoque de cooperación

Mapa político del Magreb. | Marruecos mapa magreb españa faes
En los últimos años, la ausencia de una estrategia clara ha erosionado la influencia de España en el norte de África, una región clave para su seguridad. La presión migratoria, la rivalidad Marruecos-Argelia y la irrupción de actores extrarregionales han agravado un entorno geopolíticamente complejo, acentuado nuestras vulnerabilidades y dado lugar a un panorama estratégico crítico en nuestro flanco sur cada vez más difícil de revertir.
Norte de África: entorno vital para la política exterior de España
El norte de África constituye un espacio geopolítico esencial para España. No solo por su proximidad geográfica, sino por la interconexión histórica, económica, migratoria y de seguridad que define la relación entre ambas orillas del Mediterráneo (Marshall, 2015). Históricamente, el norte de África ha sido una zona clave en nuestra política exterior dada su relevancia en términos de seguridad, comercio e influencia estratégica. La proyección española en la región comenzó a consolidarse en el siglo XV, cuando la expansión de los reinos de Castilla y Aragón impulsó la conquista de enclaves estratégicos en la costa africana (Vilar y Lourido, 1994). La toma de Melilla en 1497 y de Orán –Argelia– en 1509 marcó el inicio de una presencia que se extendería durante siglos hasta alcanzar puntos de Libia y Túnez. Estas posesiones respondían principalmente a una doble necesidad estratégica: contener la expansión otomana en el Mediterráneo y asegurar rutas comerciales vitales para la economía española.
Históricamente, el norte de África ha sido una zona clave en nuestra política exterior dada su relevancia en términos de seguridad, comercio e influencia estratégica

En el siglo XIX, con la Conferencia de Berlín (1884-85), España amplió su influencia en el continente y consolidó su presencia en el Sáhara Occidental, Ifni y la zona norte de Marruecos. La firma del Tratado de Fez en 1912 estableció el Protectorado español en Marruecos y reforzó el papel de España como potencia administradora en el Magreb. Sin embargo, el proceso de descolonización de la segunda mitad del siglo XX marcó un punto de inflexión (Bárbulo, 2002). La independencia de Marruecos en 1956, la cesión de Ifni en 1969 y, finalmente, la retirada del Sáhara Occidental en 1975, evidenciaron el repliegue de la presencia española en la región (Goizueta, 2025). En la actualidad, España mantiene su soberanía sobre Ceuta y Melilla, enclaves que continúan siendo objeto de reclamación por parte de Marruecos y que constituyen un elemento clave en la estrategia de seguridad española en el norte de África. Véase el Gráfico 1 para comprender el mapa político del Magreb, región clave en la proyección española hacia el sur.
En los últimos tiempos, España ha buscado redefinir su relación con la región desde un enfoque de cooperación y estabilidad, adaptándose a los nuevos desafíos geopolíticos. En 2005, España impulsó el primer Plan de Acción para África Subsahariana con el objetivo de reforzar la cooperación bilateral y multilateral en materia de desarrollo, seguridad y migración. En este marco, ha liderado negociaciones como los Acuerdos de Cotonú, consolidándose como un actor relevante en la diplomacia euroafricana. Ahora bien, los desafíos contemporáneos como la presión migratoria o el integrismo islámico en la región han puesto de manifiesto la necesidad de una política exterior más estructurada y proactiva en el contexto norteafricano (Fuente, 2025), y hacen imperativo que esta trascienda la gestión coyuntural y se enfoque en una estrategia de largo plazo para la seguridad y estabilidad del flanco sur español.
Factores geopolíticos y estabilidad regional
Actualmente, la región se ha erigido como un espacio de alta competencia geopolítica donde convergen intereses estratégicos de actores regionales y extrarregionales (Karach y Lopes, 2015). España, como único país europeo con frontera terrestre en el continente africano, enfrenta un panorama complejo donde la seguridad en su sentido más amplio –incluida la
securitización de elementos comerciales, migratorios y políticos– impregna el abanico de nuestras preocupaciones. A esta primera aproximación se suma la configuración geopolítica de la región, que la convierte en un escenario de competencia regional con implicaciones directas para los intereses españoles.
