'Peixoto' y Otegi: cuando ETA le sacó los ojos a unos secuestrados
El relato estremecedor de la tortura de tres jóvenes gallegos por parecer policías

El secretario general de EH Bildu, Arnaldo Otegi. | H. Bilbao (EP)
«Gracias por todo lo que nos enseñaste». Son las palabras que Arnaldo Otegi, coordinador general de Bildu, ha dirigido a José Manuel Pagoaga, conocido en el mundo de ETA como Peixoto, tras su fallecimiento. Siete palabras que han hecho un daño inmenso a las víctimas, sin que nadie del Gobierno haya levantado su voz para corregir ese homenaje.
En 1973, tres jóvenes gallegos llamados José Humberto Fouz, Jorge Juan García y Fernando Quiroga, pasaron la frontera francesa para ver la película El último tango en París. Luego fueron a tomar una copa, un comando de ETA los confundió con policías y los secuestró, torturó y asesinó. Nunca se encontraron sus cadáveres, decidieron guardar silencio antes de reconocer la salvajada que habían cometido. Muchos años después, la sobrina de Fouz, Coral Rodríguez, realizó una petición pública a Pagoaga para que dijese dónde estaban los cadáveres. Se negó.
Se tiene certeza de que ese etarra era uno de las responsables gracias al testimonio del agente infiltrado Mikel Lejarza, el Lobo. Con su permiso, reproduzco la narración de su testimonio sobre el etarra, sacado de su biografía Yo confieso (Roca). Si usted es sensible, no siga leyendo. Pero el texto arroja luz sobre esas supuestas enseñanzas que Otegi le agradece a Peixoto.
Cómo les sacaron los ojos a unos jóvenes gallegos
«A finales de junio (1975) fueron las fiestas de San Juan de Luz. Las recuerdo porque entonces me presentaron a Gurruchaga, que era el tesorero de los político-militares, y este a su vez me presentó a cuatro o cinco milis. A algunos ya los conocía de una boda a la que me habían invitado de uno que había estado en la comuna de Dax. Dos de los que me presentó fueron Peixoto y Mamarru. Ambos estaban en el grupo con el que me junté durante las fiestas, con otros dos que ya estaban contentos por el efecto de la bebida y que empezaron a tontear un poco en plan de presumir. Nunca pude imaginarme las palabras envenenadas que iban a salir de sus labios, como escupitajos.
»—Nosotros pillamos a tres policías, que luego decían que no eran policías, pero bueno. Estaban en el bar Hendayais y los calamos al momento. Tuvimos un follón con ellos, venían de chulitos. Los cogimos a la salida del bar, nos los llevamos a la playa y después a un caserío en las afueras de Bayona. Ahí les metimos una paliza de la leche y, cómo no querían reconocer que eran txakurras, les sacamos los ojos en vivo.
»Reían sin parar, bebían sin parar y se lo pasaban genial compartiendo las crueles torturas a la que habían sometido a unos pobres jóvenes estudiantes, sin relación ninguna con la Policía, que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino. Los escuchaba con la sangre helada que no corría por mis venas, sin ser capaz de articular palabra, sobre todo cuando veía a los demás del grupo cómo celebraban cada una de sus salvajadas y se descojonaban de risa. Pero el relato no había concluido.
»—Cuando el Viejo les estaba sacando los ojos con el destornillador, chillaban como bestias. Y no veas, al final les decíamos: ‘A cantar, a cantar’, y cantaban por peteneras.
»Ese rato para mí fue un infierno que sentí que duraba una barbaridad. Se me revolvieron las tripas escuchando lo que les habían hecho a unos tíos totalmente inocentes, que habían ido a ver una película al sur de Francia, con los que simplemente habían tenido una bronquilla. Yo solo llevaba tres meses infiltrado y se me pusieron los pelos de punta: ‘Joder, si han hecho esto con esos chavales que no tienen nada que ver con este mundo, qué harían conmigo si descubrieran que soy un infiltrado’. Pero es que encima narraban la tortura con una mofa, como si no fueran seres humanos, que empecé a darme cuenta de que eran unos malnacidos que no sabían ni para qué estaban allí, y a los que solo les preocupaba hacer el mayor daño posible. Solo les divertía ser crueles. El Viejo se había hecho famoso por lo despiadado que era. Como él, en los milis había verdaderos carniceros, y en los polimilis también, aunque entre los primeros, más.
»Eran crueles contando estas animaladas, pero no solo los de este grupo, sino todos los etarras, especialmente cuando describían lo que le harían a un guardia civil al que tuvieran a mano. Aquella conversación me marcó mucho, me dejó alucinado la forma sin escrúpulos en que me lo contaron: ‘Luego los echamos al agujero de los malditos’. Me impactó todavía más cuando vi que terminaban su historia de machotes y seguían tomando cervezas como si nada».
