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Historia canalla

Violencia tolerada: la quema de 1931

En Historia Canalla hablamos de la quema de conventos y la violencia anticlerical al inicio de la Segunda República

Violencia tolerada: la quema de 1931

La historia nos cuenta que un Gobierno que permite la violencia en las calles contra el adversario es que no es democrático ni responsable, sino que está buscando el enfrentamiento civil y la dictadura.

Entre el 10 y el 12 de mayo de 1931, recién nacida la Segunda República en España, el gobierno de Azaña permitió los ataques a la Iglesia. No solo ardieron muchos conventos. Fueron obras de arte y bibliotecas, pero además murieron tres personas. El objetivo era negar la discrepancia, el debate o el pluralismo, opacar para siempre a los católicos y a los monárquicos, que debían someterse a la imposición de una República de izquierdas. Pensar de otra manera y manifestarlo era visto como una provocación que legitimaba el uso de la fuerza para acallarla. El anticlericalismo se tomó entonces como un instrumento para amordazar e intimidar al enemigo político, especialmente cuando comenzaron algunas manifestaciones de rechazo a la República y de orgullo monárquico. 

Sobre aquel acontecimiento que marcó para mal la República hay dos versiones. Una cuenta que fue algo espontáneo que respondió a una provocación. Otra dice que estaba preparado por los republicanos de izquierdas, y que Azaña lo sabía. 

Hoy en Historia canalla hablamos del episodio conocido como la «quema de conventos», en mayo de 1931, y de las dos versiones. Que cada uno saque sus conclusiones. Empezamos.

Vamos con los hechos.  El domingo 10 de mayo de 1931 se inauguró en la calle Alcalá el Círculo Monárquico Independiente, impulsado por Juan Ignacio Luca de Tena, que era el director del diario ABC, el periódico monárquico y conservador por antonomasia. Luca de Tena venía de Londres, donde se había entrevistado con Alfonso XIII, donde le había dicho que el sentimiento monárquico no había desaparecido en España. De hecho, en cuanto a número de votos, las candidaturas monárquicas habían vencido a las republicanas en las elecciones municipales del 12 de abril. El rey le creyó y autorizó la articulación de los monárquicos. Fue así que se puso en marcha la organización de candidaturas monárquicas para las próximas elecciones a Cortes Constituyentes.

El primer paso fue la creación del citado Círculo Monárquico en Madrid. El acto fue autorizado verbalmente por el director general de Seguridad, quien, al parecer, no se lo comunicó a Miguel Maura, ministro de la Gobernación. El acto fue anunciado dos días antes por el diario ABC con el manifiesto «A los monárquicos españoles». La reunión fue multitudinaria ese 10 de mayo, se pronunciaron discursos, y se eligió el Comité del Círculo. Al finalizar, se dieron vivas a Alfonso XIII, sonó la «Marcha Real», que había sido el himno nacional, y lanzaron hojas volantes contra la República. Parece grave, pero esa oposición frontal a la República la hicieron también los anarquistas desde el primer día sin que se registrara un plan del Gobierno contra ellos. 

A la salida, unos jóvenes siguieron gritando vivas a la monarquía, y un taxista se enfrentó a ellos, saliendo herido de un bastonazo. Una trifulca como otra cualquiera. Eso comenzó una pelea entre monárquicos y republicanos, hasta que los primeros se refugiaron en la sede de ABC. Fuera, los asaltantes quemaron tres vehículos, uno de ellos propiedad de Luca de Tena, y lanzaron piedras contra el edificio. Apareció entonces la policía, que no resolvió nada hasta media tarde, cuando llevó al grupo de monárquicos implicados en la pelea hasta la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol. 

A partir de ahí, el conflicto se aprovechó para dar un escarmiento a los opositores a la República. Primero se extendió el rumor de que el taxista había muerto, luego salieron los alborotadores profesionales. Quisieron asaltar la sede del diario ABC a pesar de que la custodiaba la policía, que finalmente tuvo que abrir fuego ocasionando dos muertos. Se intentó impedir la circulación de tranvías y de taxis, incluso se amenazó con quemarlos. Asaltaron armerías para armarse, y hubo tiroteos todo el 10 de mayo. El PSOE no quería saber nada de aquello, de momento, y el ministro Indalecio Prieto pidió calma a los suyos. No sirvió de mucho porque el ataque a la derecha continuó. Fue incendiado un quiosco del diario católico El Debate, dirigido entonces por Ángel Herrera Oria, a pesar de que se había declarado a la expectativa frente a la República. Apedrearon también el Casino Militar y dispararon a la Guardia Civil, a pesar de que el Ejército ni la Guardia Civil, entonces dirigida por el general Sanjurjo, no habían movido un dedo para mantener a Alfonso XIII en el trono. No acabó ahí: como si fuera la Noche de los Cristales Rotos, apedrearon las librerías católicas. Esa noche la Puerta del Sol se llenó de gente pidiendo violencia. De hecho, lincharon a un loco que se presentó allí disparando a la multitud.

