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España

Los extractos de 'Reconciliación', el libro de memorias del rey Juan Carlos I

El Emérito lamenta el «aislamiento» que sufre y la actitud de «algunos miembros de mi familia para los que ya no importo»

Los extractos de ‘Reconciliación’, el libro de memorias del rey Juan Carlos I

Ilustración de Alajandra Svriz

El diario francés Le Point ha desvelado este martes varios extractos del libro Reconciliación que ha escrito Laurence Debray con los testimonios de Juan Carlos I recopilados en Abu Dabi. Por ejemplo, el rey emérito lamenta en sus memorias que su hijo, Felipe VI, le haya «dado la espalda por deber» y que sus «supuestos amigos» hayan «desaparecido» en estos cinco años de «exilio voluntario» en Emiratos Árabes Unidos. Además, el periódico galo incluye el pasaje en el que el monarca relata su marcha de España en agosto de 2020. Un aspecto desconocido hasta ahora es que su hijo no supo a dónde se dirigía hasta que su padre subió al avión. THE OBJECTIVE publica la traducción de dichos extractos en el orden elegido por la publicación francesa:

Exilio voluntario

En pleno verano de 2020, dejé mi residencia madrileña, el Palacio de la Zarzuela, para trasladarme a Abu Dabi. Nadie lo sabía. No es habitual que un jefe de Estado europeo, aunque ya no estuviera en el cargo porque había abdicado seis años antes en favor de mi hijo Felipe, decidiera expatriarse. Ninguna guerra ni persecución judicial me obligaba a ello. Ante la presión de los medios de comunicación y del Gobierno, tras la revelación de la existencia de una cuenta bancaria que tenía en Suiza y de acusaciones totalmente infundadas de comisiones, decidí marcharme para no obstaculizar el buen funcionamiento de la Corona ni entorpecer a mi hijo en el ejercicio de sus funciones como soberano. Pensaba alejarme unas semanas como mucho, para que los medios de comunicación se olvidaran de mí y dejar que la justicia española y la suiza llevaran a cabo con total tranquilidad su trabajo de investigación. No imaginaba que cinco años después, dos de ellos sin volver a ver mi país, seguiría en Abu Dabi.

Ser obligado al desarraigo y al aislamiento, al final de la vida, no es fácil. Estoy resignado, herido por un sentimiento de abandono. No puedo contener mi emoción cuando pienso en algunos miembros de mi familia para los que ya no importo y, sobre todo, en España, que tanto echo de menos. Hay días de abatimiento, de vacío. Vivo sin perspectivas, sin ninguna certeza de poder volver a vivir en mi país. Aunque todos los asuntos legales han sido archivados sin más trámite y no se ha presentado ninguna acusación contra mí. Sigo en pie contra viento y marea. Por instinto de supervivencia, por fuerza de carácter. A pesar de mis problemas de movilidad y de los numerosos intentos por desacreditarme.

Desde mi nacimiento, no soy dueño de mi destino. Todavía hoy debo ajustarme a los deseos de la Casa Real y del gobierno actual. Al final, mi vida ha estado dictada por las exigencias de España y del trono. Devolví la libertad a los españoles al instaurar la democracia, pero nunca pude disfrutar de esa libertad para mí. Ahora que mi hijo me ha dado la espalda por deber, que mis supuestos amigos han desaparecido, me doy cuenta de que nunca he sido libre.

Carta al hijo

Mi hijo, cuando se enteró de mi repentina partida, me llamó. Yo ya estaba en el avión. ‘¿A dónde te vas, jefe? ¿A Londres?’. Me llaman ‘jefe’ o ‘patrón’. No creo tener un carácter autoritario, pero es cierto que eso refleja la organización piramidal de la Casa Real y la Familia Real. Como muestra de respeto, mi hijo me llama así, aunque en privado sigo siendo ‘papá’. ‘No, a Abu Dabi. Cuídate’. Esa fue nuestra última conversación en voz alta antes de pasar muchos meses lejos. La Casa Real hizo pública la carta privada que le había escrito. Se la había dejado en su escritorio antes de partir. Suscribo todavía cada palabra.

