Sobre la libertad: la controversia entre antiguos y modernos
La libertad, como la igualdad, la democracia, y ya no digamos la felicidad, no es un concepto simple
Desde Benjamin Constant a Isaiah Berlin, éste último parcialmente recuperado por Erich Fromm, en curioso gesto, se viene distinguiendo entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. La primera, es una «libertad para», orientada a la participación política (o en el espacio público) por inspiración del rol de los ciudadanos en las antiguas polis griegas (de ahí su nombre), sin perjuicio de que su epítome sea la actividad más simple y visual derivada de dicho paradigma: el ejercicio del derecho de voto. La segunda es, más bien, una «libertad de», orientada a que cada individuo mantenga su autonomía respecto al poder, para de ese modo tomar sus propias decisiones, siendo su epítome la libertad de conciencia o, si se prefiere, la libertad de pensamiento o de expresión.
En el argot propio de la ciencia política, la primera acepción de la libertad (la de los antiguos) también suele ser conocida como libertad política o positiva (ya que se proyecta a hacer algo nuevo, juntos, en el ágora), mientras que la segunda acepción de la libertad (la de los modernos) suele ser conocida como libertad negativa o privada (ya que se proyecta a blindar el ámbito privado, evitando de ese modo que terceros coarten la iniciativa individual de cada quien).
Es interesante, a fuer de necesario, comprobar que, a lo largo de la historia del pensamiento liberal-democrático occidental, que es el depositario de esa lógica clásica, ambas libertades (o ambas maneras de concebir la libertad, si se prefiere) han mostrado su carácter dialéctico, cuando no enfrentado. Rousseau, en su Contrato social (1762), prioriza claramente la primera (la de los antiguos, pues), asumiendo que el criterio de actuación particular debe someterse a lo que él llama «voluntad general», incluso en temas de derecho natural, que de esta manera sucumbe ante el impulso democrático.
Por lo tanto, en nombre de la libertad (eso siempre), el grupo decidirá si puede haber, o no, hasta cuándo, y hasta qué punto, propiedad privada; o libertad religiosa, o de pensamiento, o de expresión. E incluso, derecho a vivir. Así, por ejemplo, es significativa su frase «si el príncipe [añado: se trata de la palabra empleada para designar a cualquier gobernante, al margen de cual fuere el fundamento de su legitimidad] decide que debes morir, debes hacerlo [hasta aquí, añado yo, nada nuevo] ya que la vida no es solo un derecho natural, sino también un don condicional del Estado» [he ahí lo relevante, añado yo, desde el punto de vista conceptual].
Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil (1688); Stuart Mill, en su ensayo basal, titulado Sobre la libertad (1859) así como en su obra, más dilatada, titulada Sobre el gobierno representativo (1861), o Tocqueville, en su muy clásico libro en dos tomos titulado La democracia en América (1835) manifiestan, por el contrario, una indisimulada animadversión hacia los riesgos inherentes al modelo del ginebrino.
Stuart Mill, paradigma del liberalismo social y democrático apunta, expresa -y provocativamente- que es muy pernicioso que un solo hombre (léase, un dictador) impida que hable la masa de la gente, pero que es todavía más pernicioso que la mayoría de la gente, o incluso toda la gente, menos un disidente, impida hablar a esa voz discordante. Aunque sea en nombre de la libertad positiva, política, democrática, o de los antiguos (a estas alturas del artículo, llámenla como deseen). Hume también había dicho algo similar, un siglo antes, al afirmar que es más fácil oponerse a uno -aunque sea un dictador, o quizá por ello- que oponerse a tamaña masa de gente, tal como recogen las diversas ediciones de sus Discursos políticos (1741).
El propio Kant, liberal como era (o quizá por ello), se mostró temeroso de las consecuencias de la vis expansiva de la libertad de los antiguos popularizada por Rousseau, cuestión ésta incluso perceptible en su opúsculo más leído, La paz perpetua (1795). Con ello -y por ello- todos los autores citados en este párrafo fundan y fundamentan el liberalismo. De acuerdo con su punto de vista, la libertad de los antiguos puede arrasar con la libertad de los modernos. Lo cual constituye un grave problema. El más grave, de hecho, a su entender, al cual nos enfrentamos en política. La expresión que prefieren emplear para ilustrar ese temor es diáfana: se trata de la «tiranía de la mayoría».
