David Jiménez Torres: «Todas las grietas del sistema nos devuelven a 2017»
El profesor y escritor habla con David Mejía sobre su formación, su vocación literaria y la actualidad política de España
David Jiménez Torres (Madrid, 1986) es doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Cambridge y actualmente es profesor en el Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de dos novelas, Salter School (2007) y Cambridge en mitad de la noche (2018), y de varios ensayos. El último, El maldormir (2022), obtuvo el I Premio de No Ficción Libros del Asteroide. Es columnista del diario El Mundo.
PREGUNTA: Quería empezar hablando de tu biografía desde el punto de vista del desplazamiento: te marchas a Estados Unidos a estudiar el bachillerato, y a partir de ahí comienza un ciclo vital que durará muchos años antes de que puedas volver a España. ¿Tu experiencia como adolescente en Estados Unidos fue positiva?
RESPUESTA. Pues no sabría decirte. Tengo la impresión de que he tomado dos decisiones importantes en mi vida: una, la de irme de España con 15 años; y otra, la de volver a España con 28. Y entre medias hay trece años que, en la biografía de todo el mundo, son los años realmente formativos. Y ahora he tomado una tercera decisión importante que es ser padre. Pero mi itinerario vital está muy determinado por esa primera marcha. No sabría decirte qué me llevó a querer irme, pero tengo una imagen muy clara del momento en que volví del colegio, fui al despacho de mi madre donde estaba corrigiendo -era profesora de Secundaria- y le pregunté si les parecería bien que yo me fuera a estudiar fuera. Evidentemente, tuve la fortuna de tener unos padres que podían responder a ese deseo. Y claro, es difícil desligar las aventuras típicas de la adolescencia, que se pueden dar en cualquier parte del mundo, ya sea Madrid, Barcelona, Nueva Jersey o California, de lo que es específico de Estados Unidos. Lo que sí diría es que en el internado en el que hice el bachillerato descubrí una nueva manera de estudiar lo que a mí me gustaba de verdad, que era la literatura. Y consistía sencillamente en entrar en clase y que el profesor dijera que teníamos que leer el primer acto de Hamlet, o de Muerte de un viajante, y que toda la clase fuera alrededor de la lectura. No teníamos que memorizar la fecha de publicación, ni las principales características, no teníamos un libro de texto que acompañara. Se trataba simplemente de tu relación con el texto, y esto para un chaval de 15 años al que le gustaba leer y escribir, era sencillamente maravilloso. Y ahora que estoy del otro lado como profesor, creo que mi ideal de lo que debería ser el aprendizaje sigue muy marcado por esa experiencia, esa idea de que haya un aula en la que un profesor y una serie de estudiantes hablen de lo que les ha parecido una lectura.
P. ¿Ves entonces con buenos ojos las iniciativas para reducir la parte memorística en la enseñanza?
R. No creo que necesariamente se tenga que plantear de manera excluyente, no es un juego de suma cero. Lo que veía, y me frustraba, en la ESO, es que podía perfectamente aprobar un examen sobre La Celestina sin haber leído una página del libro, sencillamente memorizando ciertas ideas. Y sentía que era un fraude porque no estaba hablando de un texto que yo hubiera leído, sino de lo que otra persona había leído en ese texto. Y para alguien con inquietudes literarias, hay un momento en el que resulta evidente que lo que tienes que hacer es enfrentarte al propio texto. No tengo duda de que las cosas que decíamos los estudiantes, en aquellas clases en el internado de Nueva Jersey, probablemente eran banalidades, no puedes decir algo sumamente original con 16 años sobre los clásicos que leíamos entonces. Pero el ejercicio de encontrar algo que decir sobre un texto me parece un entrenamiento fundamental que luego te permitía, en las siguientes etapas, ir llegando a una mayor autonomía y originalidad. Por eso me gustaría que el modelo al que fuéramos permitiera también eso. Creo mucho en el valor de la memorización, eso desde luego, y los que nos dedicamos al campo de la historia evidentemente es algo que tenemos muy marcado. Pero me gustaría que se permitiera a los estudiantes tener un encuentro más directo con fuentes primarias: por ejemplo, no solo memorizar la obra de gobierno de Castelar, sino también leer discursos suyos, entender la oratoria, las figuras de lenguaje de este tipo de autores históricos. Si pudiéramos llegar a una especie de síntesis virtuosa de todo esto, alcanzaríamos algo bastante mejor de lo que tenemos ahora.