Así, uno de los principales motores de la competencia geopolítica en la zona es la histórica rivalidad Argelia-Marruecos, dos potencias regionales cuyos conflictos bilaterales condicionan la estabilidad del Magreb. La disputa por la soberanía del Sáhara Occidental sigue siendo el núcleo del antagonismo entre ambos países (Barreñada, 2016), con Argelia respaldando al Frente Polisario y Marruecos reforzando su control sobre el territorio tras el reconocimiento de su soberanía por parte de EE. UU. en 2020 –estratégicamente enmarcada en los Acuerdos de Abraham– y del giro español en 2022 (Pavia y Cafiero, 2023). El respaldo estadounidense ha fortalecido la posición de Marruecos, una tendencia que no parece precisamente que vaya a cambiar con la Administración Trump y que intensifica las tensiones con Argelia, que ya en 2021 rompió relaciones diplomáticas con Rabat. Este deterioro tiene consecuencias directas para España, ya que la escalada de tensiones llevó a Argelia a congelar el comercio bilateral con Madrid –tras el cambio de postura del Gobierno español sobre el Sáhara en 2022– con el consiguiente impacto en sectores clave nacionales como el energético y el agroalimentario.
Otro factor determinante en la configuración geopolítica del norte de África, como hemos comentado, es la creciente influencia de actores extrarregionales, en particular Rusia y China, cada uno con intereses y formas de influencia divergentes. Aunque la Unión Europea sigue siendo uno de los principales socios comerciales de la región, además de disponer de acuerdos de asociación y cooperación en materia de seguridad, su presencia está siendo eclipsada por el auge de China, cuyo comercio con África se ha multiplicado por veinte en las últimas dos décadas –alcanzando los 254.000 millones de dólares en 2023–. Rusia, por su parte, ha reforzado su presencia militar y energética, especialmente en Argelia, con quien ha firmado acuerdos estratégicos en defensa y consolidado una relación histórica basada en la compra de armamento y en el suministro de gas.
Aunque la Unión Europea sigue siendo uno de los principales socios de la región, su presencia está siendo eclipsada por China, cuyo comercio con África se ha multiplicado en las últimas décadas, mientras que Rusia ha reforzado su presencia militar y energética
No obstante, hay que apuntar que esta tendencia parece evolucionar hacia una mayor independencia argelina de su tradicional socio ruso, optando por nuevos aliados como la India o el interés reciente en negociar con Washington en materia de seguridad, elementos a tener en cuenta en el equilibrio de poder regional. Mientras tanto, EE. UU. ha fortalecido su alianza con Marruecos, consolidándose como su principal socio en la región y culminando una tendencia histórica que tuvo un primer precedente en 1777, cuando el sultán Mohammed III se convirtió en el primer gobernante en reconocer la independencia estadounidense –lo que llevó incluso a Thomas Jefferson a firmar un acuerdo de protección mutua con el sultanato en 1787–. De hecho, desde su independencia en 1956, el reino de Marruecos ha
obtenido progresivas ventajas estratégicas de EE. UU. –como ser designado como aliado estratégico no OTAN en la defensa de sus intereses regionales–, lo que ha alterado los equilibrios geopolíticos en el Magreb.
En cualquier caso, el entorno norteafricano es un epicentro de amenazas transnacionales que afectan directamente a la seguridad de España y la UE. La inestabilidad en Libia, Níger y Malí ha propiciado un auge del terrorismo yihadista, así como del integrismo islamista, con la expansión de grupos como Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y el Estado Islámico en el Gran Sáhara (ISGS), cuyos ataques han desestabilizado amplias zonas del Sahel (Barras y García, 2015). Paralelamente, el crimen organizado y la trata de personas han convertido a Marruecos y Mauritania en puntos clave en las rutas migratorias hacia España, con un incremento del 154,5% en la llegada de inmigrantes irregulares a Canarias en 2023 respecto al año anterior. Además, Marruecos ha utilizado la presión migratoria como herramienta política en crisis como la de Ceuta en 2021, evidenciando su capacidad para condicionar la política española. En este escenario, España se enfrenta a una posición de vulnerabilidad estratégica sin una política de Estado clara para el Magreb, dependiendo en gran medida de los equilibrios de poder impuestos por sus socios norteafricanos y grandes potencias.