A los 10 años, solo en tren hacia España

Mis padres me acompañaron a la estación de Lisboa. Ya era de noche, ese 8 de noviembre de 1948, y yo me esforzaba por no dejar traslucir mi miedo ni mi tristeza. En el andén, mi padre le dijo a mi madre: «María, despídete de Juanito porque no sabemos cuándo lo volveremos a ver». Al oír sus palabras, sentí un nudo en el estómago, ya de por sí inquieto por ir a ese país que era el mío pero que no conocía, cuyo idioma no hablaba bien, sin ningún miembro de mi familia, a una nueva escuela que me daba miedo. Franco había enviado su vagón personal, que estaba acoplado al Lusitania Expresso, un tren cama que unía Lisboa con Madrid. En ese mismo vagón azul se había desplazado a la frontera franco-española para reunirse con Hitler, el 23 de octubre de 1940. La entrevista había dado lugar a la no intervención de España en la Segunda Guerra Mundial.

El interior del vagón estaba revestido con marquetería, con un salón e incluso un pequeño cuarto de baño. Me instalé en una de las tres habitaciones. Recuerdo haber saludado durante mucho tiempo por la ventana a mis padres, conteniendo las lágrimas. El consejero y tesorero de mi padre, y amigo de mi abuela, el duque de Sotomayor, y su secretario, el vizconde de Rocamora, me acompañaban. «Avísenme cuando crucemos la frontera y lleguemos a España», les pedí. Estaba tan nervioso que no podía dormir. Miraba por la ventana el paisaje que se deslizaba ante mis ojos y me preguntaba si reconocería mi país. Al amanecer, me avisaron de que nos acercábamos a Salamanca.

Franco: primer encuentro

De camino, recordé los consejos de mi padre: «Cuando te encuentres con Franco, escúchale atentamente, pero habla lo menos posible. Sé cortés y responde brevemente a sus preguntas». Una veintena de años más tarde, Franco me haría la misma recomendación: «En una boca cerrada, las moscas no entran». » Y también: «Somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos». Pasé años encerrado en el silencio, para protegerme y preservarme, hasta mi entronización en 1975. Sé que muchos españoles interpretaron ese mutismocomo estupidez. Me reí mucho de ello.

En aquel invierno de 1948, estaba muy impresionado por la idea de conocer al jefe del Estado. Tenía diez años y era la primera vez que visitaba el despacho de alguien tan importante. […] Estábamos sentados uno frente al otro en su despacho, una gran sala oscura, llena de papeles. Más tarde, algunos afirmaron, en tono humorístico, que Franco tenía dos pilas de expedientes: los que el tiempo iba a resolver y los que el tiempo finalmente había resuelto. Era una forma de bromear sobre su carácter gallego, tranquilo e impenetrable. Vestido con su uniforme, se mantiene erguido y me mira fijamente. Mientras me hablaba, yo observaba atentamente los libros, los muebles de madera oscura, las alfombras. Y vi un ratón que se paseaba entre las patas del escritorio. ¡He contado muchas veces esta anécdota que todavía me hace reír más de setenta años después! Empecé a seguir con la mirada al ratón y Franco se dio cuenta. «¿Qué está mirando?», me preguntó. —¡Mi General, hay un ratón cerca de usted! —le respondí riendo. Se quedó muy sorprendido. Su esposa, Carmen Polo, se unió a nosotros. Visité el Palacio de El Pardo, donde había fallecido mi bisabuelo, Alfonso XII. Franco me regaló entonces un arma, una escopeta.

A la sombra del Caudillo

El General hablaba poco, incluso durante las comidas a las que asistía. Parecía escuchar, pero rara vez daba su opinión. Su actitud era tranquila y distante. Al terminar esos almuerzos, me hacía pasar a su despacho y teníamos largas conversaciones a solas, verdaderas discusiones. Intentaba mantener una franqueza con él, aunque sabía que nadie se atrevía a hacerlo. Le hacía preguntas como: «¿Por qué no concede la libertad de crear partidos políticos? «Yo no puedo hacerlo, pero ustedes lo harán más adelante», me respondía.
Normalmente, tenía que descifrar sus sutiles insinuaciones. Esta vez, fue sorprendentemente explícito. A veces, cuando no quería responder a una de mis preguntas, fingía no haberla oído. Yo sonreía para mis adentros. Tenía una visión clara de la situación actual de España y de su futuro. Calculaba las relaciones de poder a su alrededor a largo plazo. […] ¿Mantuve una relación filial con Franco? Nos llevábamos cuarenta y seis años. Él no tenía hijos. Quizás proyectaba en mí un sentimiento paternal. No ocultaba la simpatía que sentía por mí. Quizás incluso cierta ternura y benevolencia. Se tomaba el tiempo para verme con regularidad y mantener un diálogo permanente.