P. Yo te preguntaba por la adolescencia en Estados Unidos y pensaba que me ibas a hablar de los bailes de fin de curso y de fiestas alocadas, y me sales con qué maravilla que podíamos enfrentarnos a las fuentes primarias de los estudios literarios. ¿El David de 15 años de edad ya sabía que quería dedicarse a algo relacionado con las letras?
R. Mi vocación siempre fue ser escritor, y además lo recuerdo como una vocación muy fuerte desde muy pequeño y eso, evidentemente, lleva aparejado un amor por la lectura. Entonces, piensas con qué te puedes ganar la vida cuando esos son tus intereses y, de manera muy natural, muchos acabamos en la idea de la docencia. Eso no significa que vayas a ser buen profesor, hay que hacer un trabajo específico para convertirte en un buen docente. Pero si te gusta estudiar -y a mí siempre me ha gustado- el camino natural puede ser ese: del bachillerato a la carrera, de la carrera al máster, y del máster al doctorado.
P. Cuando terminas el instituto decides hacer la carrera también en Estados Unidos. ¿No te planteaste volver a España?
R. La verdad es que no, y es una cosa rara cómo funcionan estas intuiciones vitales. Yo tenía muy claro que el lugar donde quería estar era Estados Unidos, y sigo sin saber muy bien por qué. Siempre hago la broma de que había visto American Pie 2 y claro, había encantos evidentes de la sociedad americana que podían resultar muy atractivos a un chaval de quince años (ríe). Tenía muy claro que ese era el sistema en el que yo quería estar. Pero hubo un momento en el que eso se acabó, y además de una manera muy clara: quería volver a Europa, pero no quería volver a España, y el Reino Unido me pareció un puente muy natural.
P. En el modelo anglosajón la universidad es más generalista, uno no tiene que decidir su futuro profesional inmediatamente. ¿Te parece que es un modelo virtuoso? ¿Le ves ventajas frente al modelo español?
R. Le veo enormes ventajas, y lo he podido comprobar con amigos españoles. Uno de mis amigos empezó tres carreras distintas antes de encontrar la que más le gustaba, y no creo que sea el primer chaval de dieciocho años que no tiene muy claro lo que quiere hacer. Puede tener ciertos intereses, pero es muy difícil con esa edad tener una vocación clarísima por una carrera. Y en ese sentido, el modelo estadounidense, que permite en los primeros años probar asignaturas muy distintas, fue muy beneficioso para mí, y eso que ya te digo que yo tenía intereses relativamente claros. Me planteaba dedicarme a la filosofía, o la literatura, pero en esos años descubrí la historia, y gracias a esa flexibilidad acabé licenciándome en Filología inglesa y en Historia. Todos entendemos el valor del tesón y de seguir en algo incluso si al principio te cuesta. Pero tenemos a mucha gente que está dejando la carrera, no tanto porque le resulta difícil, sino porque se da cuenta de que no es lo que realmente le gusta. Si tuviéramos un sistema que permitiera que esa gente no tenga que abandonar la carrera y empezar otra de cero, sino que puedan reciclar créditos e ir probando, sobre todo en esos primeros años, me parecería lo más natural. Y para especializarse tenemos luego posgrados, porque es cierto que ese sistema hace que tengas una formación mucho menos exhaustiva y enciclopédica. Yo salí de la carrera de historia en Estados Unidos sabiendo menos historia de lo que sabe alguien que hace la carrera aquí, eso lo tengo claro. Pero para eso tienes luego precisamente la especialización de máster y de doctorado, para que la gente que ha decidido que ese es su camino, pueda rellenar las lagunas que le hayan quedado de la carrera.