Sáhara Occidental y rivalidad Marruecos-Argelia: ¿Dónde queda España?
Centrando el foco en la proyección norteafricana española, en primer lugar, es preciso comprender cómo esta ha estado tradicionalmente marcada por el complejo equilibrio entre Marruecos y Argelia, dos actores cuyo antagonismo define gran parte de la dinámica geopolítica de la región. Más allá de las relaciones españolas con Túnez, Libia o Egipto, ambos países compiten en esferas clave como la energía, el comercio y la seguridad, condicionando la capacidad de España para articular una estrategia regional equilibrada. No obstante, el punto de máxima tensión en este triángulo relacional es el Sáhara Occidental
–el Gráfico 2 ilustra cómo están configuradas sus diferentes zonas– una cuestión que ha polarizado las relaciones diplomáticas de España con ambos países y que, en los últimos años, ha evidenciado un progresivo debilitamiento de la influencia española en la región.
El giro diplomático del Gobierno español en 2022, al alinearse con la propuesta de autonomía marroquí para el Sáhara Occidental, ha supuesto un punto de inflexión en esta dinámica y otorgado a Marruecos una posición de fuerza negociadora sin precedentes (González Vega, 2022). Este reposicionamiento ha provocado estrepitosamente el enfriamiento de las relaciones con Argelia (Boulaich, 2025), frenado la ampliación del gasoducto Medgaz y provocado el cierre del gasoducto del Magreb, lo cual obligó a España a optar por la alternativa de gas estadounidense, lo que ha encarecido el suministro español.

Simultáneamente, Argelia reforzaba su alianza energética con Italia –mediante el gasoducto GALSI– y Marruecos expandía su influencia hacia el Mediterráneo occidental a través del Tánger Med y hacia aguas canarias, incrementando los puntos de tensión con Madrid (Boltuc, 2024). A esto se suma la confrontación estratégica entre Argelia y Marruecos por el denominado proyecto Gran Marruecos –cuyos orígenes se remontan al siglo XII–, cuya principal amenaza es una ampliación territorial que incluye reivindicaciones sobre regiones argelinas como Tinduf y Béchar, lo cual agrava las tensiones bilaterales y refuerza la percepción de Marruecos como un actor expansionista en la región.
En este contexto, España se enfrenta a un escenario de presión geopolítica sin una estrategia de Estado clara que le permita equilibrar sus intereses en la región. La ausencia de una política exterior definida hacia el Magreb ha convertido a España en un actor reactivo, condicionado por las decisiones de sus socios norteafricanos en ámbitos clave como la seguridad, el comercio y la gestión fronteriza. Con un Marruecos cada vez más consolidado como socio preferente de potencias como Estados Unidos, Francia o Israel, y una Argelia que se distancia progresivamente de España en favor de otros mercados europeos y globales, la situación geopolítica de España en el norte de África se encuentra en un momento crítico, por lo que es esencial comprender cuál ha sido la reacción del Gobierno español ante este escenario.
Ausencia de extrategia, liderazgo y subordinación geopolítica
Ante la complejidad estratégica que plantea esta área de proyección geopolítica natural para España, la política exterior española en el último lustro ha estado marcada principalmente por la ausencia de una visión de Estado. El resultado ha sido una auténtica falta de autonomía estratégica y de capacidad para defender nuestros intereses nacionales. La visión de Estado en política exterior, desde una perspectiva realista, implica la capacidad de un país para diseñar estrategias coherentes y pragmáticas que garanticen estabilidad y continuidad más allá de los cambios internos. Y su fundamento radica en la defensa de intereses estratégicos a largo plazo que eviten su sujeción a fluctuaciones ideológicas o coyunturales.
