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Las loas de Juan Carlos I a Franco que enfadan a Sánchez: «Le respeto enormemente»

El rey emérito desliza también críticas al dictador y admite que se quedó «estupefacto» cuando le ofreció ser su heredero

Las loas de Juan Carlos I a Franco que enfadan a Sánchez: «Le respeto enormemente»

Franco junto a los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, criticó la pasada semana las «loas» que el rey Juan Carlos dedica a Francisco Franco en su libro Reconciliación. El jefe del Ejecutivo dijo en el Congreso de los Diputados que era «particularmente doloroso escuchar al emérito hacer y dar loas al dictador» cuando todavía hay víctimas del franquismo por localizar en fosas. «Lo que tendría que hacer, es ser respetuoso con la memoria democrática de este país y no ensalzar a un dictador como fue Franco», le enfatizó Sánchez al padre de Felipe VI. ¿En qué consisten esas alabanzas?

El monarca aborda primero en sus memorias la pregunta que siempre se han hecho muchos historiadores de si tuvo una relación filial con el general. «Nos llevábamos 46 años. Él no tenía hijos. Quizás proyectaba en mí un sentimiento paternal. No ocultaba la simpatía que sentía por mí, quizás incluso cierta ternura y benevolencia. Se tomaba el tiempo para verme con regularidad y mantener un diálogo permanente», rememora.

Don Juan Carlos incluye una anécdota que tuvo con el dictador cuando aún no era heredero. «Un día, cuando ambos acudíamos a una ceremonia oficial, me quedé dormido sobre su hombro. Me dejó dormir durante todo el trayecto. Me susurró: ‘Alteza, despierte, hemos llegado’. Me disculpé por haber sido tan mal compañero de viaje. No percibí ni una pizca de reproche en su mirada. Incluso parecía divertido. Su animadversión hacia mi padre nunca se extendió a mí. Nunca criticó a mi padre delante de mí, y mi padre nunca criticó al General delante de mí. Por mi parte, le respeto enormemente. Apreciaba su inteligencia y su sentido político».

Sin embargo, «todo oponía» a Franco con su padre, el futuro conde de Barcelona, tanto política como físicamente. El primero era «de baja estatura, con voz aflautada y una austeridad que reivindicaba», mientras que su progenitor era «un hombre expansivo y radiante, de aspecto imponente y majestuoso». El generalísimo nunca le perdonó a don Juan la publicación de su manifiesto de Lausana de 1945 en pleno hundimiento del fascismo y nazismo, así como sus posteriores declaraciones públicas contra el régimen. «Su rivalidad personal era notoria, pero nunca impidió a Franco mostrar su respeto por la monarquía como institución». Para asegurar su autoridad, Franco redactó en 1947 una ley de Sucesión en la que el general se comprometió a elegir un sucesor, «que debía tener treinta años, ser católico y garantizar las leyes fundamentales del Reino» en un momento en el que España era una monarquía sin soberano.

«Mi padre, en el manifiesto de Estoril, denunció la ilegalidad de esta ley, subrayando que modificaba la esencia de la monarquía española. Franco y mi padre no se apreciaban mucho, pero coincidieron en un punto durante una entrevista excepcional en agosto de 1948, en el barco del Estado Azor, anclado frente a San Sebastián, a pocos kilómetros de la frontera francesa: yo debía estudiar en España. Mi padre tuvo que transigir con su enemigo, su oponente político, el que le cerraba el camino al trono, aceptando confiarle a su hijo para asegurar el futuro de la monarquía», recuerda Juan Carlos I.

El joven aspirante al trono «tenía que ser educado como un príncipe español, y no como un príncipe exiliado en Suiza, para tener quizá algún día la oportunidad de reinar». Todo ello en un momento en el que los monárquicos eran «perseguidos» en España por el régimen «como todos los demás opositores». «Gritar ‘¡Viva el rey!’ era punible con la cárcel. Franco se comprometió a atenuar la persecución contra los monárquicos, pero ¿se materializarían sus palabras? Algunos consejeros de mi padre, miembros de su consejo privado, no comprendieron su maniobra», apunta sobre la jugada política del dictador a finales de los cuarenta.

El día que Franco le ofreció ser su heredero fue completamente inesperado. «Me hizo pasar a su despacho. Yo no sospechaba nada. Me dijo sin rodeos: ‘Voy a nombrarle sucesor a título de rey. ¿Acepta?’. Me quedé estupefacto. Inmediatamente pensé en mi padre. Le pregunté si podía tomarme unos días para pensarlo, pero él esperaba una respuesta inmediata. Me encontraba entre la espada y la pared. Me miró atentamente. Reinaba el silencio, solo oía mi respiración. Acepté, como un deber, una obligación».