P. ¿Cómo fue tu experiencia en Cambridge?
R. Yo llegué a Cambridge en 2008 y estuve allí hasta 2013, durante los años más intensos de la crisis económica, que luego tuvo sus consecuencias en el mundo político, intelectual, etcétera. Y recuerdo una gran efervescencia en el campus, muchísimas charlas, traían a ponentes muy conocidos, tanto británicos como extranjeros -ahí vi por primera vez, por ejemplo, a Manuel Castells, luego con un desempeño cuestionable como ministro de universidades-. Por mi parte, también era un momento de gran curiosidad y la verdad es que es un sitio fantástico para estudiar y para aprender. Luego, evidentemente, el doctorado tiene sus frustraciones y hay veces que no sabes realmente si lo que estás haciendo vale para mucho, pero es un proceso muy natural. Sí recuerdo tener una sensación de enorme privilegio en todos los sentidos, pero especialmente por estar allí en un momento en el que se abrían debates por primera vez en décadas, y que estaba en un buen lugar para asomarme a ellos.
P. Escribiste una novela estupenda, Cambridge en mitad de la noche, inspirada en tus años allí.
R. Sí, hoy todavía sigue siendo el libro del que más orgulloso estoy. Me permitió tocar un tema que para mí es muy importante, y es la idea del desarraigo, esta sensación de cuando realmente no sabes de dónde eres, o sabes de dónde eres pero no sabes cuál es tu lugar en el mundo. Cuando llevas mucho tiempo viviendo fuera de tu país, se puede hacer incómoda la idea de volver, pero a la vez no sientes que pertenezcas al lugar en el que estás. Y ciudades como Cambridge son muy dadas a ese tipo de desarraigo, hay mucho nómada intelectual que recala ahí. Es un lugar que está en el mundo porque los circuitos académicos pasan por ahí, pero al mismo tiempo está muy apartado del mundo, porque es una ciudad universitaria que realmente solo vive de eso. Y a esto se suman las problemáticas específicas del conocimiento, la idea de que las universidades están generando conocimiento constantemente, pero para qué sirve ese conocimiento. Nos pasa a los que trabajamos en Humanidades y en Ciencias Sociales, que publicamos mucho sobre temas que nos pueden resultar fascinantes, pero siempre te enfrentas a la pregunta de para qué sirve todo esto, si a veces las sociedades más desarrolladas y con mayores niveles de formación son los que cometen errores históricos más flagrantes. En fin, el género de la novela te permite tocar muchos temas y de una manera muy satisfactoria, lo que pasa es que requiere mucho tiempo hacerlo.
P. ¿Es la preocupación porque el conocimiento se filtre a la sociedad lo que te empuja a escribir en prensa?
R. No, la verdad es que creo que mi impulso para participar en prensa es bastante visceral, y no sé si muy sano (ríe). Cuando escucho o leo cosas con las que no estoy de acuerdo, mi impulso natural es decir por qué. Yo soy el tipo de persona que quizás preocupa un poco a su pareja, o a sus vecinos, porque está escuchando la radio y si escucha algo con lo que no está de acuerdo, contesta en voz alta a la radio. No sé si esta será la manera más digna de llegar a ese impulso periodístico, pero creo que en el periodismo de opinión es bastante común. Y por otra parte, al menos en mi caso, escribir en prensa me hace sentir que participo en debates colectivos, que es una manera de estar en el debate público que me interesa. Existe el perfil del escritor columnista, de escribir columnas ligadas a tu mundo interior, literario, pero a mí me resulta más natural la idea de intentar asomarme a lo que se esté debatiendo en ese momento.
«No hay conocimientos ni debates inútiles»
