El día que la policía casi mata a 'El Lobo', infiltrado en ETA
Un mando del servicio secreto, hace 50 años: «¿El Lobo? Allá él. Si cae en la redada, que caiga»

Mikel Lejarza, El Lobo.
En el 50 aniversario de la infiltración más exitosa en la banda terrorista ETA, recuerdo como homenaje a Mikel Lejarza, El Lobo, uno de los episodios más graves de aquella aventura. Mikel sabía que si ETA le descubría, su vida no valdría un céntimo. El 31 de julio de 1975, lo que pasó no aparecía en el guion: la Policía intentó asesinarle. Este es el relato sacado en parte de una conversación telefónica entre el infiltrado y yo, y en parte del libro de memorias Yo confieso.
«Ese día de verano del que hablas, Txepe, Papi, Josean Múgica y yo íbamos en dirección a la plaza de Castilla porque queríamos acercarnos a un chalé, al lado de unas oficinas que estaban en el barrio de Peñagrande, cerca de Mirasierra, donde estaban Apala y Pakito para recoger algún material».
«Íbamos en el coche tan tranquilos por el lateral del paseo de la Castellana, un pelín más arriba del estadio Santiago Bernabéu, y nos encontramos de frente a muchos vehículos de Policía con las sirenas encendidas que iban nerviosos en sentido contrario. En uno de ellos, un gris con medio cuerpo fuera observaba con detenimiento a los conductores de los coches que rebasaba. Empecé a preocuparme: ‘¡Ostras, aquí pasa algo!’ Me sentí angustiado: ‘Estos vienen a por nosotros y no tienen ni puta idea de quién soy yo… Soy El Lobo, uno de los suyos’».
Le comenté a Papi.
—Joder, aquí pasa algo. ¿Has visto a los policías? A ver si nos han mordido en algún sitio.
Papi, que junto con Wilson eran los jefes de los comandos especiales, se mosqueó también:
—Wilson está en Barcelona, ayer iban a hacer un atraco, a ver si los han pillado.
Llevábamos el periódico encima y le dijo a Txepe:
—Mira a ver si hay alguna historia en Barcelona.
El otro buscó en la sección de Sucesos y leyó: «Tiroteo en Barcelona entre la Policía y dos delincuentes. El Lele y el Pirómano respondieron a tiros al serles requerida la documentación por los agentes del orden». Papi reaccionó de inmediato:
—Esto me huele mal, a ver si al que han detenido es a Wilson.
El detonante: la detención de Wilson
Yo no lo sabía en aquel momento, pero Papi había acertado de pleno. Wilson se había ido a Barcelona con el comando, entraron en un bar a tomar algo y se les olvidó la mochila en la que estaban las metralletas y las pistolas. Cuando el camarero se dio cuenta, la abrió y comprobó lo que contenía. Al volver los etarras para recogerla como si nada, se toparon con el dueño, terminaron a bofetadas y escaparon como pudieron. Cuando iban a hacer el atraco planeado, como la Policía estaba sobre aviso, y los del servicio también, los detuvieron. Y de ahí procedía la historia de por qué nosotros nos encontramos a toda la Policía en la Castellana.
Ajenos a lo que había pasado en Barcelona, para colmo de desgracias, Múgica, que era el que conducía el Mini en el que íbamos, soltó: «Demonios, casi no tengo gasolina». Abandonamos el coche en medio de la Castellana y salimos disparados. Como pillaba cerca el piso de Doctor Fleming, 44, mi intención inmediata fue llevármelos para allí y se lo advertí para que me siguieran. En un primer momento, los noté detrás de mí, camino del piso franco, pero de repente aquello se infestó de dotaciones de Policía. Cuando nos descubrieron, se armó tal refriega que cada uno tiró por un lado.
Había grises por todas partes, su despliegue era impresionante. Cuando bajé por la calle Padre Damián, ya no supe dónde estaba ninguno de los tres. Me vi rodeado de grises disparándome y yo corriendo como un loco. Cuando oí la ensalada de tiros, pensé: «Esto se acabó». Mientras doblaba la calle en un intento desesperado de poner tierra de por medio pensé: «Tengo que ganar tiempo». Saqué mi pistola grande, la Browning, y disparé un cargador contra los policías que se acercaban, aunque sin intención de darles. Ante mi sorpresa, los grises que me seguían desaparecieron.