En contraste, la acción exterior española ha estado marcada de modo determinante por una gestión reactiva y sujeta a dinámicas circunstanciales, que ha derivado en un escenario de fragmentación e improvisación que Marruecos ha sabido aprovechar hábilmente mediante el ejercicio de la diplomacia coercitiva. Esta falta de previsión estratégica quedó en evidencia cuando España reconoció la propuesta de autonomía marroquí sobre el Sáhara Occidental sin un respaldo institucional amplio y sin una negociación que garantizara contrapartidas, rompiendo así con su tradicional neutralidad y desatando una crisis con Argelia. La respuesta de Argel fue suspender el Tratado de Amistad y congelar sus relaciones comerciales con España: un intercambio económico que pasó de los más de mil millones de euros en 2022 a apenas trescientos millones en 2023.
La visión de Estado en política exterior, desde una perspectiva realista, implica la capacidad de un país para diseñar estrategias coherentes y pragmáticas que garanticen estabilidad y continuidad más allá de los cambios internos
Más allá del Sáhara, la debilidad estratégica española también se refleja en la creciente influencia de Marruecos en el ámbito económico, político y de seguridad. En el plano comercial, Rabat ha impuesto un marco de relaciones asimétrico, con el bloqueo desde 2018 de la apertura de la aduana en Melilla y la presión permanente para reducir el peso económico de los enclaves españoles norteafricanos, situación que consolida una posición de ventaja frente a una diplomacia española errática y sin una estrategia clara de contención que se limita a meras declaraciones políticas. En términos de seguridad, Marruecos ha utilizado tácticas híbridas para la desestabilización estratégica española, y entre ellas la gestión de los flujos migratorios como instrumento de presión política o la desinformación. Recordemos la crisis de Ceuta de 2021, cuando más de 8000 migrantes cruzaron la frontera en un solo día con la permisividad de las autoridades marroquíes. Este episodio demostró la capacidad de Rabat para condicionar la política española y exponer la falta de respuesta eficaz del Gobierno español, obligado a gestionar la crisis sin un marco negociador sólido que garantizara una estabilidad futura. Más adelante, al hablar de Canarias, abordaremos nuevamente las reclamaciones marítimas de Marruecos en el Atlántico que una vez más carecen de una reacción simétrica española.
Paralelamente, la fragmentación política ha erosionado la credibilidad de España como actor internacional. Mientras Italia ha mantenido una estrategia de influencia sobre el Sahel y Argelia mediante su red diplomática y económica, la posición de España oscila entre enfoques diversos sin continuidad estratégica. La ausencia de un consenso político en torno a las relaciones con Marruecos –y su política hegemónica regional– y Argelia ha permitido que la política exterior quede atrapada en disputas partidistas y ha debilitado su proyección internacional (Mabrouk, 2023). Asimismo, España ha visto reducida su capacidad de influenciar en la formulación de políticas hacia el norte de África en Bruselas, foro de decisión donde Marruecos trata de consolidar su peso específico. Caso de referencia es el denominado Morocco-Gate, que muestra el creciente influjo marroquí en la UE al tiempo que permite a Rabat asegurar acuerdos comerciales y pesqueros favorables sin realizar concesiones significativas a España (González, 2025).
En última instancia, a nivel multilateral, España no ha sabido posicionarse como un actor clave en las negociaciones sobre el Sáhara Occidental dentro de la ONU, mientras Marruecos ha fortalecido su narrativa diplomática y conseguido el reconocimiento de su soberanía sobre el territorio saharaui por parte de actores relevantes como EE.UU. e Israel. De este modo, la falta de autonomía estratégica convierte a España en un actor secundario, dependiente de decisiones tomadas en Rabat, Bruselas o Washington, y sin capacidad de maniobra propia. Esta pérdida de influencia en la región favorece que Marruecos se posicione como socio prioritario de EE.UU. en el Magreb y refuerce su papel como interlocutor privilegiado en la seguridad del Mediterráneo occidental. Con un impacto decisivo, la ausencia de la mencionada visión de Estado en la política exterior española ha generado un escenario de subordinación geopolítica y de cesión de margen de maniobra en el Magreb sin obtener beneficios estratégicos tangibles.
