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Los retos de la política laboral del Gobierno: complejos equilibrios

«España es una de las principales economías de la zona euro pero presenta tasas de paro persistentemente elevadas»

Los retos de la política laboral del Gobierno: complejos equilibrios

Reloj y engranajes. | Cuaderno FAES

Durante la última década, España ha experimentado una transformación significativa en su política laboral, especialmente desde 2018 a esta parte. Ha habido situaciones que han provocado giros políticos en cuanto a los programas sociolaborales de los distintos gobiernos, por ejemplo, la crisis financiera de 2008 o la pandemia de COVID-19. En este contexto, el Gobierno ha adoptado un enfoque intervencionista en el mercado de trabajo, orientado a la mejora de las condiciones laborales, la corrección de desequilibrios sociales y la promoción de un aumento de las rentas de los trabajadores que perciben un salario más bajo.

Dos de las medidas más destacadas en este ámbito han sido el paulatino aumento del salario mínimo interprofesional (SMI) y la propuesta de reducción de la jornada laboral sin disminución salarial, aprobada esta última ya en Consejo de Ministros1, sin embargo, pendiente de tramitación, y lo que es más complicado, de aprobación parlamentaria. Estas políticas han generado un intenso debate sobre su viabilidad, sus consecuencias económicas y su capacidad para mejorar el bienestar de los trabajadores sin comprometer la competitividad empresarial ni la estabilidad macroeconómica. Debate todavía vigente.

Una de las primeras medidas llamadas de carácter social fue la subida del SMI en España, pasando este de los 735,9 euros mensuales en 2018 a 1.134 euros mensuales.

Una de las primeras medidas llamadas de carácter social fue la subida del SMI en España, pasando este de los 735,9 euros mensuales en 2018 a 1.134 euros mensuales en 14 pagas en 2024, lo que supone un incremento acumulado superior al 50%. Esta tendencia claramente ascendente responde a una estrategia política de aumento del poder adquisitivo de los trabajadores más vulnerables, al mismo tiempo que pretende aproximar a España a los estándares sociales de otras economías avanzadas de la Unión Europea. Ahora bien, para que los trabajadores puedan obtener salarios más elevados la existencia del sector privado y la generación de riqueza son imprescindibles. 

El Gobierno, por su parte, con la oposición, en ocasiones, de las asociaciones empresariales, ha sostenido que los aumentos del SMI no han tenido efectos negativos significativos2 sobre el empleo, apoyándose en informes del Banco de España y de organismos internacionales como la OCDE que, si bien advierten de posibles impactos sectoriales, no encuentran una correlación negativa en el conjunto del mercado laboral nacional. No obstante, esta tesis ha sido matizada por diversos analistas, que señalan que los efectos negativos pueden haberse manifestado en forma de menor creación de empleo neto o de mayor informalidad, particularmente en sectores intensivos en mano de obra poco cualificada, como la agricultura, la hostelería o el trabajo doméstico, ámbitos donde, del mismo modo que sucede con el aumento del SMI, la reducción de la jornada laboral está generando un intenso debate.

Uno de los principales desafíos que plantea la política sociolaboral de subida progresiva del SMI es el equilibrio entre equidad y eficiencia. Desde una perspectiva distributiva, el aumento del SMI refuerza la justicia salarial y contribuye a la reducción de la desigualdad. En eso, podemos converger, más o menos, la mayoría de la ciudadanía. Ahora bien, desde un tejido empresarial formado, mayoritariamente, por pequeñas y medianas empresas, un incremento sostenido del precio del trabajo puede trasladarse a los costes de producción, especialmente en esas pymes con escaso margen de rentabilidad, lo que podría traducirse en una menor inversión, deslocalización o destrucción de empleo.

En este sentido, los efectos del SMI no pueden analizarse de forma aislada, sino que dependen de la coyuntura socioeconómica del momento, de la incidencia de la negociación colectiva y, especialmente, del tipo de empleo y sector en el que se desarrolle la prestación laboral. Así, alguna doctrina propone acompañar los aumentos del SMI con medidas como bonificaciones a la Seguridad Social para microempresas, reducción de cargas fiscales o políticas activas de empleo que faciliten la transición hacia sectores con mayor valor añadido.

