La Armada y la inmigración ilegal
Mezclar la defensa con las funciones policiales es de un gran atrevimiento

Fragata Méndez Núñez de la Armada española.
«Veneramos a Dios y a la Armada
cuando truena el cañón en el frente.
Luego llega la paz deseada,
Dios tan sólo es leyenda olvidada,
y la Armada, al decir de la gente
una carga para el contribuyente
que no sirve en rigor para nada»
Rudyard Kipling
De manera recurrente sucede, pero últimamente parece que de manera más frecuente, y desgraciadamente más trascendente habida cuenta de la vergonzosa posición de nuestro Gobierno en la OTAN y la UE respecto a los gastos de defensa, que se emiten opiniones a favor de la conveniencia de que la Armada asuma funciones policiales. Cuando los que emiten tales indoctas opiniones son personajes políticos suelen emplear la expresión «exigimos», tal vez esperando que el agresivo lenguaje disfrace el desconocimiento.
Mezclar la defensa con las funciones policiales es de un gran atrevimiento, tal vez similar al de reclamar que los diplomáticos hagan funciones judiciales, o los bomberos se ocupen de la sanidad, por poner ejemplos tomados del aire. Las organizaciones policiales consideran la seguridad ciudadana como una actividad continua, algo que requiere acción y presencia, que consiste en perseguir delincuentes, detenerlos en nombre de la Ley, y ponerlos a disposición de los jueces, sabiendo que al día siguiente habrá nuevos delincuentes que detener.
La defensa, por otro lado, más que una actividad consiste en preservar una situación: se trata de impedir que la amenaza de un presunto agresor externo llegue a materializarse porque las Fuerzas Armadas le disuaden, le convencen de que si persiste en sus intenciones serán derrotados con perjuicio mayor que las ventajas que pretendía obtener atacando. Sólo conozco como ejemplos de tal intrusión o mezcla de responsabilidades entre defensa y seguridad ciudadana, el anecdótico de los Carabinieri italianos –fuerza policial, pero no sólo- que tienen formada una división de infantería mecanizada; y los varios países sudamericanos en los que es frecuente que sus fuerzas armadas asuman funciones policiales, a todas luces por la conjunción de dos factores que aquí no existen: la ausencia de la posibilidad de un enemigo externo, y la ineficiencia (o corrupción) de sus fuerzas policiales.
Cuando, excepcionalmente en Europa, se creó en España la Unidad Militar de Emergencias (UME) se estableció un peligroso precedente. En realidad se cruzó una separación aún más ancha y clara, la que separa defensa, no ya de las fuerzas policiales, sino más allá, de las de protección civil. Con tan lamentable decisión se consiguió utilizar como cuerpo de bomberos una gran unidad del Ejército de Tierra, detrayendo así personal y recursos económicos de unas Fuerzas Armadas bien necesitadas de ambos (e impidiendo de paso la solución más lógica, el establecimiento de un cuerpo de bomberos de ámbito nacional).
Eso sin contar con que la misión de esa unidad no solo la hace directamente incompatible con el 3,5% del PIB que según nuestros aliados debería ser destinado estrictamente a defensa, sino ni siquiera cabría en el adicional 1,5% de actividades de apoyo a la defensa, como la ciberseguridad o las adaptación de estructuras como puentes o carreteras, que el Gobierno parece considerar un saco donde las cosas más dispares caben.
Los que promovieron y decidieron tal transgresión orgánica quedaron sin embargo muy satisfechos del resultado, pues la UME es muy eficaz en lo que hace. No debería sorprender: las fuerzas armadas están organizadas y adiestradas para operar en la mayor catástrofe posible que es la guerra, para lo que tienen sus propias comunicaciones independientes de las de uso civil, sus vehículos capaces de operar en terrenos agrestes, su estructura jerárquica y disciplinada, por lo que un incendio o una inundación son problemas menores. Pero no es lo que deberían hacer.