P. ¿Tienes el temor de que ese debate no trascienda de quienes participamos en él?
R. Bueno, es una pregunta clásica de la historia política y de las ciencias sociales, hasta qué punto los debates de las élites llegan fuera de esas esferas, y qué tipo de politización tiene la gente a la que no le llegan esos debates más concretos. Porque igual que sería un error pensar que las cosas que nos interesan a los que participamos en estos debates son universales, creo que también es un error muy fácil pensar que el resto de las personas no piensa nada. Y lo ligo con lo que comentabas antes del conocimiento académico: yo creo que no hay conocimiento inútil, y tampoco hay debates inútiles. Que los debates que puedan interesarnos a ti o a mí no lleguen a todo el mundo no significa que para ti y para mí no sea interesante tenerlos. Porque aceptar que solo se debe debatir de lo que genere un mayor interés o consenso, también sería empobrecedor. Vivimos en sociedades en las que hay tanta gente y tanta pluralidad, que podemos permitirnos tener debates de muchos tipos. Otra cosa distinta sería silenciar debates: que haya temas que sí interesen y preocupen a un nivel más popular, y que las élites opinativas, en vez de dedicarles atención, decidan silenciarlos o tratarlos de una manera peyorativa. Esto es lo que sería la distinción, y eso sí me parecería más problemático.
P. Te hago una pregunta que le hice a Rafa Latorre hace unas semanas: ¿consideras que el periodismo es tan influyente como se piensan los periodistas?
R. Tendríamos que llegar primero a una definición de qué es periodismo, porque es un debate que me parece que no está cerrado. Me pareció gracioso cuando, hace unos meses, Pablo Iglesias sale del Gobierno y empezó a reivindicar que iba a hacer periodismo crítico. Salieron muchas voces diciendo que él no era periodista, y él sostenía que sí era periodista y que había ganado premios de periodismo. Entonces, claro, ¿el periodismo de opinión es periodismo? Desde luego no considero que yo sea periodista, y en mi cabeza el periodismo está acotado hasta la gente que trabaja en una redacción, ya sea periódico impreso, radio o televisión.
P. Entonces reformulo la pregunta: ¿son influyentes los medios de comunicación?
R. Creo que son muy influyentes, desde luego. Incluso lo hemos visto en los últimos años: el interés de los gobiernos por condicionar la conversación pública, a través del manejo de la información y de los ciclos informativos que utiliza, es muy evidente. Si los medios de comunicación no fueran importantes, los políticos no tendrían interés en controlarlos. Volviendo al caso de Pablo Iglesias, me parece interesante la lectura que hace buena parte de la izquierda que crece en los 90 y 2000, después de la caída del muro, de por qué ha triunfado el consenso neoliberal, y la razón es porque controlan los medios. Se cree esta idea de que los medios tienen mucho poder, y por eso ellos sienten este deseo de participar y de crear sus contra-medios, para crear contra-verdades. Desde luego los medios influyen, pero no sé si tanto como estos sectores de la izquierda anticapitalista pensaban.
P. El año pasado publicaste un ensayo titulado 2017.Es interesante que eligieras ese título para el libro, remarcando ese año como un hito histórico para España.
R. Creo que es, sin duda, una fecha icónica cuyo peso se irá haciendo más visible a medida que pase el tiempo. Si había una tesis en ese libro es que la crisis de 2017 fue muy grave, y se ha intentado cerrar en falso. Y a pesar de la estrategia política del Gobierno de Sánchez, que ha sido desde el principio intentar hacer como si no hubiera pasado nada, y querer regresar al statu quo anterior, ya no hay vuelta atrás. Si nos fijamos, de manera más o menos desapasionada, en nuestra comunidad política y en nuestro debate público, veremos que hay muchísimas grietas y todas ellas nos devuelven a 2017. Es decir, la situación actual del Poder Judicial, de la Corona, la propia fragmentación parlamentaria, lo que ha ocurrido en la derecha y en el centro-derecha (el auge de Vox no se habría producido si Rajoy hubiera gestionado aquella crisis de una manera distinta, o si Sánchez no hubiera llegado después al poder aupado por los independentistas), están muy influidas por aquello. En realidad fue una gigantesca prueba de presión para el sistema. Y lo que vimos, por un lado, es que los mecanismos del Estado de Derecho aguantaron, pero a la vez, esa tensión ha tenido consecuencias muy serias, y esa erosión no ha acabado, ni creo que vaya a acabar en varias décadas.