Con un impacto decisivo, la ausencia de la mencionada visión de Estado en la política exterior española ha generado un escenario de subordinación geopolítica y de cesión de margen de maniobra en el Magreb sin obtener beneficios estratégicos tangibles
Fracaso e inercia geopolítica: el vació estratégico de Canarias
El caso de Canarias, un territorio de enorme valor geopolítico para España debido a su ubicación en el Atlántico y su proximidad con el continente africano, se ha convertido en un claro ejemplo del vacío estratégico que caracteriza la política exterior española en el último lustro. A pesar de su importancia como nodo logístico, comercial y de seguridad marítima, el Gobierno español ha mostrado una inacción preocupante ante las crecientes ambiciones de Marruecos en la región. Prueba de ello es que, en la nueva Estrategia España-África, solamente se menciona cuatro veces a Canarias, lo que da idea de la poca relevancia estratégica otorgada al archipiélago.
Uno de los aspectos más evidentes de esta estrategia expansionista es la reclamación unilateral de aguas territoriales por parte de Rabat. En 2020, Marruecos aprobó dos leyes que ampliaban su dominio marítimo hasta las 350 millas náuticas –véase el Gráfico 3 sobre las disputas marítimas–, solapándose con la zona económica exclusiva de Canarias y afectando directamente la soberanía española sobre ocho montes submarinos ricos en minerales estratégicos. Esta maniobra responde al creciente interés marroquí por la explotación de los yacimientos submarinos de telurio y cobalto en el monte Tropic, además de tierras raras, un recurso clave para la industria tecnológica y la transición energética.

Y recientemente, Marruecos ha autorizado la exploración de gas en el lecho marino al sureste del archipiélago canario, concretamente a 240 km de la costa grancanaria. La actividad la liderará NewMed Energy, parte del holding israelí Delek Group, que refuerza así la cooperación energética entre Rabat y Tel Aviv, y consolida la estrategia marroquí de explotar los recursos que estime oportuno sin oposición significativa. A pesar de la amenaza directa que suponen estos movimientos, el Gobierno español ha adoptado una postura de pasividad, limitándose a declaraciones diplomáticas sin medidas concretas para proteger su soberanía en la zona. Esta inacción contrasta claramente con la agresiva política de expansión marítima de Marruecos, que prosigue en su agenda sin encontrar obstáculos reales en el tablero geopolítico regional.
Más allá de las aspiraciones marítimas, Marruecos también ha utilizado la citada migración irregular como un instrumento de presión geopolítica sobre España, con Canarias como uno de los principales puntos de llegada –el Gráfico 4 expone las rutas migratorias a Canarias–. Solo en 2024, por ejemplo, el archipiélago experimentó la llegada de 46.843 inmigrantes irregulares, convirtiéndose en la ruta migratoria más activa y mortal hacia Europa, donde la mayor parte del flujo migratorio proviene de costas marroquíes frente a otros puntos como Mauritania. Este fenómeno no puede entenderse únicamente como una crisis humanitaria, sino como una herramienta deliberada de desestabilización utilizada por Marruecos para obtener concesiones comerciales, diplomáticas o financieras.