Es preciso no olvidar quién es responsable de cada uno de los tres tipos de seguridad que el Estado está obligado a proporcionar a los ciudadanos (ver figura).
Pero el apetito por dedicar a las Fuerzas Armadas a misiones ajenas no ha hecho al parecer sino aumentar. La moda a que me refería al principio es reclamar (¡exigir!) que los buques de la Armada se dirijan al sur de Canarias a interceptar las numerosas pateras de emigrantes. Y ya de paso, algunos osados añaden al paquete de misión la persecución del contrabando, del tráfico de estupefacientes, y de cualquier otra actividad delictiva en la mar.
Pero vamos a limitarnos en esta ocasión (porque además es la reclamación más frecuente y vociferante) al asunto de la inmigración por mar. Tres parece que serían los objetivos buscados con este atípico empleo de los buques de guerra: reducción de la corriente migratoria por mar, interdicción del abominable tráfico de seres humanos y alivio del coste humano en forma de naufragios.
El primero es a todas luces el prioritario en las mentes de los apasionados reclamantes, puesto que la petición de la intervención de la Armada suele ser en el contexto de debates sobre el número de inmigrantes en territorio nacional, y la presión que ello significa en términos de asistencia social, empleo, y en todo aquello en lo que los recién llegados podrían competir con los nacionales.
Pues bien, un número, por fuerza limitado, de buques de la Armada patrullando, digamos a 100 millas al sur de Canarias, no ejercerían el más mínimo efecto disuasorio sobre los emigrantes. En sentido este-oeste las Islas Canarias abarcan unas 260 millas náuticas, lo que obligaría a disponer de al menos media docena de barcos igualmente espaciados para detectar la presencia de esos botes… con suerte, ya que siendo todo madera y personas la señal radar es muy débil o inexistente, así que me inclinaría por el doble.
Parece innecesario añadir que la Armada no puede permitirse el lujo de una presencia permanente así de numerosa (cualquier misión permanente requiere de tres veces el número de barcos en principio necesarios, para tener en cuenta los descansos, preparación y tránsitos), lo que haría subir el número de barcos para tal operación a no menos de una veintena. En todo caso, incluso si se pudiera hacer, ello no disuadiría de emprender los viajes migratorios, porque los emigrantes no saben dónde están los barcos que deben impedir su llegada, ni tienen medio de detectarlos.
Por supuesto las aeronaves embarcadas extienden notablemente el área de detección. Pero no se trata de atacar al blanco detectado, sino de establecer contacto con ellos a la voz, inspeccionar sus condiciones de navegabilidad, etc., y ello hay que hacerlo con el barco, no es tarea que el helicóptero, no digamos un dron, pueda llevar a cabo. Hará más eficiente la detección, pero no ahorrará nada en lo más importante y delicado de la tarea.
El segundo objetivo es más peliagudo. Determinar quiénes son los traficantes y quiénes las víctimas no es tarea fácil ni siquiera para policías adiestrados para ello, mucho menos para las dotaciones de los buques de guerra. Además de que este problema de identificación y búsqueda de antecedentes de cada individuo está entreverado con el de separar a los refugiados –a los que la Ley obliga a acoger – de los simples emigrantes en busca de mejores condiciones económicas, para los que las condiciones para acogida son mucho más exigentes (aunque no iguales para todos, p.ej., hay que diferenciar entre menores y mayores de edad).
Todas estas averiguaciones no se pueden hacer en la mar, requieren el reposo y el acceso informático sólo accesibles en locales policiales en tierra, para averiguar la verdadera nacionalidad de los emigrantes, las razones aducidas para ser acogidos, la presencia o no a bordo de los posibles traficantes, puntos de procedencia, origen de las embarcaciones y medios, financiación, procedimientos de pago, etc. Véanse los plazos que se requieren para procesar la documentación, seguramente más simple, de los inmigrantes que llegan por vía aérea, que en los casos dudosos llegan a ser de varios meses.