El régimen se endurece

El régimen se mantuvo firme. Se dictaron cinco condenas a muerte, lo que desencadenó una movilización internacional inesperada. El Papa intervino, los jefes de Estado europeos retiraron a sus embajadores, se produjeron manifestaciones ante las embajadas españolas en todo el mundo y mi padre se sumó a la petición general de clemencia. Franco, por su parte, se encierra en un silencio total. El 1 de octubre de 1975, fecha que marca el trigésimo noveno aniversario de su llegada al poder, hace su última aparición pública en el balcón del Palacio Real. Balbucea frases inaudibles ante una multitud inmensa que responde con el saludo fascista. Estoy detrás de él, impasible. Intento contener mi malestar. Tengo la impresión de encontrarme en una mascarada de los años treinta. Entonces me digo: «Voy a tener que hacer cambiar de opinión a toda esta gente…».

¿El visto bueno de Franco?

A principios de noviembre de 1975, la vida del general se prolongó artificialmente. Algunos afirman que su familia quería mantenerlo con vida para que pudiera renovar el mandato del presidente de las Cortes y evitar así cualquier desmantelamiento del régimen. No tengo pruebas de ello. Me quedé atónito ante el empeño médico con el que se le trataba, cuando llevaba días totalmente inconsciente. ¿Era el miedo al futuro lo que les empujaba a actuar así? Tuve una última conversación con él. Estaba sentado a su lado, en su cama del hospital. Me tomó la mano y me dijo, como en un último suspiro: «Alteza, solo le pido una cosa: mantenga la unidad del país». Esa fue su última voluntad. No me pidió que preservara el régimen tal y como estaba ni los principios del Movimiento Nacional. Por lo tanto, tenía vía libre para emprender reformas, siempre y cuando no se pusiera en peligro la unidad de España. Tuve la impresión de que me daba libertad para actuar.

Giscard y el Toisón de Oro

El presidente francés (Valéry Giscard d’Estaing) no era precisamente modesto… Cada vez que venía, tenía la impresión de que se creía Napoleón, cuyo hermano José intentó dominar España, lo que provocó un levantamiento popular contra las tropas francesas. Al ver un cuadro de uno de mis antepasados luciendo el Toisón de Oro, la más alta distinción de la Corona española, me hizo una insinuación. Seguramente esperaba que yo se la concediera. Cada vez que lo invitaba, se mostraba muy exigente con su lugar en el protocolo. Su arrogancia, que rayaba en la condescendencia, podía obstaculizar su inteligencia. Yo necesitaba su apoyo y él me lo hacía sentir.

Por fin la democracia

En la sesión inaugural del Parlamento, una de las dos vicepresidencias fue ocupada por La Pasionaria, una leyenda dentro del bando republicano, conocida por su famoso discurso: «¡No pasarán!». Era habitual que el diputado de honor de la primera sesión parlamentaria fuera el más anciano. Tenía más de 80 años y acababa de regresar de su largo exilio en la URSS. Era la única diputada de 1936 que fue reelegida en 1977. ¡Todo un símbolo! Hay que imaginarse la escena: un rey, nombrado por Franco, junto a la más hosca de las estalinistas. Eso habría sido inconcebible dieciocho meses antes. Para las generaciones actuales, que no conocieron esa época, seguramente es difícil medir las rápidas transformaciones político-culturales que llevamos a cabo para llegar a esa foto. Entrábamos en una nueva era de tolerancia y respeto mutuos, con el juego habitual de los partidos políticos. Como en cualquier democracia.

