La izquierda se echa al monte tras la condena de Don Alvarone
El Gobierno y sus terminales han activado la coartada de la conspiración judicial

El fiscal general, Álvaro García Ortiz, llega al Supremo en la quinta jornada del juicio. | Javier Lizón (EFE)
La condena del Tribunal Supremo a Don Alvarone, el fiscal general maniobrero de Pedro Sánchez, por un delito de revelación de secretos es un hito infame que nos sitúa en el mapa de las democracias en precario. Así es. Que un fiscal general del Estado sea condenado en el ejercicio de su cargo no tiene precedentes en la historia, no de España, sino del mundo. Solo he encontrado dos casos similares, uno en Zimbabue y otro en Panamá, dos países brutalmente castigados por prácticas estructurales de corrupción. Ese es el marco en el que debería leerse la condena a Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado y hombre de máxima confianza de Pedro Sánchez.
Un 20 de noviembre de 2025 en que Sánchez se las prometía muy felices, con misas laicas y fastos para exorcizar el pasado, el Tribunal Supremo decidió recordarnos que la justicia no ha muerto. El Supremo, al dictar dos años de inhabilitación, multa e indemnización al damnificado, ha amparado los derechos de un ciudadano —el novio de Isabel Díaz Ayuso— ante el abuso de quien debía velar por ellos. Estamos ante una sentencia clave, una sentencia histórica que revela que todavía existe independencia judicial y que confirma que Sánchez aún no ha conseguido que la justicia se arrodille ante él.
Obviamente, el Gobierno no está para celebrar la salud de la democracia. Y no lo ha hecho. El Gobierno está para el asalto a la Bastilla judicial. Antes incluso de leer la sentencia, ministros, portavoces y corifeos de la izquierda activaron una campaña de descrédito contra el Supremo. Óscar López proclamando que «se ha condenado sin pruebas»; Patxi López calificando el fallo de «vergüenza»; un magistrado emérito del propio Supremo, Martín Pallín, convertido en estrella invitada de todos los programas de la televisión pública, a falta de otros togados dóciles, definiéndolo como «lo más parecido a un golpe de Estado»; José Zaragoza insinuando que los jueces actúan movidos por un espíritu franquista; Pablo Iglesias exigiendo reformar de inmediato la Ley Orgánica del Poder Judicial para neutralizar al tribunal; Ione Belarra hablando de «asesinato civil». El Gobierno y sus terminales mediáticos y políticos han activado la coartada suprema de los demagogos: la teoría de la conspiración judicial.
Esta es la verdad descarnada, la radiografía de la regresión: la izquierda se ha echado al monte y no acepta las reglas de la democracia si estas no le son favorables. Como dice mi amigo Carlos Martínez Gorriarán, ahora resulta que filtrar secretos judiciales es justicia, mentir como bellacos es decir la verdad, y atacar a los jueces es democracia. La ley, la Constitución, el secreto de las comunicaciones, todo es secundario cuando el Gobierno está «asediado» por el establishment judicial-mediático-fascista que representamos los que no le bailamos el agua al Gobierno.
El gran manipulador, Pedro Sánchez, ya dijo hace unos meses que teníamos que pedirle perdón al fiscal general porque se supone que la UCO había demostrado que no había nada. Resulta, además, que el día de la condena de su fiscal, publicó un vídeo prometiendo «defender la soberanía popular frente a aquellos que se creen con la prerrogativa de tutelarla». Sustituyó la soberanía nacional, que reside en el pueblo del que emanan todos los poderes del Estado (incluido el Judicial, que ahora trata de amordazar), por una «soberanía popular» que solo le representa a él y a su mayoría coyuntural. La insinuación es repugnante. Algo así como: Yo soy el pueblo; quien me juzga, ataca a la democracia.
En paralelo, el oficialismo mediático repite el mismo libreto: que el fiscal solo quiso desmentir un bulo, que todo es una conspiración de cinco jueces conservadores… Bueno, pues resulta que dos de esos cinco jueces que han condenado a García Ortiz también formaron parte del tribunal que condenó la trama Gürtel del Partido Popular. Pero la izquierda, en su habitual afán por aferrarse a cualquier elemento que pueda sostener su narrativa, también se agarra como a un clavo ardiendo al supuesto testimonio de esos periodistas que, según se dijo, habían visto con sus propios ojos el célebre correo electrónico filtrado. Presentaron sus declaraciones en el juicio como si se tratara de pruebas irrefutables, de unos testimonios directos y contundentes que venían a confirmar que Don Alvarone era inocente.
Sin embargo, si uno se detiene a analizar con un mínimo de rigor lo que realmente ocurrió, la cosa cambia por completo. Lo que teníamos era, ni más ni menos, periodistas lacayunos (todos sanchistas) amparándose en el sacrosanto secreto profesional que, por supuesto, nadie discute como principio. El periodista José Precedo, íntimo amigo de García Ortiz, llegó a declarar que sabía perfectamente que el Fiscal General no había sido quien había filtrado o manipulado el mail, pero que, eso sí, no podía revelar la identidad de quien sí lo hizo. Y que ello lo ponía ante un terrible dilema. Y todo ello sin presentar una sola prueba, ni un solo documento, ni un solo indicio verificable que respaldara mínimamente lo que estaba afirmando, una afirmación rotunda protegida por el escudo del secreto profesional, pero completamente huérfana de cualquier evidencia que permitiera contrastarla, comprobarla o someterla al más elemental escrutinio. En términos lógicos y jurídicos, eso no es un testimonio relevante; es, simple y llanamente, una declaración sin sustento, una afirmación que, por mucho que se vista de gravedad periodística, no resiste el menor análisis serio.
Y aun así, la izquierda lo elevó a categoría de prueba definitiva, lo repitió una y otra vez en tertulias, titulares y redes sociales, lo cual, por cierto, dice bastante más de la desesperación por encontrar algo que sostuviera el relato de inocencia que de la solidez real de lo que estaban defendiendo. Porque, en el fondo, aceptar como válido un testimonio así —desnudo de pruebas, protegido por el silencio y carente de cualquier posibilidad de verificación— es, simplemente, aferrarse a un clavo ardiendo que, al menor soplo de rigor, se revela como lo que es: puro humo. Es un relato que podría funcionar en una tertulia militante, pero que se estrella ante un tribunal que ha examinado pruebas reales, indicios sólidos y hechos acreditados.
El caso es que el Fiscal General, el principal funcionario encargado de la defensa de la legalidad, ha sido condenado por quebrantarla para servir a su jefe político. Los indicios de criminalidad eran abrumadores. Y esos indicios se han convertido en pruebas, y las pruebas en condena. La Justicia nos ha recordado que la ley no es una herramienta partidista, sino un límite para todos, especialmente para quienes mandan.
En este clima político intoxicado, irrespirable, donde la propaganda se disfraza de análisis y la defensa del Estado de derecho se caricaturiza como autoritarismo, este fallo del Supremo marca un punto de inflexión. No es un triunfo de una parte contra otra. Es un triunfo de las instituciones frente al abuso. Un triunfo del ciudadano frente al poder. Y conviene decirlo sin ambages: el 20-N de 2025 fue un gran día para los pocos que todavía creemos, con más moral que el Alcoyano, en esta desprestigiada Democracia.