Aparte de que, en el caso de los refugiados, hay un componente ideológico que complica la aplicación de la fría Ley: en efecto, la acogida de los que huyen de las tropelías de un gobierno revolucionario que encarcela o asesina a los disidentes puede ser vista con distintos ojos según la afinidad o discrepancia del Gobierno nacional en ese momento con el causante de la huida. Podemos aceptar, sin embargo, que la llegada a Canarias (diferente de las migraciones mediterráneas) está compuesta en su aplastante mayoría por emigrantes económicos. Aun así, la posibilidad por remota que sea de que tan solo uno de ellos sea un genuino refugiado obliga a activar todos los procedimientos.
Pero en todo caso, tanto el primer objetivo (reducción de inmigrantes) como el segundo (interdicción del tráfico de seres humanos) presentan un problema insoluble: ¿Cómo se les repele? Salvo hundiéndolos (que no dudo no está en la mente de los proponentes) no hay medio de impedir que dirijan su rumbo al norte. No, no se les puede remolcar, si es que el lector está pensando en ello, a riesgo de descuadernar el miserable bote y provocar ahogamientos generalizados, y de hacerlo sería a una velocidad mucho menor que la que el bote puede hacer por sus medios, digamos tres o cuatro nudos, con lo que el viaje de regreso se haría eterno. Más muertes de sed o inanición.
Pero incluso en el caso hipotético de que accedieran a regresar por sus medios a la vista de un poderoso buque de guerra interponiéndose (si es que el verbo “interponerse” tiene significado en alta mar) y no cedieran a la tentación de volver al rumbo norte al caer la siguiente noche, la duración de su navegación se habría duplicado, y el riesgo de muertes se multiplicaría. ¿Quién se haría responsable de esas muertes forzadas?
Lo que nos lleva al tercer objetivo, la reducción del número de muertes. Vaya por delante que SASEMAR, la entidad competente en cuestiones de salvamente marítimo, está haciendo una excelente labor. Son los profesionales de ello, y lo hacen muy bien. Pero es que además para tal tarea no es preciso emplear buques de guerra. La Convención de las Naciones Unidas para el Derecho del Mar (UNCLOS) lo dice muy claramente en su artículo 98: “Deber de prestar auxilio. 1. Todo Estado exigirá al capitán de un buque que enarbole su pabellón que, siempre que pueda hacerlo sin grave peligro para el buque, su tripulación o sus pasajeros: a) Preste auxilio a toda persona que se encuentre en peligro de desaparecer en el mar; b) Se dirija a toda la velocidad posible a prestar auxilio a las personas que estén en peligro, en cuanto sepa que necesitan socorro y siempre que tenga una posibilidad razonable de hacerlo”.
Y el reglamento de seguridad de la vida humana en la mar, conocido como SOLAS, dice parecidamente en su capítulo V, Regla 33, Situaciones de socorro: obligaciones y procedimientos: “1 – El capitán de todo buque que estando en condiciones de prestar ayuda reciba una información, de la fuente que sea, al efecto de que hay personas siniestradas en la mar, estará obligado a acudir a toda máquina en su auxilio, informando a éstas de ello o al servicio de búsqueda y salvamento. La obligación de prestar auxilio es independiente de la nacionalidad y la condición jurídica de dichas personas y de las circunstancias en que hayan sido encontradas”.
Esta obligación trasciende la aparentemente más clara de recoger a alguien que está en el agua; en realidad, su objeto de protección es todos aquellos que están en riesgo de desaparecer en la mar. Un bote precario, atestado de personas, a 100 millas de la costa más próxima, está en evidente riesgo de desaparecer si no se le auxilia, y es por lo tanto obligación recogerlos a todos a bordo. Y todo ello “con independencia de la nacionalidad y la condición jurídica” de los infelices. Por tanto, todos los buques, no sólo los de guerra, los de SASEMAR, o los de las ONG, están en la obligación de asistirlos.