El propio don Juan Carlos se pregunta si acaso tenía otra opción. «Me hubiera gustado que mi padre se convirtiera en Juan III y yo heredase su corona, respetando así el orden de sucesión. Pero ¿no era el objetivo final recuperar el poder de la Corona en España? Me siento abrumado por este peso, invadido por la culpa, pero no puedo ocultar mi alivio al ver que por fin se me concede un estatus oficial, al ver cómo se perfila mi futuro. Me marcho asaltado por esta ambivalencia y por la conciencia de que acaba de producirse un momento histórico».

El príncipe no hace caso a Franco

Franco le pidió que no dijese nada a su padre ya que él mismo se encargaría de decírselo. El ya príncipe presentía «la enorme decepción» que ello iba a provocar en don Juan, pese a que vivía «desconectado» del país por su exilio en Estoril. Entonces, decide saltarse la orden del dictador. «De camino de vuelta a la Zarzuela, reflexiono. Al llegar, llamo inmediatamente a mi madre para que se lo comunique. Franco me pidió que no se lo dijera a mi padre, pero no dijo nada sobre mi madre. Vi allí una forma de eludir su orden», afirma.

En todo caso, la noticia cayó mal en Estoril y fue «un momento muy doloroso» para su familia. «Ocupaba el lugar de mi padre, pero no lo hacía de buen grado. Además, estaba convencido de que yo conocía la decisión de Franco cuando fui a verlo a Estoril, que, en definitiva, le había mentido y traicionado. Durante seis largos meses no me dirigió la palabra. Lo pasé muy mal. Incluso él había preparado una carta dirigida a las familias reales para que dejaran de saludarme. Afortunadamente, mi madre, que siempre se había preocupado por preservar la armonía familiar, le disuadió de hacerlo», revela en un hecho desconocido hasta ahora.

El general, en su despacho de El Pardo en una alocución en la década de los sesenta. | EFE

Don Juan Carlos subraya en sus memorias que en 1969 ya pensaba en «liberalizar» el régimen, aunque no podía expresarlo en público. Prefirió mantenerse en silencio detrás del dictador. «Me había criado en España bajo la férula de Franco, pero sabía en mi fuero interno que la democracia era el único camino hacia el futuro. Mi padre y mi abuela me habían repetido hasta la saciedad que la Corona debía unir a todos los españoles y que los principios democráticos debían ser la base de la monarquía. Tenían en mente el modelo británico. Mi abuela era inglesa y mi padre se había formado en la Royal Navy. Pero entonces era un objetivo muy lejano».

Los años de espera hasta convertirse en reyes los pasaron en La Zarzuela, con todos los gastos de su vida cotidiana a cargo del régimen, que los controlaba «minuciosamente». Era una forma de tenerlos vigilados de cerca. «Mi padre no se mostraba muy generoso. Es cierto que no podía contar con una fortuna personal. Nuestros limitados recursos personales restringían nuestra libertad. Franco llevaba una vida austera y pautada. Nunca le vi buscar ningún beneficio económico. Algunas personas de su entorno más cercano abusaban de su poder o de su proximidad para dedicarse a actividades reprobables. Nadie, evidentemente, se atrevía a denunciarlas».

En julio de 1974, Franco enfermó por primera vez y fue hospitalizado. «Llevaba treinta años dirigiendo el país y encarnando la estabilidad de España. ¡Algunos incluso llegaban a imaginar que sería eterno! De repente, tuve que asumir el poder que había quedado vacante de forma provisional, tal y como preveía la ley», recuerda el monarca, quien empezó a presidir consejos de ministros con ministros que le doblaban en edad y algunos que no le respetaban.

Don Juan Carlos comenzó a confiarle a Franco sus impresiones y dilemas. «Nuestra relación de confianza permanecía intacta. Cuando le pedía una opinión concreta, me respondía: ‘¿Para qué? No podrá actuar como yo. Tendrá que actuar de otra manera, de forma diferente’. No quería ser mi mentor. Sabía que su poder, que provenía directamente de la Guerra Civil, no podía ser el mío y que los tiempos habían cambiado mucho. ‘¿Por qué no emprende reformas para abrir el régimen?’, le preguntaba. ‘Es usted quien debe hacerlo. Yo no puedo’, me respondía. A menudo me repetía: ‘No puedo cambiar las cosas’», hace hincapié en el libro.

Es más, el entonces príncipe estaba convencido de que Franco sabía que se veía «discretamente» con miembros de la oposición pues «nada se le escapaba». Ello le lleva a la conclusión de que el general le quería transferir «todo el peso de las reformas necesarias», si bien el jefe del Estado en funciones era «rehén de un Gobierno que no había elegido y que no aprobaba», por lo que «no tenía más remedio» que cumplir con su deber.

