'El Lobo', hace hoy 50 años: «Si fracaso quedaré como un etarra muerto»
A principios de julio de 1975, el infiltrado Lejarza, jefe de Infraestructuras de ETA, pasó la muga en los Pirineos con destino a Madrid

El infiltrado en ETA Mikel Lejarza, alias 'El Lobo'.
En 2025 estamos celebrando el 50 aniversario de la infiltración más épica en la triste y sangrienta historia de ETA. Una historia marcada por algunos hitos que estoy recordando en THE OBJECTIVE, tras repasar lo que pasó aquel año con su protagonista, Mikel Lejarza, El Lobo, y releyendo su libro de duras memorias Yo confieso. Este es el intenso relato de aquellas primeras dos semanas de julio.
La cúpula de ETA ordenó pasar desde Francia a España a un pequeño grupo de terroristas ya formados. Mikel, como jefe de Infraestructura, hizo su última parada en un chalé bastante bueno, situado cerca de Sokoa, mientras lo que eran soldados rasos pernoctaban en alojamientos peores.
De despedida, salieron a tomar algo y se les sumó una chica, a la que llamaban la Navarrica, que se pegó a él. Por la tarde le dijo: «Gorka, me gustaría dormir contigo». Tanto tiempo sin mantener relaciones, Lejarza no lo dudó y pasó la noche con ella. Al día siguiente la Navarrica empezó a decir delante de todos los dirigentes: «Jo, Gorka, cuando vuelvas nos vamos todos a París, vamos a pasar una semana». Nunca volvió a saber de ella.
Ya en ruta hacia España, Lejarza y los nuevos etarras pasaron por Perpiñán y se quedaron en casa de una chica catalana que respaldaba a ETA. Allí, entre otras cosas que hicieron para cambiar de aspecto, se tiñeron el pelo y Mikel se lo puse negro azabache.
Al día siguiente, 10 de julio, pasaron la muga por la zona de Puigcerdà y salieron por la iglesia de Perpiñán. Primero circularon por la carretera, distribuidos en dos coches, y en una ocasión se paró el que los precedía, síntoma de que había aparecido la Policía francesa. Salieron del vehículo, se escondieron en la cuneta y vieron pasar a los uniformados sin que los descubrieran. Esa era una muga muy fácil de pasar, pero complicada por la vigilancia que había. La Guardia Civil la conocía de otras ocasiones, pero los de ETA tenían el aviso de los amigos catalanes de que ese día no aparecerían. Pasaron a pie y uno de sus compañeros trató de quitarse la tensión haciéndose el gracioso: «Verás tú, nos ametrallan aquí, tenemos que pasar a tiros». Justo en ese momento se cruzaron con otros que huían de España: a uno, que se llamaba Andoni y pertenecía al comité ejecutivo, lo habían herido en un tiroteo.
Fue un regreso a España muy complicado para Mikel. Sus pensamientos miraron hacia el futuro y le entró el miedo a morir sin conseguir nada. Si eso ocurría, tuvo el presentimiento de que quedaría como un etarra muerto y que nadie sabría que era un agente del servicio secreto que no llegó a conseguir su objetivo. Aquel trayecto se le hizo muy largo porque, por primera vez, se cuestionó su misión: ¿Confiaban sus jefes en él? ¿Confiaba él en ellos? Estaba totalmente en manos de los agentes del servicio, podrían hacer con él lo que fuera, porque corría los mismos peligros que los etarras que estaban pasando a España si los descubría la Guardia Civil, o más bien el doble, pues si los de ETA le pillaban no dudarían en torturarle y matarle. Por suerte, llegaron a Puigcerdà sin novedad y cogieron un tren a Barcelona.
Mikel metió a una amiga en ETA
La que también jugó el papel de ser de ETA, pero trabajaba para el servicio secreto, fue Edurne. Mikel empezó a salir con ella en 1973, antes de que el servicio secreto hiciera los primeros acercamientos. Era una chica que llamaba la atención por lo guapa que era, alegre, no quería sobresalir, sabía estar en su sitio. Cuando la infiltración empezó a avanzar, los del servicio la conocieron porque Mikel salía con ella y le recomendaron que la metiera en la operación para hacer de correo.
Edurne empezó colaborando por amor y terminó convirtiéndose en espía. Lo hacía bien, era la típica agente natural, pasaba desapercibida y se ganaba a la gente con mucha facilidad. Cuando Mikel escapó a Francia, Edurne siguió cumpliendo las labores de correo. Los etarras la veían como su pareja, lo que permitió que siguiera cumpliendo el mismo papel cuando regresó a España, convertido en jefe de Infraestructura.
Rompieron su relación en 1978, antes de que Mikel se fuera a vivir a Salamanca. Pasado el tiempo siguieron trabajando juntos porque ella tenía una casa en Bilbao, y cuando iban la utilizaban como piso franco. Mikel quiso borrar el papel que había hecho en apoyo de El Lobo para que no la persiguieran. Nunca se metieron con ella.
‘El Lobo’ y los terroristas, en Madrid
El 10 de julio Mikel viajó a Madrid. Los de ETA le habían preguntado dónde quedaban y él eligió la cafetería Hontanares, en Avenida de América. Se la había señalado el servicio porque estaba al lado de la oficina principal camuflada en la que trabajaban todos. Allí se reunió con los etarras al día siguiente por la mañana. Wilson le informó: «Papi se queda aquí, que es el que va a llevar todo lo de Madrid. Yo me voy con un comando a Barcelona para realizar varias acciones». No dijo cuáles, pero como los agentes operativos del servicio estaban controlando la reunión, cuando salió de la cafetería lo siguieron. Wilson y Papi se habían buscado sus propios pisos, pero después de esa reunión el servicio no tardó en localizar sus escondites.
La parte técnica, muy cutre
Los aspectos técnicos de la infiltración fueron bastante cutres. Durante la primera etapa, el servicio no le dio ningún artilugio. Cuando la Operación Lobo empezó a moverse más en serio, tras volver de Francia formando ya parte de ETA, le entregaron unas grabadoras del tamaño de una caja de cerillas y unos bolígrafos de tinta invisible, que los compaginaba con unos caramelos que siempre llevaba en el bolsillo. En el papel blanco del envoltorio del caramelo escribía un mensaje y, como sabía que tenía siempre detrás al equipo de seguimiento, lo tiraba al suelo despreocupadamente. Ese método lo utilizó en más de una ocasión, y en más de una ocasión vio cómo el mensaje se quedaba sin recoger y tuvo que pararse a esperar, disimulando, y darle un golpe en el brazo al de seguimiento y decirle: «Coño, que acabo de tirar un papel ahí atrás, ¿de qué vas?».
Lo peor que le podía ocurrir al equipo de seguimiento era que los detectara. La reacción de ellos era siempre: «¿Qué dice, qué dice?». «No seas tonto y coge el papelito, coño». Una vez, yendo al bar del teatro Arriaga, donde había quedado con dos polimilis, en la parte izquierda de la explanada había una zona que tenía arena, y descubrió que había dos etarras de los milis rubios que eran gemelos, de los más duros. Rápidamente, lo escribió en el papel de un caramelo para que alguien los controlara. Lo tiró al suelo, miró para atrás y el que le seguía no lo cogió y el siguiente tampoco. Esperó a uno en la esquina, le propinó un codazo y le dijo: «Tío, coge el papel, me cago en la leche», porque no tenía otra forma de comunicarles que tenían allí un comando operativo.