Y con esto enlazamos con los dos primeros objetivos que analizamos antes, porque en realidad cualquiera que sea la razón que obligue a aproximarse a un bote en esas condiciones, el hecho es que es preciso subir esos náufragos -o candidatos a náufrago- a bordo. Y ocurre que un barco de guerra tiene extraterritorialidad (UNCLOS, Art 29 y ss.). Es decir, una vez a bordo están ya (en el caso que nos ocupa) en España a todos los efectos, y no se puede legalmente transportarlos y desembarcarlos sino a territorio nacional. Olvídense pues lo aguerridos combatidores de la inmigración ilegal con buques de la Armada: lo que harían sería facilitarles la llegada a España, que ciertamente no es lo que pretenden.
No se nos escapa que en algunos casos se sospecha que barcos de cierto porte llevan a los emigrantes hasta la proximidad de la costa pretendida, y allí los hacen embarcar en los botes que llevan a remolque o en cubierta, con instrucciones de declarar que han hecho toda la travesía de esa manera. El problema es que esas sospechas son desmentidas, al menos en su gran mayoría, por la evidente postración de los que llegan, más propia de un pasaje de 800 millas (distancia aproximada entre Dakar y Hierro) durante seis, ocho o más días en un miserable bote.
Eso sin contar con que el destacamento que tenemos de la Guardia Civil en Senegal incluye con cierta periodicidad alguno de sus buques de más porte (Río Miño, Río Ara, Río Cabriel) basados en Dakar, además de aeronaves. Cabe observar que la partida de botes desde las extensas playas al norte y alejadas de la capital puede fácilmente pasar desapercibida, pero es de presumir que la partida de un buque con varios cientos de emigrantes no dejaría de ser detectada por los guardias civiles allí estacionados y en contacto con las autoridades locales.
Hace unos años (2016, tiempos con menos preocupaciones que los actuales, militarmente hablando, cuando se llegó a decir aquello de “la OTAN es una solución en busca de un problema”) la OTAN, presionada por algunos aliados, tomó la decisón de enviar su fuerza naval permanente del Mediterráneo (entonces sólo dotada de tres buques frente a los ocho habituales) a la costa de Turquía con una idea similarmente confusa a la de nuestros proponentes patrios, a contender con un gran número de refugiados sirios que se atropellaban para alcanzar las islas griegas que jalonan esa costa.
Tan pronto se anunció la decisión, todavía sin una orden de operaciones aprobada, la jefe de la oficina de Amnistía Internacional en las Instituciones Europeas Iverna McGowan declaró inmediatamente: “Cualquier barco de la OTAN que detecte una embarcación en peligro debe brindar asistencia vital inmediata. Cientos de refugiados, incluidos muchos niños, ya han muerto este año al intentar la peligrosa travesía por el Egeo […] Las fuerzas de la OTAN no deben, en ningún caso, convertirse en una barrera más entre los refugiados y la protección internacional a la que tienen derecho. […] Interceptar a los refugiados que intentan llegar a Europa y devolverlos a Turquía —donde ya se encuentran 2,5 millones— constituiría una grave violación de su derecho a solicitar asilo y contravendría el derecho internacional”. Este aviso de Amnistía Internacional, aunque centrado en el problema de los refugiados entonces prevalente, más bien que el de los emigrantes en general, reproduce acertadamente el lenguaje antes mencionado de UNCLOS y SOLAS. El Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg entonces, fue sensible a la advertencia, y en sus declaraciones explicó que la misión era ‘…llevar a cabo reconocimiento, seguimiento y vigilancia […] no se trata de detener ni hacer retroceder a los barcos de refugiados’, explicando por tanto lo que no tenían que hacer, más bien que lo que tenían que hacer. Vale la pena añadir que el éxito de aquella misión fue perfectamente descriptible, y nunca la OTAN volvió a caer en semejante trampa.
No caigamos nosotros, años después, en ella.
Fernando del Pozo es analista del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.