«Me he quedado solo»
En mi cabeza vi representado el escenario que estaba viviendo: «Me he quedado solo, nadie sabe quién soy y me van a matar». Reaccioné: «Búscate la vida, Mikel». Lo primero que se me ocurrió fue meterme en un portal de la calle Rafael Salgado, subí hasta el último piso por las escaleras y toqué un timbre, pero no había nadie. Toqué a otra puerta, me abrió un hombre que dejó la cadenita de seguridad echada y le grité lo primero que se me ocurrió: «¡Policía!». Él contestó: «La placa», y entonces metí el pie en el hueco para que no cerrara mientras le apuntaba con la pistola y le conminaba a que abriera inmediatamente la puerta.
Una vez dentro, me vi totalmente vendido: «Me han dejado tirado y estoy aquí perdido, a ver cómo salgo». El siguiente escenario apareció delante de mí: «Aquí tengo rehenes, pero el barrio está tomado por la Policía». Entonces telefoneé a la oficina del servicio y me saltó el contestador automático. Con mucho cabreo, di mi contraseña: «¡Soy Lobo!, ¡soy Lobo! ¿Dónde coño estáis?, me habéis dejado colgado. Estoy en un puto piso con un matrimonio, abajo están a tiro limpio. ¡Sacadme de aquí! Telefoneadme de inmediato».
Al margen de mis preocupaciones, el matrimonio iba a lo suyo: la mujer se desmayó, pues a echarla en el sofá y a darle una copita de coñac para reanimarla. En el límite de lo absurdo, me vi representando el papel de tener que calmarlos. Y para terminar de complicarlo todo, sonó el telefonillo, era la Policía: «¿Han visto algo?». Impartí instrucciones al señor para que dijera que no. El esperpento no había acabado, un rato después sonó de nuevo el telefonillo, unos amigos que venían a verlos. «Pues que suban.» Aparecieron sonrientes con un ramo de flores y se encontraron a un tío con un pistolón.
Muchísimos años después, di una charla en un colegio mayor femenino y se me acercó una chica para que le firmara un libro y me dijo que era la nieta de aquel matrimonio: «Me contaron que usted se comportó de maravilla».
Durante una hora y media no tuve ninguna contestación de mi servicio. Se habían ido todos. Los principales mandos del SECED estaban reunidos, y a Carlos, mi oficial de caso, lo mandaron, ¡ojo!, a darse una vuelta para quitarlo de en medio. ¿Por qué? Porque en un momento alguien preguntó: «¿Qué pasa con El Lobo?». Y uno de los jefes, no sabemos cuál, intervino: «¿El Lobo? Allá él. Si cae, que caiga». Los demás protestaron: «Joder, si es nuestro, cómo lo vamos a dejar tirado». Y un general que estaba en la reunión dijo: «Pues morirá como un etarra más. Fíjate lo que estamos pillando gracias a la operación». Me lo contaron tiempo después.
«Les importaba tres carajos ‘El Lobo’»
Hora y media después de mi llamada, Carlos volvió al piso camuflado de la calle Francisco Silvela donde trabajaba, escuchó mi mensaje desesperado y dio la voz de alarma:
—Joder, está tirado.
—Se ha librado —debió decir alguien.
—Pero por él mismo —matizó Carlos.
—Pues mandad a alguien.
Les importaba tres carajos que El Lobo siguiera vivo o que muriera allí. Carlos me llamó por teléfono: «¿Dónde estás? No te preocupes, que ahora van a por ti». Bajé a la calle, llevaba una mariconera en la que guardé la pistola grande montada y pegué la mano al gatillo. Todo estaba lleno de inspectores de Policía. Cerca de allí, un poco apartado, estaba un capitán del servicio, alto, con pelo rizado, que ascendió al poco tiempo y se fue a un servicio muy especial dentro del Ejército en su sede de Vitrubio, en Madrid. En cuanto pisé la acera, la portera de un edificio próximo se puso a gritar: «¡Ese, ese es uno de ellos!». El portero del edificio del que salía le contestó: «Pero ¿qué dices?, si ese es el practicante». Los policías se quedaron dudando y se me acercó el capitán para preguntarme: «¿Qué tal la niña?». Le dije: «Va mejor, le he puesto una inyección». El capitán me informó de que en la esquina estaba aparcado un 133: «Debajo de la alfombrilla tienes las llaves del piso de Sancho Dávila, también hay dinero, enciérrate allí y no salgas en un par de días».