«No puedes resolver un problema con las mismas recetas que han contribuido a agrandarlo»
P. ¿Ni siquiera con una gestión eficiente?
R. Creo que no puedes resolver un problema con las mismas recetas que han contribuido a agrandarlo. El discurso oficial del actual Gobierno es que cuatro años después de que llegaran al poder hay paz en Cataluña, y no les han montado otra declaración de independencia. Y creo que es una lectura pésima de lo que necesitaba el independentismo a finales de 2017. En ese momento, no solo están la mitad de los promotores de la independencia huidos, y la otra mitad encarcelados esperando juicio, sino que además Ciudadanos ha ganado las elecciones autonómicas, y el nacionalismo por primera vez ve que peligra su hegemonía y su control de todos los resortes del poder autonómico. En 2017, lo que los independentistas necesitaban para ir retomando su poder sobre la sociedad catalana, era espacio y tiempo. Y eso es precisamente lo que el actual Gobierno les ha permitido; la política de desinflamación, la política de darles espacio siempre que no monten algo demasiado insurreccional. Los indultos también son un claro ejemplo de esto: no suponen una catarsis, no suponen un cambio fundamental en la cultura política del nacionalismo; es todo lo contrario, ellos lo procesan como un reconocimiento por parte de la democracia española de que estaban injustamente encarcelados. Y el discurso de Junqueras no es un discurso de contrición, sino precisamente de sostenella y no enmendalla. Hubo un momento en el que se armó una pedagogía muy eficaz contra el discurso del procés, y lo que ha hecho el Gobierno en estos cuatro años es deshacer esa pedagogía, incluso asumir el argumento falaz de que lo que pasó en 2017 fue culpa de Rajoy -y no de los que plantearon una negociación imposible-. Todo eso me parece que ha sido muy contraproducente y dañino para lo que fue en su momento un bloque formidable, el llamado bloque constitucionalista.
P. ¿Cómo se debe contrarrestar la hegemonía nacionalista?
R. Creo que el primer paso debería ser ofrecer una alternativa nítida y coherente al discurso nacionalista. Esto es lo que siempre se le ha reprochado al PSC, y creo que con razón. El PSC, como partido hegemónico dentro del espacio no independentista, podía haber hecho un discurso mucho menos identitario. El discurso de Maragall cuando se plantean los tripartitos es indistinguible de lo que podían sostener los nacionalistas. Esta idea de intentar ganar a los nacionalistas en catalanismo contribuyó a engordar la sensación de que el único estado ideológico natural en Cataluña era el nacionalismo. Creo que parte de la solución tiene que venir de ahí, de ofrecer una alternativa nítida en el propio territorio. Por otra parte, hay una clarísima deuda pendiente, por parte de las instituciones nacionales, de proteger los derechos de los no nacionalistas en Cataluña, y esto lo estamos viendo con la sentencia del 25%. Los tribunales en esto, al menos, han hecho su trabajo, y no puede ser que el Gobierno de la Generalitat diga que va a incumplir o encuentre estrategias para incumplir algo que, por parte de los tribunales, ha sido reconocido como un derecho. Y no puede ser que la respuesta de las instituciones del Estado sea que no tienen recursos suficientes para hacer cumplir la sentencia, y que la nueva norma es un poco difusa. Una vez que se ha dictaminado que se trata de derechos, si el gobierno autonómico no los cumple, las instituciones de todos sí que tienen que hacerlo. Los no nacionalistas ya saben que los nacionalistas gobiernan la Generalitat, ya cuentan con eso. Pero con lo que no contaban -y les produce una decepción constante- es que las instituciones nacionales les dejen desprotegidos cuando, además, estamos hablando de mínimos, de un criterio de convivencia en una sociedad naturalmente bilingüe, como es la catalana.
«No confío en que Feijóo suponga un cambio en relación al nacionalismo»
P. ¿Confías en Alberto Núñez Feijóo, si llega a la presidencia del Gobierno, como líder para enfrentarse al nacionalismo?
