Cada vez más viejos y más solos
La creciente situación de desamparo –físico y psicológico– en nuestra sociedad exige repensar el Estado de bienestar

Ilustración de Alejandra Svriz.
Durante un tiempo, ya en la larga decadencia de los gobiernos de Felipe González, se puso en boga la expresión «morir de éxito». En su momento pudo entenderse como una forma sutil de atemperar el declive obligando a aceptar de modo implícito que era consecuencia del acierto político. Mirado sin embargo con la adecuada perspectiva, el dictamen podría aceptarse sin suspicacia o reserva alguna para múltiples situaciones o procesos en curso. Quiero adoptarlo como punto de partida, por las razones que pronto se verán, para analizar el fenómeno de la creciente situación de desamparo –físico y psicológico- que atenaza de modo creciente a las sociedades occidentales y a España en concreto. Un mar de fondo que explica mucho del oleaje que sucede en superficie.
Empezaré con una obviedad que, por razones espurias, muchos siguen resistiéndose a admitir: con todos los defectos, insuficiencias y perversas secuelas que se quieran, el modelo democrático adoptado después de la II Guerra Mundial por Occidente –y en particular el considerado Occidente europeo– ha sido un rotundo éxito. En su vertiente de Estado del bienestar ha propiciado un conjunto de prestaciones sociales, seguridad jurídica y libertades políticas inéditas en la historia de la humanidad, por su vocación generalista y efectividad tecnológica. Como ha señalado con datos irrebatibles Gabriel Tortella en su último libro (Las grandes revoluciones), constituye la «auténtica revolución» del mundo contemporáneo.
La paradoja de la situación es que, en apariencia, esa satisfacción exitosa de las principales necesidades humanas –educativas, sanitarias, profesionales, de seguridad y justicia–, ha multiplicado las señales de descontento e incluso de irritación social de no pocos colectivos, hasta el punto de que podría hablarse de la cultura de la queja como signo distintivo de nuestro tiempo. El victimismo, en efecto, se ha convertido en el rasgo más paradójico en esta sociedad de la abundancia. Como si a mayor desarrollo, bienestar e igualdad de oportunidades, los agravios residuales (reales o supuestos) y pequeñas frustraciones se hicieran insoportables. En estas mismas páginas señalaba hace algunos días Fernando Savater que muchos de sus paisanos vascos seguían instalados en la ficción de pueblo sojuzgado y oprimido. Yo le diré con más desparpajo: ¡ya le gustaría al 99% de la humanidad vivir en la opresión de la sociedad vasca actual!
Se ha hecho indispensable recalcar lo obvio para enmarcar los problemas de sociedades como esta en la que vivimos. Cuando se habla de «epidemia de soledad» como si fuera otra pandemia o del «envejecimiento insostenible» de nuestra sociedad, olvidamos con frecuencia que no son accidentes imprevistos en nuestro camino, sino todo lo contrario, consecuencias inevitables de ese éxito del que hablaba al principio. El cascarrabias de Óscar Tusquets titulaba sus memorias Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo. Más allá de la gracia de la acuñación, uno no puede reprimirse las ganas de preguntarle a Tusquets si hubiera sido más divertida la vida siendo una chica de Afganistán o menos coñazo tener la esperanza de vida de un nigeriano (unos cincuenta años).
Aunque no es mi intención abrumar al lector con una catarata de cifras y porcentajes, sí necesito, para ser consecuente con el antedicho contexto, recordar algunos datos elementales. Ya que he mencionado la esperanza de vida, debo señalar que a comienzos del siglo pasado (1900), esta apenas superaba en nuestro país la increíble cifra de 35 años. La tasa de mortalidad general (número de fallecimientos por año) se situaba en 28 por mil y la mortalidad infantil era del 200 por mil (en términos redondos o simplificados). Hoy en día, la esperanza de vida está entre 81-86 años (según se trate de hombres o mujeres), la tasa de mortalidad es del 9 por mil y la mortalidad infantil no llega al 3 por mil. No hace falta glosa alguna.
«La prolongación de la vida hasta cerca de los cien años se ha convertido para muchos en una condena»
No pretendo minusvalorar los problemas actuales comparando el presente estado de cosas con nuestro pasado ni con países de mucho menor desarrollo en todos los órdenes, sino tan solo procurar una mínima objetividad para no caer en la deriva quejumbrosa o en el simple ombliguismo. Así que, una vez dicho todo eso, no tengo reparo alguno en reconocer, ahora sí, que los efectos colaterales de nuestra prosperidad nos han llevado a un escenario de rasgos perversos. La prolongación de la vida hasta cerca de los cien años (o incluso más), uno de los grandes anhelos del ser humano, se ha convertido para muchos de los teóricos agraciados en una condena. Hemos alargado tanto la vida que ahora… ¡no sabemos qué hacer con ella!
Se oye decir con lamento y displicencia que estamos en una sociedad de viejos. De viejos cada vez más solos. Y de solitarios cada vez más numerosos, sean o no longevos, porque la soledad es un fenómeno que brota del mismo hontanar, nuestro progreso económico y social, pero que transcurre de modo paralelo a la prolongación de la vida, convirtiendo cada vez más el Estado del bienestar en la sociedad del malestar que tan bien retrató José Luis Pardo (Estudios del malestar). Como en los mitos clásicos (la hibris de la mitología griega), la consecución de nuestras grandes aspiraciones –prolongación de la vida, posibilidad de vivir fuera del rebaño- devienen o representan nuestro mayor castigo.