Intento de golpe de Estado

Aproximadamente dos meses antes del famoso 23 de febrero de 1981, mi padre había cenado con el general Milans del Bosch en casa de su fiel amigo, Luis de Ussia, conde de Gaitanes, que se había convertido en su secretario particular. Una reunión amistosa sin segundas intenciones. «¡Antes de jubilarme, sacaré los tanques de combate a la calle!», le había dicho el general con aplomo. Sinceramente, cuando mi padre me lo contó, lo tomé como una broma. Seguramente debería haberlo tomado en serio. […] Sabía que el descontento crecía en los cuarteles. Los militares se atrevían a tildar públicamente de «traidores» a los miembros del Gobierno, en primer lugar a Adolfo Suárez y a su ministro de Defensa y vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, pero ni por asomo imaginaba que se estaba tramando un golpe de Estado. Los partidos políticos también tramaban, en busca del poder. Atravesábamos un periodo de crisis que me preocupaba. Ya no tenía el poder ejecutivo para actuar. Solo podía escuchar y alertar. Entonces ocurrió lo impensable. […]

Por fin grabo mi mensaje a la nación. Han llegado las cámaras y se ha montado un estudio a toda prisa en mi despacho. Me he puesto la chaqueta de general. Para ir más rápido, ni siquiera me he puesto los pantalones. Mi discurso es sobrio y eficaz, de noventa segundos. Todavía lo recuerdo: «La Corona, símbolo de la permanencia y la unidad de la patria, no puede tolerar en modo alguno las acciones o actitudes de personas que pretenden interrumpir por la fuerza el proceso democrático». Entre el momento en que salieron los dos coches, uno de ellos con una bobina vacía como señuelo por si lo paraban, y la emisión de mi anuncio en televisión, el tiempo me pareció eterno, como si se hubiera detenido. Las marchas militares resonaban sin cesar en la televisión y en la radio. Esperaba, esperaba, impaciente. […]

Después, algunas personas me confiaron que ya se estaban preparando para irse al exilio. Algunos militantes habían acudido a las sedes de los partidos para quemar los archivos. Envié un segundo télex a Milans del Bosch a la 1:45 de la madrugada. A las 2:30, le pregunté por tercera vez por qué mis órdenes aún no se habían ejecutado. Era muy terco. No fue hasta las 4:30 cuando los tanques
regresaron a sus cuarteles
. ¡Parece ser que algunos incluso se detuvieron en los semáforos en rojo! Tejero permaneció encerrado en el Parlamento, obstinado. No fue hasta alrededor del mediodía del 24 de febrero cuando se rindió, tras dieciocho horas de asedio.

Portada de ‘Reconciliación’, las memorias de Juan Carlos I.

Un error fatal

El jefe de la Casa Real y el jefe de comunicación me animaron a pedir perdón nada más salir de mi habitación del hospital (tras el accidente de caza en Botsuana). Era consciente de que tenía que hacer las paces. Quizás no elegí las palabras adecuadas o las
circunstancias adecuadas. En tiempos de crisis, es difícil satisfacer a todo el mundo. Algunos pensaron que un rey no debía disculparse. Otros, que no había hecho lo suficiente. Tenía que demostrar a los españoles que era consciente de la gravedad de la situación. ¿Podría reparar el vínculo que me unía a ellos desde hacía más de treinta y cinco años? […]

Esta relación (con Corinna Larsen) fue un error que lamento profundamente. Puede parecer trivial, pero muchos hombres y mujeres se han cegado hasta el punto de no ver lo evidente. Para mí, tuvo un impacto perjudicial en mi reinado y en mi vida familiar. Erosionó la armonía y la estabilidad de estos dos aspectos esenciales de mi existencia, lo que finalmente me llevó a tomar la difícil decisión de abandonar España. Ha empañado mi reputación ante los españoles. En esta caza del hombre, me he revelado como una presa fácil. Pero esta debilidad es la de un hombre. Nunca ha interferido con mis preocupaciones como rey por su país.

¿Abdicar?

¿Cómo saber que es hora de retirarse y poner fin a su reinado? […] La última abdicación de la Corona española se remonta a 1555. Carlos V, el monarca más poderoso del siglo XVI, se retiró al monasterio de Yuste, enclavado en Extremadura. Tras una vida de batallas, cansado de las guerras civiles que minaban su inmenso reino y agotado por problemas de salud, el emperador renunció a todas sus prerrogativas. Abdicó en favor de su hijo Felipe II y de su hermano Fernando para poder terminar sus días en paz monástica. Ese es el único antecedente que tenía. […] La reina de Inglaterra me repetía: «A king never abdicates» (Un rey nunca abdica). Y según mi padre, «el rey se muere con las botas puestas». Si aún hubiera estado entre nosotros, se habría mostrado en contra de la decisión que estaba a punto de tomar. […]