R. No, la verdad es que no, y me encantaría equivocarme. Pero hay algo que me inquieta de Feijóo, que es su clarísima falta de ambición intelectual; no me refiero a lecturas, sino a la idea de un proyecto político que tenga interés en transformar temas estructurales de España. Lo que Feijóo parece prometer -y él entiende que es su atractivo- es la idea de volver a una situación política más sensata, más respetuosa, que no tenga los espectáculos de erosión institucional que hemos visto con el Gobierno actual; pero el problema es que quiere volver a una situación previa, no dar un salto al futuro. Y dentro de ese perfil de «Rajoy bis», incluiría también cierto status quo en lo que se refiere a lenguas cooficiales. Es más, creo que es incluso más natural para él de lo que lo era para Rajoy. Entiendo a la gente que, visto el nivel de erosión institucional al que se ha llegado en estos cuatro años de Pedro Sánchez, prefiere una alternativa más sensata. Pero si me preguntas si creo que un presidente Núñez Feijóo supondría un cambio en este sentido, creo que no tenemos ningún elemento de juicio para pensar que así pudiera ser.
P. Te has referido al daño institucional que ha provocado el sanchismo, ¿es algo que te preocupe especialmente?
R. Sí, claro que me preocupa y creo que es difícil deshacer ese daño, porque se ha hecho un uso partidista de instituciones que deberían ser neutrales. El caso más claro es el CIS: algo tan delicado como hacer encuestas desde el poder público debería ser lo más neutral posible, y lo que hemos visto es que ni siquiera gente relativamente afín a este gobierno defiende lo que se ha hecho con esta institución. Y creo que esto encarna un modus operandi que se puede extender a la Fiscalía General del Estado, etcétera. Y lo que me preocupa también no es solo el daño que se está haciendo ahora, sino lo que esto señala para los que vengan después. Una vez rompes una serie de consensos, qué impide que el siguiente haga lo mismo en la otra dirección, qué impide que un presidente Feijóo nombre de Fiscal General del Estado a alguien tan claramente afín como ha sido Dolores Delgado con Sánchez. Este tipo de cortoplacismo, de no entender que cuando tú rompes las reglas, le estás dando la señal al otro para que también las rompa, no es un análisis político sofisticado, cualquiera entiende que estas son las consecuencias de traspasar las líneas rojas. Por eso, lo que me preocupa es el deterioro institucional al que podemos ir a largo plazo. Sobre todo, cuando se ha demostrado -y es la otra cosa preocupante- que se cruzan líneas rojas y a mucha gente fiel a un partido no le importa demasiado, porque al final les parece bien que el suyo gobierne. Y si se cruzan algunas líneas, pues estará bien hecho, o es disculpable, o peores son los otros. Después de cuarenta años de democracia constitucional, pensaba que habríamos entendido que esto hay que cuidarlo entre todos. Y hay que cuidarlo también cuando se gobierna, y hay que protegerlo también de los propios, no solo de los otros.
P. ¿Cómo valoras la creciente presencia de Vox en la democracia española?
R. Es difícil encontrar aquí una respuesta que pueda equilibrar lo que pienso. Hay algunos debates que me parece natural que se produzcan. El más evidente para mí es el de las autonomías, me parece bien que se debata si la actual organización del Estado es la más adecuada. Es más, me parece un debate sensato y necesario, y me molesta que haya sido un debate que los principales partidos no hayan querido tener. Cuando Vox plantea ese debate, en vez de verlo como un escándalo simplemente por plantearlo, habría que entender que responde a inquietudes que están en la sociedad. Sin embargo, Vox tiene derecho a abrir debates pero también tiene que entender que la gente le puede decir que no tiene razón en esos debates. Y esto es lo que a mí me molesta de Vox, que les parezca una ofensa incomprensible que les lleves la contraria. Simplemente, muchos pensamos que no tienen razón en esos temas. Y me parece que esta es la manera más productiva de afrontar la presencia de Vox en el debate público español. Porque si se plantea desde esa retórica de la «alerta antifascista» de Pablo Iglesias, lo único que estás haciendo es intentar cerrar en falso los debates que quiere plantear la gente que apoya a este partido.
P. De Vox me preocupa su discurso sobre la inmigración, siempre tratando de identificarla con la delincuencia. ¿Compartes esta inquietud?