¿Y dónde estaban las fuerzas de orden público? Miguel Maura, ministro de la Gobernación, pidió en la noche del 10 de mayo, en Consejo de Ministros, el despliegue de la Guardia Civil. Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, y Manuel Azaña, del gobierno, se negaron. Quitaron importancia a los sucesos a pesar de que Miguel Maura les informó de que algunos jóvenes del Ateneo, republicanos de izquierdas, iban a organizar la quema de conventos en Madrid

Eso fue el 10 por la noche, y en las primeras horas del día 11 llegó la noticia: estaba ardiendo la Casa Profesa de los jesuitas. Miguel Maura se cargó de razón, e insistió al gobierno sobre la necesidad de sacar a la fuerza pública para impedir el desastre. Fue entonces cuando Azaña dijo aquello de «Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano. Si sale la Guardia Civil, yo dimito». Maura presentó entonces su dimisión, aunque luego la retiró. De esta manera, ardieron seis conventos en Madrid ante la pasividad de las fuerzas del orden y de los bomberos de la capital. Se dejó hacer, que la violencia fluyera, para dejar claro el mensaje: la República era incontrovertible y venía a ser un ajuste de cuentas con el pasado, una revolución, que no toleraría oposición ninguna.

En lugar de declarar el estado de guerra inmediatamente, Azaña permitió la explosión violenta. «Si necesitan ayuda, que la pidan», debió decir. Esperó al día 12, cuando ya todo había ardido, para declarar el estado de guerra, y puso al frente al general Queipo de Llano, republicano y consuegro de Alcalá Zamora. El alcalde de Madrid, Pedro Rico, azañista, sacó un bando elogiando el sentido de justicia y democracia del pueblo atacando a sus enemigos. Además, el Gobierno suspendió la publicación de los diarios ABC y El Debate, seguramente para no provocar, y expulsó a los jesuitas, y poco después al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, y al cardenal Segura, que había publicado una pastoral antes de la quema de conventos pidiendo a los católicos que se movilizaran legalmente para defender sus intereses. 

La violencia se reprodujo desde el 11 de mayo en Málaga, Cádiz, Sevilla, Granada, Murcia, Valencia y Alicante. En Málaga tuvieron lugar los peores sucesos, seguramente porque el general Juan García Gómez-Caminero, el gobernador militar, ordenó la retirada de la Guardia Civil que protegía los edificios religiosos para evitar conflictos. Allí no solo ardieron iglesias, sino también colegios, asilos para pobres, y bibliotecas. Incluso fue asaltada la casa del obispo, Manuel González García, que se tuvo que esconder para huir de la ciudad. 

Mucho se ha hablado de la preocupación de Azaña por el tesoro pictórico del Museo del Prado, pero poco por la despreocupación por las pérdidas culturales que se sufrieron por los ataques que permitió en mayo de 1931. Ardió la biblioteca de los jesuitas con 80.000 volúmenes, entre ellos muchos incunables o ediciones príncipe de Lope de Vega, Quevedo o Calderón, cuadros de Zurbarán, Valdés Leal, Coello, Alonso Cano, perdidos para siempre. Hubo dimisiones, claro, pero se justificó el ataque por una supuesta justicia popular ante una provocación de los monárquicos.

Los indicios apuntan a que fue un ataque organizado al que muchos se sumaron, y que contó con la complicidad directa o indirecta de Manuel Azaña. Miguel Maura, que entonces era ministro de la Gobernación, señaló en sus memorias que la organización fue a cargo de «los elementos seudointelectuales del Ateneo»; es decir, republicanos de izquierdas. El historiador Jiménez Guerrero apunta que el origen de la violencia fue comunista, de gente del PCE, pero que en la segunda fase se unieron delincuentes para robar ante la ausencia de represión policial. Las actuaciones judiciales, sin embargo, acabaron casi todas en sobreseimiento y archivo de los pocos detenidos por los altercados. Aquellos acontecimientos demostraron que la República venía con la violencia política bajo el brazo, y que lejos de arreglarse por acción del Gobierno, no iba a hacer otra cosa que empeorar.

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