También opera así Hayek, por supuesto, en tiempos mucho más recientes, como indica en su obra Fundamentos de la libertad (1959), no menos que en su magna trilogía Derecho, legislación y libertad (1975-1978). Eso es así, si bien, siguiendo la estela tanto de Hume como de Stuart Mill, no es raro que también se aluda a algo peor para la libertad de los modernos, que es la «tiranía de la opinión pública».
De hecho, ahí apunta Hayek que una dosis excesiva de este tipo de libertad puede dar pie al totalitarismo. ¿Un totalitarismo democrático? Claramente, así es. A su entender, la democracia de opone al autoritarismo, en la medida en que el gobernante puede ser elegido, o no serlo. En ese caso, es una cosa, o la otra. Mientras que el totalitarismo se opone a la libertad. Es decir, a cierta libertad: a la libertad de los modernos, con lo que ello implica. Lo que puede pasar -y de lo que nos advierte- es que la libertad de los antiguos, llevada a su extremo, conduzca al totalitarismo, a través de la democracia.
Sería, en definitiva, la versión contemporánea de la «tiranía de la mayoría», tan temida por Locke, Stuart Mill, Tocqueville, Kant, etc. Dicho lo cual, que una democracia pueda ser totalitaria es algo que también tiene plenamente asumido la izquierda marxista, a través de textos como La tolerancia represiva, de Marcuse (1964). El propio Fromm, ya citado, lo admite también, en su obra Miedo a la libertad (1946). Así como el liberal Berlin, éste último cuestionando, directamente, a Rousseau, en su obra Cuatro ensayos sobre la libertad (1988). No hay duda, pues, al respecto: la democracia puede ser totalitaria, según indican todos los sectores del pensamiento político, desde el conservadurismo al marxismo, pasando por el liberalismo, a partir de algunos de sus intelectuales más brillantes.
Aunque ninguno de ellos lo cite, quien lea el libro de Alfred Rosenberg, El mito del siglo XX (1928) podrá comprobar, atónito (sospecho, tras ver las caras de mis alumnos cuando lo expongo en clase), como este ideólogo nacionalsocialista apela constantemente a la «voluntad del pueblo» así como a la «libertad de la nación» para limitar libertades individuales. Al revés también es cierto, o puede llegar a serlo. Por ese mismo motivo, ya sea el gobernante un rousseauniano o un nazi, la defensa de la libertad negativa o privada puede depender de limitar la libertad positiva.
Así, en plena Revolución francesa, la apología de la libertad positiva auspiciada por Robespierre arrasó con la prensa libre, herramienta fundamental de la libertad de pensamiento, acusando (sistemáticamente) a esos periodistas de ser «enemigos del pueblo», llevándolos (normalmente) a la guillotina, en un momento en que, además –a fortiori- esa misma apología de la libertad positiva anulaba la división de poderes (algo que la teoría de Rousseau pedía de modo expreso), mientras la Oficina del Espíritu Público, que recuerda sobremanera, incluso en su nombre, a órganos similares hoy vigentes en Arabia Saudita o en el Afganistán talibán, subvencionaba a la prensa adepta al régimen -democrático como el que más, en ese caso-. Y, por si alguno no lo ha captado a la primera, ese es el tipo de «regeneración democrática» (ya lo pongo entre comillas) que conduce a la «tiranía de la opinión pública», como primer paso del totalitarismo más sutil e insidioso (y, por ende, más peligroso) que uno pueda imaginar.
«¿Qué les parece, entonces? ¿Gritamos ‘Viva la libertad’?»