Sería absurdo negar que, aquí y ahora, el problema ciertamente nos desborda, con tantas ramificaciones que su efecto se extiende a todo el entramado social y a las bases mismas de nuestra convivencia. Por ejemplo, con respecto a la soledad deseada, es imposible construir tantas viviendas unipersonales como las que demanda un número creciente de individuos. La soledad indeseada genera otros problemas, con ribetes más graves desde el punto de vista psicológico. Y, por supuesto, y por encima de todo, esta inversión de la pirámide demográfica conlleva un creciente e inasumible desembolso en pensiones y el incremento en gasto sanitario. Debemos huir del catastrofismo pero asumiendo que el modelo que nos ha traído hasta aquí quizá sea inviable a medio plazo o, por lo menos, requiere drásticas correcciones. Ya que tanto nos gusta emplear el concepto de emergencia, aquí sí parece haber buenos motivos.
No son meras elucubraciones. Diversos estudios empíricos, como el reciente de Joaquín Leguina y Alejandro Macarrón (La soledad en España) arrojan cifras absolutas y relativas que me atrevo a calificar de estremecedoras. Ya dije que no quiero abusar de la estadística. Citaré solo unos datos que resumen bien la trayectoria de este último medio siglo: el número de personas que viven solas en España ha pasado del 1,9% de la población (7,5% de los hogares) en 1970 al 11,1 % (28% de los hogares) en 2024. Una de cada nueve personas vive sola. Las previsiones apuntan a que los hogares unipersonales sigan creciendo a un ritmo mucho más rápido que la población en general.
«Es absurdo que se siga aspirando a una jubilación a los 65 años cuando quedan casi 30 años de media por delante»
El estudio citado no se limita a retratar la realidad sino que traduce en números algunas de las pautas mencionadas, como la estimación del coste económico de la soledad: «Ahora hacen falta unos tres millones más de viviendas que las necesarias con las pautas familiares de hace 50 años». También aborda las consecuencias psicológicas antes aludidas, como suicidios y trastornos psíquicos en general, de la ansiedad a la depresión. Un panorama, en cualquier caso, cuya complejidad y trascendencia debían disuadir de simplificaciones y recetas populistas. Más bien debían instalarnos en algo parecido a lo que Ortega recomendaba para el problema catalán, la conllevancia. Conllevar supone convivir del mejor modo posible con el conflicto que no sabemos o podemos resolver. Si no queremos renunciar a la prolongación de la vida ni retroceder en el camino que nos ha llevado a una vida más autónoma, solo quedan medidas paliativas. Que tampoco son nada fáciles, no nos hagamos ilusiones.
Más allá de las medidas políticas y económicas que se traten de arbitrar al efecto, me gustaría hacer hincapié en el soft power que puede jugar la reflexión intelectual sobre el problema, en forma de ensayismo, literatura y hasta filosofía que sustente y canalice el necesario cambio de mentalidades y actitudes sociales. Porque en algún momento habrá que cambiar disposiciones acendradas sobre la vejez y la soledad para adaptarlas a las nuevas condiciones sociales. Es absurdo, pongo por caso, que se siga aspirando a una jubilación convencional y temprana, a los 65 años o incluso antes, cuando quedan casi 30 años de media por delante. ¿Treinta años improductivos? Del mismo modo, abrazar con entusiasmo una tecnología que refuerza el solipsismo nos lleva a una deshumanización insoportable. La experiencia del confinamiento durante la reciente pandemia muestra que los seres humanos no podemos vivir en burbujas aisladas unas de otras sin claro menoscabo de nuestra salud psíquica.
Por otra parte y de modo complementario, esta sociedad no puede seguir tolerando ese abandono de viejos cada vez más solos en establecimientos muchas veces tétricos, en una interminable muerte en vida a la espera de la muerte definitiva. Lean el impresionante testimonio de la muerte de su madre que refleja Didier Eribon en Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo. Es necesario, pues, repensar esta nueva soledad que estamos fraguando y, en la misma medida, poner al día las reflexiones que hicieron los clásicos –de Cicerón a Séneca- sobre el período final de la vida, cuando se llega a una atalaya desde la que se divisa el final. Nos hace falta, en última instancia, como dice con su acostumbrada brillantez Juan Gómez Bárcena, un mapa de soledades (¡y una brújula!) para orientarnos en este mundo extraño que estamos construyendo, para que nuestro supuesto éxito no nos haga víctimas sin remedio.
Referencias
-Tortella, Gabriel: Las grandes revoluciones: Teoría, historia y futuro de la democracia y la dictadura (La Esfera de los libros).
-Eribon, Didier: Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo (traducción de Pablo Krantz, Taurus).
-Gómez Bárcena, Juan: Mapa de soledades (Seix Barral).
-Leguina, Joaquín y Macarrón, Alejandro: La soledad en España (CEU-CEFAS).
-Pardo, José Luis: Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas (Anagrama).