R. Lo que me gustaría es que se pudiera llegar a debates sosegados sobre estas cuestiones. El discurso me parece muchas veces aberrante, esta idea de plantear que vivimos en una especie de apocalipsis Mena, me parece que estigmatiza a personas de una procedencia o de una cultura concreta, y presenta una idea de nuestras ciudades que no es real. Ahora bien, si me dicen que en un barrio concreto ha aumentado en tal porcentaje este tipo de delitos, y pueden demostrarme que existe una conexión causal entre la composición demográfica cultural del barrio y ese aumento de delitos, entonces la responsabilidad de una esfera pública normal es debatirlo, y de la manera más sosegada posible. No creo en cerrar debates: si de verdad hay lugares en los que esto es un problema, me parece que interesa a todos que se pueda hablar. Pero desde luego, como no se va a arreglar es con la brocha gorda de plantear que en las calles están correteando delincuentes recién llegados.
P. ¿Qué relación intelectual tienes con las guerras culturales?
R. Una relación de enorme fatiga preventiva. Esto es un poco banal, pero no sé qué tienen de cultural las guerras culturales, porque muchas veces debatimos de todo menos de lo que es la cultura de verdad, los contenidos de los libros, de las películas, de la música… Suelen ser debates sobre cuestiones muy menores o muy tangenciales de los productos culturales. Pero creo que hay mucha gente a la que sí le importa, y en esto las audiencias mandan. No tendrían la repercusión que tienen si no fuera porque concitan un interés muy evidente. También creo que permite a mucha gente asomarse de una manera lúdica y fácilmente aprehensible a la cultura: «¿Lolita es un libro machista o no lo es?», y esto te ahorra tener que leer todo el libro y tener que adoptar una postura mucho más desarrollada sobre un producto cultural de una complejidad tan grande como es esa novela. Y lo mismo pasa con películas, con cineastas o escritores. Por otro lado, creo que exageramos en la novedad de esto: no hemos inventado nosotros el Kulturkampf, las luchas por la hegemonía cultural son tan antiguas como las propias sociedades humanas. Y esto también se aplica cuando hablamos de la cultura de la cancelación: en realidad es un debate muy antiguo acerca de los límites del pluralismo. Y para pronunciarme en este debate, no necesito nada que no haya leído en John Stuart Mill, un pensador del siglo XIX, así que tan nuevo no puede ser. Otra cosa es que la modalidad en la que se desarrolla esto hoy en día sea diferente, y las redes sociales generan dinámicas novedosas. Pero la cuestión básica de dejar hablar a gente que dice cosas que te desagradan, esto es tan antiguo como lo es nuestra sociedad.
P. Quizá el matiz es que ha habido una regresión en esa tolerancia. Y aunque existe cierta exageración en lo que se refiere a la cultura de la cancelación, es innegable que se boicotea la expresión de ciertas ideas, incluso en la universidad.
R. Me parece aberrante que se impidan charlas en un contexto universitario, y que haya masas de presión para impedir charlas sobre temas académicos, que podrían ser de interés para estudiantes. Quizás los que hemos crecido en los 90 y en los 2000, en realidad lo que vivimos fue una pequeña isla de libertad de ciertos debates, y en realidad la norma era lo anterior. Quizás el error de perspectiva era pensar que eso se iba a ir ensanchando cada vez más, y lo que hemos visto es que no, que precisamente nunca se ha conquistado del todo este tipo de tolerancias, sino que es una lucha constante.
«Ayuso no puede estar en la lucha y en la reconciliación»
P. ¿Crees que Isabel Díaz Ayuso acierta en practicar su propia guerra cultural, tratando, además, de recapitalizar identitariamente la región de Madrid?
R. Me resulta curioso que Díaz Ayuso combine un discurso de criticar muy explícitamente a la izquierda, al feminismo contemporáneo, etcétera y a la vez diga que la izquierda divide. No puedes estar en la lucha y en la reconciliación; esta parte del discurso de Díaz Ayuso me resulta bastante contradictorio. Me parece natural que se planteen argumentos distintos a los del Gobierno, e incluso si podemos defender desde una postura racionalista el estado de las autonomías, pues podemos aceptar los gobiernos autonómicos ofrezcan un contramodelo al Gobierno nacional, y que los votantes elijan cuál les satisface más. Pero, claro, hablas del repliegue identitario madrileño, y aquí quiero señalar algo importante: no hay nacionalismo sin la idea de nación. Que Ayuso practica un nacionalismo madrileño es esencialmente imposible, porque ella no cree que exista una nación madrileña. Lo que Ayuso hace es el regionalismo de toda la vida, el que se lleva haciendo en los cuarenta años de Estado Autonómico. Es el mismo regionalismo que han practicado los presidentes gallegos, los castellanomanchegos o los andaluces.