Yo prefiero, antes de forzar mis cuerdas vocales, saber qué me están vendiendo bajo el epítome de «libertad». Y luego, ya veré si grito; si, indiferente, me callo; o si incluso cuestiono lo que me venden. Mientras pueda hacerlo. Porque los defensores de la libertad woke practican el deporte de la cultura de la cancelación. En los Estados Unidos no se podía ser comunista en los años 50 del siglo XX, y ahora no se puede ser conservador. Lo que se suele practicar en estas sociedades, para evitar males mayores, es la autocensura. En nombre, por supuesto, de la libertad. Eso… que no falte.
Es por ello que las alusiones a la libertad, sin más (sin adjetivar) son cualquier cosa menos algo SIMPLE. SIMPLE es, más bien, la mente de quien así opera. Pero todavía hay más, incluso sin salirnos de los límites del debate acerca de la libertad en el marco de la teoría política occidental moderna y contemporánea, de estirpe liberal-demócrata.
Ya descarto a marxismos y fascismos, aunque no sin antes recordar que son fenómenos muy occidentales. Que Marx era un pequeño-burgués alemán, de padre luterano (judío converso, para más señas) y madre judía (no conversa). Entonces, dejando de lado esa parte de Occidente, marxista y fascista, seguiré dedicando mi atención, en lo que sigue, a la parte integrada por los pensadores de la rama liberal-democrática de Occidente. Todo sea para profundizar en el significado de la libertad.
Por ejemplo, David Hume adujo, en su famoso (pero poco leído) Ensayo sobre el entendimiento humano (1739) -es que tiene unas 1.000 páginas- que «la razón es esclava de las pasiones». Frase muchas veces atribuida, erróneamente, al Hobbes del Leviatán (1651) aunque solo sea porque bien podría haberla escrito el inglés (Hume era un británico de Escocia), sin contradecir el fundamento de su obra. Hobbes era calvinista; Hume se definió a sí mismo como fideísta, lo que suena a luterano, en un momento en el que la religión anglicana, ya muy penetrada por dicho luteranismo estaba dejando de ser un catolicismo «nacionalizado», para pasar a ser una rama más del siempre heterogéneo protestantismo (para el cual añadir «nacionalizado» sería incurrir en un pleonasmo).
Sea como fuere, si la razón es «esclava de las pasiones» (eso es lo que piensan ambos filósofos, ambos con fuertes y explícitas pretensiones cientifistas, en línea empírico-verificacionalista -el falsacionismo les queda demasiado lejos, obviamente-, en sus respectivas obras)… Lo que nos podemos preguntar es… ¿Dónde queda entonces la libertad? Para no aburrir al lector, iré al grano: ¿Es libre el adicto a la pornografía? ¿Lo es el drogadicto? ¿El alcoholizado? ¿Lo es quien se suicida, en un supremo y definitivo acto de rebelión existencialista, quizá absurdo -pero de eso se trata-? ¿Es esa una libertad a defender? ¿Es todo lo que nos queda? ¿Volver a la supremacía del instinto, eso sí, abandonado a su albur? Ni qué decir tiene que eso, nos llevaría, sin mucho esfuerzo, a las puertas de Nietzsche y, con él, del vitalismo que caracteriza al nazismo. Tampoco tan lejos, paradójicamente, del Emilio (1762) de Rousseau. Quizá por ello, finalmente, el celo del ginebrino por acotar la libertad de los modernos, a lo que ya hemos hecho alusión. Quizá no le quedara otra…
El papel de la religión
El sentido de todas las religiones no ha sido otro que liberarnos de esas esclavitudes, siéndolo, probablemente, a título de ejemplos banales (pero por ello fácilmente comprensibles, sin necesidad de elevar el nivel teórico del texto), la propiciada por la pornografía, las drogas, el alcohol, o la amalgama de insatisfacciones, impotencias y/o excesos de expectativas en felicidades improbables, que nos conducen a la depresión y al suicidio.