Franco salió del hospital en agosto de ese 1974 y comenzó su convalecencia en el Pazo de Meirás rodeado de los suyos. «Lo visité y constaté la mejora de su estado de salud. Lo animé a retomar el poder, pero se negó, quería descansar. ‘Lo está haciendo muy bien, Alteza. Continúe’, me repitió. A mi regreso a la isla de Mallorca, apenas tres horas después de nuestra entrevista, Franco me llamó para anunciarme que volvía a asumir sus responsabilidades como jefe del Estado. ‘Lo he pensado y finalmente he decidido retomar mis funciones’, me dijo sin más explicaciones. No daba crédito. Esa misma mañana me había asegurado lo contrario. Entonces comprendí que su familia había presionado para que cambiara de opinión», señala en uno de los pasajes más críticos contra la familia Franco: «Su esposa, Carmen Polo, su yerno, el marqués de Villaverde, y mi primo Alfonso, casado con su nieta Carmen, lo ataban en corto. Su influencia sobre él era ahora enorme. ¿Intentarían cambiar la voluntad del General en cuanto a mi sucesión? Esa noche la pasé muy furioso», hace hincapié.

50 años muerte de Franco
Francisco Franco en la que sería su última aparición pública, el 1 de octubre de 1975. | EP

A principios de noviembre de 1975 empezó la agonía de Franco, cuya vida «se prolongó artificialmente», a juicio del rey emérito. «Algunos afirman que su familia quería mantenerlo con vida para que pudiera renovar el mandato del presidente de Las Cortes y evitar así el desmantelamiento del régimen. No tengo pruebas de ello. Me sorprendió el encarnizamiento médico con la que se le trataba, cuando llevaba días totalmente inconsciente. ¿Era el miedo al futuro lo que les empujaba a actuar así? Tuve una última conversación con él en su cama del hospital. Me tomó la mano y me dijo, como en un último suspiro: ‘Alteza, solo le pido una cosa: mantenga la unidad del país’. Esa fue su última voluntad. No me pidió que preservara el régimen tal y como estaba ni los principios del Movimiento Nacional. Así que tenía vía libre para poner en marcha reformas, siempre y cuando no se pusiera en peligro la unidad de España. Tuve la impresión de que me daba libertad para actuar».

Además, el general tuvo «un último regalo» con él antes de morir, su testamento que redactó con ayuda de su hija y que fue leído por Carlos Arias Navarro cuando el 20-N se anunció su fallecimiento en televisión. En él, no se hizo ninguna alusión a los principios ideológicos del régimen. «Le estoy muy agradecido por ello. Gracias a estas últimas voluntades, los franquistas se sienten obligados a apoyarme. Entonces bien sé que el país me subestima. Pocos apuestan por mi permanencia. Todo está por demostrar».

Dos días después del fallecimiento del dictador fue su entronización en las Cortes franquistas, donde apareció ante los procuradores con un rostro «marcado por el cansancio y el estrés». La noche anterior había tenido que reescribir su discurso «más de una decena de veces» ante un texto del que era consciente que iba a ser histórico. «Tenía que rendir homenaje a Franco, pero también quería mencionar a mi padre y hacer hincapié en esto: ‘La institución que personifico integra a todos los españoles’. No utilizo términos propios de la Guerra Civil, que dividen a la sociedad entre vencedores y vencidos, entre patriotas y enemigos de la nación. Deseo, gracias a una nueva terminología progresista, representar una monarquía unificadora, integradora, pacifista, orientada hacia el futuro y la modernidad. Sin embargo, la oposición de izquierda está decepcionada con mi discurso, que considera demasiado prudente. Y es que me dirijo a una asamblea franquista, que podría frenar violentamente mis aspiraciones. Algunos llevan el uniforme de la Falange, con la camisa azul. Debo mantenerme moderado, no provocar innecesariamente y garantizar la estabilidad en la continuidad. Es mi responsabilidad como máxima autoridad del Estado. Hay que evitar a toda costa un enfrentamiento. Los observadores internacionales temen una segunda guerra civil», constata en sus memorias.

Curiosamente, don Juan Carlos admite en el libro que no le produjo ninguna satisfacción personal el convertirse en rey. Era el monarca más joven de Europa y el único «con plenos poderes» como tenían otras cabezas reinantes en el mundo árabe. «¿Estaré a la altura de la inmensa tarea que me incumbe? ¿Con qué aliados puedo contar? Sé que la oposición comunista me llama ‘Juan Carlos el Breve’. Algunos falangistas también. ¿Intentan desestabilizarme llamando a la confrontación? Todo es tan incierto…».

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