El verano en el que Cartagena quiso ser norteamericana
Varios ensayos rememoran, en el 150 aniversario de la I República española, el caos de la revolución cantonal
Hace siglo y medio, España ardió durante un verano de caos. A la renuncia al trono de Amadeo de Saboya en febrero de 1873 le había sucedido la proclamación de la I República, que nacía mediante una ilegalidad: tras la renuncia real, un grupo de diputados fusionaron el Congreso y el Senado en una Asamblea Nacional que, saltándose las normas constitucionales, proclamó la República.
Su primer presidente fue Estanislao Figueras, que consiguió convencer a los radicales, hasta entonces monárquicos, de que la única salvación para la patria era la propuesta republicana. Los republicanos, lejos de fortalecer un nuevo sistema político con muchos enemigos, se dividieron entre los partidarios de una república unitaria y los defensores del federalismo, que perseguían una revolución que cimentase el nuevo régimen de abajo a arriba.
Aquella disputa ideológica provocó las primeras revueltas: en Madrid se creó el Comité de Salud Pública con el fin de fomentar la creación de cantones (que luego debían federarse) y el 8 de marzo se proclamó el Estado Catalán. La Diputación de Barcelona se hizo con el poder en Cataluña y abolió el ejército.
Figueras acabó huyendo a Francia y su sucesor, el federalista Pi y Margall, quiso apaciguar las apetencias revolucionarias de los republicanos intransigentes. Sin embargo, su política dialogante propició la generalización de la revolución: casi de inmediato muchas ciudades se rebelaron, destituyendo de forma violenta a los representantes del Gobierno central y declarándose cantones independientes. La insurrección comenzó el 13 de julio en Cartagena, aunque ya antes se habían producido revueltas y hechos violentos, y se extendió por todo el Levante y Andalucía, convirtiéndose en cantones ciudades del tamaño de Málaga, Murcia, Alicante, Cádiz, Sevilla, Granada o Castellón y alcanzando el estallido incluso a municipios castellanos y extremeños. Mientras, por si fuese poco el desorden, los carlistas presentaban batalla en los territorios vascos, Navarra y Cataluña y en Cuba, última perla del Imperio, seguía la Guerra de los Diez años, comenzada en 1868 por Manuel Céspedes y su Grito de Yara.
Independencia
Bien conocida es la historia de la insurrección cartagenera. La guarnición del castillo se sublevó, dando comienzo con sus cañonazos al levantamiento de buena parte de la guarnición y de las tripulaciones de los barcos de la Armada anclados en el puerto. Sobre la ciudad se enarboló una bandera roja, símbolo del nuevo cantón independiente. La leyenda dice que era realmente una bandera turca cuya media luna tiñó un paisano con la sangre de sus venas, pero esto, más que un hecho real, quizás se deba a una invención literaria de Ramón J. Sénder, en su obra Míster Witt en el cantón, que ha quedado en el imaginario popular.
A Cartagena llegaron políticos federalistas de diferentes partes de España y empezaron a crear su propia revolución legislativa: acuñaron moneda propia, abolieron la educación religiosa, expropiaron los bienes del clero y prohibieron los monopolios. Pero una ciudad cercada no tiene manera de subsistir, por lo que mandaron a la escuadra a buscar suministros y, de paso, a extender la revolución por los alrededores.
Fue así como los barcos de la Armada con base en Cartagena se convirtieron en piratas: el 20 de julio desembarcaron en Alicante y proclamaron su independencia. El Gobierno, por su parte, autorizó a las naves de guerra extranjeras a ejercer la fuerza contra ellas si no se rendían. Así, la fragata alemana Friedrich Carl capturó un vapor de la flota cantonalista y lo escoltó hasta Gibraltar para devolverlo al Gobierno de España.
Por su parte, las fragatas sublevadas Almansa y Vitoria realizaron un crucero por la costa andaluza. Primero bombardearon Almería, porque la ciudad se negó a entregarles una suma de dinero, y luego se dirigieron a Málaga para intentar sublevarla con las tropas que transportaban. Los dos barcos acabaron siendo apresados por la Friedrich Carl, acompañada esta vez por la fragata británica Swiftsure.
La bandera de las barras y las estrellas
Para intentar frenar la oleada revolucionaria Pi y Margall desarrolló un proyecto de nueva Constitución que dividía España en una serie de estados (Andalucía Alta, Baja, Aragón, Cataluña, Cuba…) que formarían, unidos, la República Federal. Tras perder la votación en el Congreso, le sucedería Nicolás Salmerón, que nombró a los generales Martínez Campos y Pavía como capitanes generales de Valencia y Andalucía. Durante los meses de julio y agosto, el general Pavía, con un ejército de unos 3.000 hombres, fue reduciendo una por una las diferentes ciudades y poblaciones andaluzas. Mientras, Martínez Campos hacía lo propio en el Levante peninsular, donde Cartagena resistió hasta el 11 de enero de 1874.
Cuando las tropas gubernamentales entraron en la ciudad hallaron dos cartas con fecha del 16 de diciembre de 1873. Se trataba de unas misivas escritas por Roque Barcia, uno de los políticos llegados desde Madrid y que actuaba como vicepresidente de la Junta de Salvación Pública y presidente de la Comisión de Relaciones Cantonales y Extranjeras. En la primera carta, dirigida al embajador estadounidense, invocaba a Dios y a la civilización para pedir a la «gran República americana» autorización para enarbolar la bandera de las barras y las estrellas «como medio último de salvación». La segunda carta estaba dirigida al Gobierno de Castelar, que había sustituido a Salmerón. En ella amenazaba con izar la bandera estadounidense si se continuaba con el bombardeo de la ciudad y con pedir el ingreso del cantón de Cartagena en los Estados Unidos como Estado federado.
La amenaza coincidía con la crisis del Virginius, un barco norteamericano apresado por España en el Caribe por piratería que casi provoca una guerra con los americanos. Al caer la ciudad, Barcia huyó a Orán. Tiempo después, cuando regresó a España, renegó del cantonalismo y dijo que fue obligado a hacer lo que hizo. Como buen político, quizás solo cambió de opinión. Se dedicó desde entonces a sus estudios de lexicografía.
A pesar de ser uno de los aniversarios del año, la conmemoración de la I República no ha supuesto la proliferación de un corpus ensayístico amplio que aborde la etapa histórica en su complejidad. Como novedades editoriales recientes podemos citar La Primera República Española (1873-1874): De la utopía al caos, de Jorge Vilches; Eso no estaba en mi libro de historia de la Primera República, de Javier Santamarta del Pozo, y La Rebelión cantonal en la I República: los intentos de instaurar en España un Estado federal, de Julián Vadillo.