Pero hemos despreciado a las religiones, curiosamente (visto lo visto), en nombre de alguna acepción de la libertad. Según las estadísticas más recientes, en EEUU, un país adalid de la defensa de la libertad, cuenta entre 300.000 y 350.000 muertos anuales por drogas, alcohol y suicidios. La tendencia se está consolidando: no es algo puntual. Ni qué decir tiene que los ciudadanos que son «bajas» (permítaseme la metáfora militar) sin llegar a morir, por esas mismas causas, son muchos más que esos 325.000.
Gente que, lamentablemente, ya no puede llevar una vida normal, pese a sobrevivir, por el momento, al fatal desenlace derivado de tamañas esclavitudes. Cifra muy superior, en un solo año, al total de muertos (o de bajas, como se prefiera) que tuvieron que soportar en ese mismo país en las guerras de Corea y Vietnam juntas (asumiendo, por añadidura que, entre ambas, esas guerras se prolongaron durante una década, como mínimo).
Quizá por ello, algunos autores, también bien incardinados en la tradición de pensamiento occidental, de corte liberal (sigo descartando a los «chicos malos» de los marxismos y los fascismos) han manifestado reiteradamente sus dudas acerca de la viabilidad de una «libertad sin mezcla». Es el caso de Burke, en sus célebres Reflexiones sobre la revolución en Francia (1791). De hecho, Burke comenta que palabras como liberté y freedom no significan lo mismo.
No estamos ante un problema de traducción, no. Eso sería excesivamente superficial para requerir una reflexión por parte de Burke. No es una cuestión lexicográfica, sino semántica. Los británicos (como él: un irlandés de sentimiento británico), serían más de freedom -léase, de la libertad de los modernos, negativa o privada- mientras que los franceses, cuando aluden a la libertad, están pensando en otra cosa: en la libertad de los antiguos, política o positiva (como Rousseau, al que Burke nunca tuvo en gran estima y con el que Hume llegó, literalmente, a las manos, en el transcurso de una accidentada cena en la que compartían mesa). La reflexión es interesante. Sea como fuere, la libertad de los modernos, sin «mezcla», según nos dice, constituye un problema.
Esa «mezcla» se refiere, claro, a la religión o, al menos, a normas morales que forman parte de la tradición, porque han demostrado su utilidad a lo largo de la historia, superando con ello la prueba del tiempo. Generalmente compatibles, aunque quizá no idénticas, a las normas de las grandes religiones monoteístas.
En realidad, la mejor expresión de esa dinámica la expresa Adam Smith, en su mejor obra, que no es la más conocida y citada sino, más bien, la Teoría de los sentimientos morales (1791). Ahí puede hallar el lector el recorrido que precede a la aparición de la moral, de un modo gradual, inductivo, evolutivo y útil para la supervivencia del grupo. Que no impuesta por las leyes del Estado, por más democrático que éste sea. Aunque el maestro en ello es un autor menos conocido por el gran público, amigo suyo: Adam Ferguson (un sacerdote castrense británico), en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil (1767).
Es igualmente fructífero el debate entre Mandeville y Adam Smith, vertebrado por el segundo, a partir de la obra del primero titulada La fábula de las abejas (1711), ya que allí se puede ver la conveniencia, o no (según se opte por uno u otro autor, ambos liberales) de remedar la libertad para poderla emplear con mayor criterio.
Emmanuel Todd, en su libro La caída de Occidente (2023) alude a la transición desde religiones practicadas con fe (y razón) a, en una primera fase, religiones practicadas por pura inercia y convención social, a las que denomina religiones «zombi» y, en una tercera y última fase, alude a la aparición de religiones «cero», lo que implica la dejación del culto, de la fe y la falta de comprensión de su utilidad y función social. Es decir: su abandono.
La libertad, como la igualdad, la democracia, y ya no digamos la felicidad no es un concepto SIMPLE. Al revés, merece la pena adjetivarlo, cuando menos para poder entendernos cuando hablamos de ella. Gusta mucho a los estudiantes de la ESO, que apelan constantemente a algo, como eso, que suena tan bien -desde luego-. Muchas veces sin saber de qué están hablando en realidad, ni las implicaciones del debate en curso.