Más allá de las aspiraciones marítimas, Marruecos ha utilizado la migración irregular como instrumento de presión geopolítica. Solo en 2024 el archipiélago experimentó la llegada de 46.843 inmigrantes irregulares, convirtiéndose en la ruta migratoria más activa y mortal hacia Europa
La ausencia de una respuesta firme por parte del Ejecutivo español ha facilitado esta táctica, mientras que la presión sobre los recursos públicos canarios sigue en aumento. Paralelamente, la cooperación migratoria entre la UE y Marruecos, que ha supuesto una asignación de más de 500 millones de euros en el marco de financiación 2021-2027, no sólo no ha generado resultados tangibles en términos de control efectivo de los flujos migratorios, sino que ha evidenciado la falta de una estrategia coherente para abordar este desafío.
A esto se suma la vulnerabilidad de Canarias en el ámbito de la seguridad y la defensa. Marruecos ha intensificado sus ejercicios militares en aguas cercanas al archipiélago –el último episodio en septiembre de 2024–, reforzado su cooperación en defensa con EE. UU., Turquía e Israel, y aumentado su gasto militar sin que España haya reaccionado con medidas disuasorias o refuerzos estratégicos en la zona. Mientras Rabat adquiere armamento de última generación y refuerza sus capacidades militares –con acuerdos de compra de cazas F-16 con EE. UU., por ejemplo–, el Gobierno español ha optado por una política de inacción que ignora el potencial impacto de este desequilibrio en el flanco sur.
En el plano económico, la anulación del acuerdo de pesca UE-Marruecos por el Tribunal de Justicia de la UE en octubre de 2024 supone un nuevo desafío para la estabilidad económica del archipiélago. Esta decisión, que ratifica la exclusión de las aguas del Sáhara Occidental del acuerdo pesquero, agrava el impacto de la sentencia de 2021, que ya había limitado el alcance de estos convenios, afectando significativamente a la industria pesquera canaria. Con todo lo anterior, el Gobierno español no ha articulado una respuesta efectiva que mitigue las consecuencias para el sector pesquero. En conjunto, la combinación de reclamaciones marítimas, presión migratoria, maniobras militares y estrategias económicas hostiles por parte de Marruecos, frente a la inercia geopolítica de España, han convertido a Canarias en un territorio altamente expuesto a la estrategia expansionista de Rabat sin que Madrid adopte una política de defensa clara y firme en este enclave estratégico.
Hacia una política exterior coherente
Es imprescindible articular una política exterior coherente basada en una visión estratégica de Estado. Sin una planificación de largo plazo que refuerce nuestra presencia en la región, España corre el riesgo de ver reducida su capacidad de influencia, al igual que ha ocurrido con Francia en el Sahel (Mesa, 2023). El país galo, a pesar de su presencia histórica en la región, ha experimentado un debilitamiento progresivo de su posición ante la llegada de actores como Rusia y Turquía, lo que ha provocado su reciente retirada de Malí y Burkina Faso. De esta forma, la ausencia de una estrategia geopolítica española ha permitido que otros actores ocupen el vacío y debilitado nuestra capacidad de maniobra. Por lo que, si no reorientamos nuestro enfoque, corremos el riesgo de seguir un camino similar de declive.
Para evitar esta deriva, España debe consolidar una autonomía geopolítica efectiva y reforzar la capacidad de negociación y defensa de nuestros intereses frente a nuestros vecinos. Una de nuestras necesidades estratégicas y de seguridad debe ser el establecimiento de alianzas dentro de la UE para liderar la política mediterránea, así como definir una agenda de cooperación con los países del Sahel que priorice la estabilidad y el control migratorio, aunque ello suponga afectar intereses estratégicos de socios europeos como Francia, Italia e incluso Alemania. Para ello, es esencial impulsar una política exterior con estructuras institucionales propias que aseguren la continuidad de la estrategia española más allá de los cambios de gobierno, con especial énfasis en reducir la dependencia de terceros en la toma de decisiones.
Sin una diplomacia más estructurada, menos politizada –en cinco años, los nombramientos diplomáticos a dedo han aumentado exponencialmente– y dotada de recursos adecuados, la posición española seguirá debilitándose frente a la agresiva estrategia marroquí y la consolidación de Argelia como socio clave de otros actores europeos y globales, y dejaría a España al margen de las negociaciones sobre el futuro norteafricano.
