El CNI se queja de las críticas y olvida cómo le protege la ley de secretos
Alegar «secreto de Estado» es una cortina de humo que les salva de errores o cuando la pifian

Logotipo del Centro Nacional de Inteligencia. | Eduardo Parra (Europa Press)
El servicio de inteligencia español —al igual que el francés, el estadounidense o el alemán— ha funcionado históricamente, y lo sigue haciendo, sobre el fundamento de que su trabajo es vital para el sostenimiento de sus países, pero nadie se lo reconoce. Que sus errores pueden aparecer en los medios de comunicación, pero nunca sus grandes éxitos. Que, en el caso español, gozan de escasos medios y son capaces de hacer grandes cosas, cuando sus colegas occidentales tienen unos medios impresionantes.
Destacaba la semana pasada que en la serie de televisión El Centro, me había llamado la atención ver reflejada algunas de las ideas que llevo años escuchando a los profesionales españoles del espionaje y leyendo a los de otros países. Frases como: «Es importante lo que hacemos, aunque nadie lo vaya a saber nunca», «tampoco esperamos una medalla», «si consigues evitarlo nadie se va a enterar» y «siempre me ha sorprendido el resultado que sacan con los medios que tienen».
Sus afirmaciones, vistas sin contexto, están basadas en datos reales: la opinión pública desconoce la importancia de su trabajo para el bienestar de la sociedad. Ellos saben que tienen que trabajar en las sombras, jugarse con frecuencia la vida, a cambio de un sueldo ajustado y escaso reconocimiento. Cuando logran evitar un golpe de Estado, por poner algo especialmente dramático, nadie fuera de la Casa les va a felicitar y no les van a imponer una medalla. Y, en el caso español, es totalmente cierto que con muchos menos medios de los que disponen otros servicios occidentales, han llevado a cabo misiones especialmente exitosas, como el espionaje masivo por medios tecnológicos en el sur de Francia que llevó a dar la puntilla a ETA y conseguir su derrota.
El secreto de Estado también les protege
Lo que evitan mencionar, como si no existieran, son las ventajas que les depara esa situación de vivir rodeados por el secreto de Estado. Un contexto que les protege más allá de la actividad de cualquier funcionario público. Lo que les hace permanecer en la oscuridad y no permite ver sus éxitos, también les protege cuando su trabajo sale mal.
En 1998, técnicos de una compañía telefónica descubrieron que la sede de Herri Batasuna en Vitoria estaba infectada de micrófonos. Por espionaje a un partido legal, procesaron a los directores del servicio secreto Emilio Alonso Manglano y Javier Calderón, y a Mario Cantero, el suboficial que, si se me permite la simplificación, daba la vuelta a las cintas en las que se grababan las conversaciones. Gracias a esa protección extrema, todos salieron libres, excepto Mario, con dos años de condena, posteriormente indultado a la mitad.
Otro ejemplo de las ventajas del secretismo ocurrió en 2003, tras el asesinato en Irak de ocho agentes. Lo que supuso una cadena de errores, solo llevó al traslado de uno de los responsables, cuyo nombre y puesto nunca se conocieron. Tampoco el contenido de la investigación interna. En cualquier otro organismo público esto sería impensable.
El secretismo, amparado en la Ley de Secretos Oficiales y en la propia ley del CNI, les permite llevar a cabo misiones alegales o ilegales. El magistrado del Tribunal Supremo les presta cobertura a veces y, cuando no es el caso, les basta aducir «secreto de Estado» o «seguridad del Estado». Es el caso de las denuncias que se tramitan en varios juzgados por el espionaje con el virus Pegasus contra independentistas catalanes y vascos: nunca llegarán a nada por esa protección que les permite no responder a las preguntas del juez.
Otro tema distinto es cuando el CNI informa al Gobierno, como el resto de los servicios secretos, a los suyos, y se encuentran con que no les hacen ni caso, en lo cual están en su derecho, y ocurre finalmente la desgracia sobre la que habían alertado. En esas ocasiones, es habitual los gobernantes echen la culpa a los espías de no haberse enterado. Eso le pasó a la CIA tras los atentados de Al Qaeda del 11-S: Bush y su gente manifestaron que no sabían nada. Los espías tuvieron que guardar silencio. «Solamente» les habían mandado 36 informes durante los meses anteriores, advirtiéndoles de que Bin Laden quería atacarles.