P. Pero Madrid era una sana excepción.
R. Sí, en este sentido Madrid era la excepción, y por eso nos choca este discurso. Pero a mí me cuesta reprocharle a Madrid, y en este caso a su dirigente -además elegida con un amplio margen popular- que se equipare al discurso que han estado practicando otras autonomías de una manera absolutamente naturalizada durante décadas. El problema sería si ese discurso más regionalista pidiera un trato de favor, o luchara contra las costuras de lo que es constitucionalmente aceptable.
P. O reivindicara una excepcionalidad.
R. Exacto, «porque somos madrileños tenemos que ser tratados de manera distinta». Eso no solo es lo que hacen los aliados del Partido Socialista, sino lo que hace el propio Partido Socialista en muchas de las comunidades con lenguas cooficiales, ya sea Cataluña, Valencia, Baleares. Pero no menospreciemos la parte de nación del nacionalismo. Díaz Ayuso no hace nacionalismo madrileño, sino un regionalismo que conocemos perfectamente.
P. No quiero terminar sin hablar de tu último ensayo, El mal dormir. Uno de sus grandes méritos ha sido sacar del armario a muchos mal durmientes. ¿Lo consideras como una contribución a esa afligida comunidad?
R. No sé si contribución, lo que a mí me apetecía era escribir sobre la experiencia de lo que es dormir mal, y lo que es haber dormido mal siempre. Porque libros sobre el insomnio hay muchos, ya sea desde un punto de vista clínico, o desde la autoayuda. Pero lo que yo no encontraba era un libro en el que yo pudiera ver reflejado lo que era mi día a día y mi noche a noche, la sensación de estar mucho tiempo dando vueltas en la cama. Me interesaba escribir sobre eso y ver a dónde me llevaba. El ensayo literario tiene esa cosa maravillosa que te permite ir muy lejos; partiendo de experiencias personales puedes acabar en la historia social del sueño, en la industria de las ayudas farmacológicas para el insomnio, etcétera. Y una experiencia fundamental del mal dormir, al menos que yo sentía, era la sensación de soledad. Es difícil explicar cómo de solo te sientes cuando llevas tres horas dando vueltas en una cama sin hablar con nadie, sin whatsapearte con nadie, sin asomarte al perfil virtual de nadie. No hay momento del día o de la noche con una soledad más radical. Y al mismo tiempo, en ese momento de soledad radical estás conectado con millones de personas, solo que ellas no lo saben y tú tampoco. En el libro lo comparo a las imágenes que se toman desde el espacio de las ciudades por la noche, y aparecen concentraciones de puntos de luz. Sería lo mismo, solo que todos los puntos de luz sienten que no existen los otros, que ellos son el único punto de luz en la noche. Quería que este libro sirviera al menos para que nos sintiéramos más acompañados, que la gente que puede tener esta experiencia se sienta un poco menos sola. Y en ese sentido, la recepción que está teniendo el libro me está provocando mucha satisfacción.
P. Y para cerrar, cuéntanos a quién te gustaría que invitáramos a ‘Vidas cruzadas’.
R. Pues recomendaría que invitarais a Cristina Losada, una de las mejores analistas políticas de España. Tiene además un libro de memorias muy interesante, Un sombrero cargado de nieve, que muestra que ha tenido una vida apasionante, viviendo muchos de los principales hitos históricos de la España de la transición y la democracia. Y lo cuenta desde un lugar del que creo se suele hablar poco, que es Galicia, y cuenta la relación con el nacionalismo gallego y la evolución de la política allí. Me parecería una entrevista muy interesante.