Finalmente, la seguridad de España en la región no puede abordarse de manera aislada, sino dentro de una estrategia de seguridad nacional que integre nuestros desafíos en el Mediterráneo y en el Atlántico en un único marco de acción. Así, parece ineludible priorizar la defensa de nuestros intereses marítimos y territoriales, y establecer líneas rojas claras ante cualquier intento de expansión marroquí o desestabilización de su espacio de influencia. Ello nos permitiría maximizar la influencia en áreas estratégicas, combinando pragmatismo, seguridad y poder negociador.
Romper la inercia para revertir la tendencia geopolítica
España enfrenta un punto crítico en su proyección geopolítica en el norte de África. La falta de una política exterior coherente ha debilitado nuestra influencia en una región crucial por historia, geografía y seguridad. La competencia entre Marruecos y Argelia, la injerencia de potencias extrarregionales y la ausencia de una estrategia estructurada nos han relegado a un papel reactivo y a ceder terreno en seguridad, energía y gestión migratoria. Sin embargo, este escenario no es irreversible. España aún puede redefinir su papel en el Magreb y el Atlántico, pero solo con un giro estratégico que refuerce nuestra autonomía de acción y establezca líneas firmes frente a socios y competidores. Para ello, debemos abandonar la inercia y adoptar la mencionada visión de Estado, capaz de trascender los ciclos políticos.
Este cambio requiere reformas profundas, comenzando por una mayor conciencia nacional sobre seguridad y defensa. España no puede seguir percibiendo el norte de África como un asunto secundario o exclusivamente económico, sino como un espacio estratégico que impacta directamente en nuestra estabilidad, economía e influencia internacional. La falta de cultura estratégica en la clase política y en la opinión pública ha facilitado la expansión de Marruecos sin encontrar resistencia. Para revertir esta tendencia, España debe, como máxima estratégica, establecer un discurso de seguridad nacional que sitúe el Magreb y el Atlántico en el centro de nuestra política exterior.
En esta línea, la UE y la OTAN no deben verse como límites a la acción española, sino como plataformas para ejercer liderazgo. Hasta ahora, España ha asumido un rol subordinado y ha permitido que países como Francia o Alemania definan las estrategias mediterráneas y atlánticas. Sin embargo, nuestra presencia territorial en África y el control de las rutas clave en el Atlántico y el Mediterráneo nos convierte en un actor indispensable para la estabilidad regional. En lugar de limitarnos a una defensa aislada de nuestros intereses, España debe impulsar una agenda de seguridad compartida, vinculando nuestras preocupaciones con las de nuestros socios europeos y de la alianza atlántica. Factores como el control migratorio, el tráfico de drogas, la inestabilidad en el Sahel y la seguridad energética afectan no solo a España, sino a toda la arquitectura de seguridad europea y atlántica. Un enfoque proactivo en estos ámbitos nos permitiría recuperar capacidad de negociación y evitar el aislamiento geopolítico.
El margen de maniobra de España para recuperar influencia pasa también por definir con claridad nuestros intereses de seguridad en la región y utilizar nuestros recursos diplomáticos en un equilibrio de poder complejo. En última instancia, el reto es abandonar la fragmentación e improvisación que han caracterizado la acción exterior española en el Magreb y construir una política exterior basada en la proyección de poder, el liderazgo estratégico y la defensa de los intereses nacionales con una visión de largo plazo. De esta forma, Madrid no debe conformarse con un papel secundario en el Magreb, sino que España debe negociar desde la fortaleza, aprovechando nuestros activos territoriales y nuestra posición en la OTAN. Si somos capaces de articular una estrategia coherente, aún es posible revertir el deterioro de nuestra presencia en la región. De lo contrario, el vacío geopolítico seguirá ampliándose en favor de nuestros rivales y de otros actores con mayor astucia en el tablero internacional.
Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista Cuadernos FAES de pensamiento político. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.

BIBLIOGRAFÍA
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