Las encuestas habían bajado drásticamente desde mi accidente en Botsuana en 2012. Los reyes tienen el privilegio de tener una perspectiva a largo plazo de los acontecimientos, a diferencia de los políticos, que dependen de las elecciones y de una opinión pública volátil. Sabía que, desde hacía dos años, ya no contaba con el apoyo unánime del pueblo. En treinta y nueve años de reinado, la proporción seguía siendo aceptable. Desde 2008, el país pagaba las secuelas de una crisis económica sin precedentes. También de una crisis moral. Mientras tanto, yo luchaba contra mí mismo y contra este cuerpo que me traicionaba. Era impensable que apareciera públicamente vestido de militar en una silla de ruedas, o incluso con muletas, para pasar revista a las tropas.

El consejo de Clint Eastwood

La «dieta Nurai» me ayudó a perder peso y mi entrenamiento físico diario me permitió mejorar mi movilidad. Sobre todo, decidí «no
dejar entrar a la vejez» y acomodarme, como dice tan bien Clint Eastwood cuando le preguntan cuál es su secreto para mantenerse tan activo y seguir haciendo películas a más de 90 años: «Cada mañana, cuando me levanto, no dejo entrar a la vejez. Mi secreto: mantenerme ocupado. Nunca dejo entrar a la vejez en mi casa. » […] Son palabras que me llegan. Tuve la suerte de conocerlo en Estados Unidos. Estaba sentado a su lado. Mi teléfono sonó y él empezó a buscar el suyo. Nos dimos cuenta de que teníamos el mismo tono de llamada: la banda sonora de El bueno, el feo y el malo, el western de Sergio Leone de 1966 en el que él era el protagonista.

Nostalgia

«No hay un solo día en el que no me invada la nostalgia. Es como si España se me hubiera pegado a la piel. Allí dejé mis mejores recuerdos y mis mayores orgullos. He pasado más de setenta años recorriéndola sin cansarme nunca». En concreto, echa de menos los desfiles militares. «No solo porque fui jefe de las Fuerzas Armadas, sino porque me formé en ellas durante cuatro años. Me gusta ese ambiente, entiendo a los militares, valoro sus esfuerzos y sus preocupaciones. Fui uno de ellos».

«Los desfiles son una oportunidad para resaltarlos, para reencontrarlos, en su rigor y franqueza. Solo con ver desfilar en mi mente las imágenes de las rías de Galicia, la niebla que envuelve las colinas de Toledo, las saetas de la Semana Santa en Sevilla, el aroma del jazmín y la flor de azahar al atardecer, me emociono. Sé lo que es la verdadera nostalgia. La caza de la perdiz, que era uno de mispasatiempos favoritos en España, no tiene nada que ver con la caza en otros países: el ambiente es jovial y alegre, el cielo está despejado y luminoso».

«En el extranjero todo es más frío, tanto el clima como las relaciones humanas. En España, cada vez que se dispara con éxito, nos felicitamos y aplaudimos. Es esta atmósfera, este sol, estos paisajes, esta cordialidad, lo que echo de menos todos los días. Y nada puede llenar este vacío».

Mirar a la muerte de frente

Cuando llegue mi hora, llegará. Entonces podrán hacer lo que quieran conmigo. ¿Seré yo el siguiente? ¿Hay algo previsto para mi
funeral? No lo sé. […] Sé que la cripta de los reyes del Escorial está llena. Hay espacio para construir otra. ¿Qué decidirá el Gobierno? Todo está en sus manos. Es una cuestión de presupuesto y de voluntad. Por ahora, me parece que no hay nada decidido ni organizado. Lo único seguro es el tradicional proceso de colocación en el ataúd, ¡una prueba siniestra!

El cuerpo descansa durante veinticinco años en una sala llamada «pudridero», donde el difunto se descompone literalmente. A continuación, los monjes del monasterio del Escorial rompen los huesos de los restos, en presencia del jefe de la Casa Real. Estos huesos se colocan luego en una especie de urna sellada que sale de la cripta de espera para ser instalada en la necrópolis real. No es algo que despierte envidia… pero así es esta tradición que se remonta a los Habsburgo. No sé si podré escapar a ella, pero poco me importa. No me obsesionan este tipo de consideraciones. Sobre todo, espero tener una jubilación tranquila mientras viva, reanudar una relación armoniosa con mi hijo y, sobre todo, volver a España, a casa.

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