Al alimón a la política salarial, el Gobierno ha planteado la reducción progresiva de la jornada laboral legal de 40 a 37,5 horas semanales, con intención de implementarla gradualmente y sin merma salarial. La medida parte de un diagnóstico que identifica el exceso de horas trabajadas como un obstáculo para la conciliación familiar, la salud mental y la productividad. Trabajar menos para vivir mejor es el eslogan utilizado para ello. España, pese a tener una jornada legal de 40 horas, presenta una distribución efectiva del tiempo de trabajo superior a la media de la Unión Europea. Es cierto que con una elevadísima incidencia de horas extraordinarias no remuneradas y baja productividad por hora trabajada. Otro, este último, de los sempiternos debates acerca del mercado laboral español.

Los efectos del SMI no pueden analizarse de forma aislada, sino que dependen de la coyuntura socioeconómica del momento.

La reducción de jornada sin pérdida salarial tiene un fuerte componente simbólico y transformador: pretende redistribuir el tiempo de trabajo en una economía cada vez más tecnificada, avanzando hacia un modelo laboral centrado en la calidad del empleo, no en su duración. Sin embargo, su implementación afronta múltiples retos, especialmente políticos.

Uno de los principales argumentos en contra de la reducción de jornada radica en sus implicaciones económicas. Argumento esgrimido, precisamente, por las distintas organizaciones empresariales como CEOE, CEPYME o Foment del Treball, patronal catalana. Desde el punto de vista empresarial, una reducción del tiempo de trabajo con igual salario implica un incremento del coste por hora trabajada. Si esta carga no se compensa con un aumento de la productividad, una reorganización eficiente de los procesos o una subida de precios, la medida puede tensionar las cuentas de resultados, especialmente en sectores con baja productividad y alta competencia. Las grandes corporaciones, evidentemente, pueden afrontar esta reducción con mayores garantías que los pequeños comercios, por ejemplo. 

El Ejecutivo, con el liderazgo del Ministerio de Trabajo y Economía Social, ha señalado que existen experiencias piloto, tanto en España como en otros países, que muestran que una mejor organización del trabajo puede permitir reducir la jornada sin merma de eficiencia. Está claro que, en determinados sectores, la jornada laboral de menos de 40 horas es ya una realidad. Por el contrario, este argumento no es trasladable automáticamente a todas las ramas productivas ni a todas las tipologías de empresa. El reto consiste en encontrar mecanismos de flexibilidad interna que permitan convertir esta medida en una herramienta flexible y adaptable a las distintas particularidades del tejido productivo nacional.

El 24 de junio de 2025 el Boletín Oficial del Congreso de los Diputados3 recogía la publicación de sendas enmiendas a la totalidad al ‘Proyecto de Ley para la reducción de la duración máxima de la jornada ordinaria de trabajo y la garantía del registro de jornada y el derecho a la desconexión’. Sin duda, el proyecto estrella del Ministerio de Trabajo y Economía Social en esta legislatura. Los escritos presentados, respectivamente, por los grupos parlamentarios de Junts per Catalunya, VOX y Partido Popular, demuestran que la medida todavía no está del todo madura. La consecución, por tanto, de una mayoría parlamentaria que permita poner en marcha la jornada laboral semanal máxima de 37,5 horas es todavía una quimera.

Ya superó el primer escollo y el proyecto fue aprobado en Consejo de Ministros el 6 de mayo de 2025 respondiendo al acuerdo de legislatura entre Sumar y PSOE. No obstante, las reticencias por parte de otros ministerios que componen el Ejecutivo, véase el Ministerio de Economía, fueron también relevantes. Habida cuenta de que el proyecto propone una reducción de la jornada laboral máxima a 37,5 horas semanales de media anual, junto con medidas para reforzar el registro horario y garantizar el derecho a la desconexión digital, es pertinente realizar unos breves apuntes a los principales argumentos que esgrimen los grupos parlamentarios enmendadores. Coinciden, eso sí, las tres enmiendas a la totalidad presentadas por las formaciones políticas de Junts per Catalunya, VOX y el Partido Popular al proyecto de ley, en el rechazo frontal a la propuesta gubernamental, aunque cada partido lo hace desde perspectivas ideológicas y argumentativas diferentes.

Las enmiendas al proyecto de ley de reducción de la jornada laboral cuestionan oportunidad, forma y efectos de la reforma.

En primer término, el grupo independentista Junts, con gran predicamento en el sector empresarial y, en particular, con Foment del Treball, patronal histórica del empresariado catalán, sostiene que la medida no es fruto del consenso con los agentes sociales. O bien, solo pactada con los sindicatos y no con los representantes de los empresarios. Consideran que una reforma de tal envergadura no puede imponerse por vía legislativa sin la participación equilibrada de los interlocutores sociales, especialmente cuando los mecanismos de la negociación colectiva ya han demostrado ser eficaces para avanzar en derechos sociolaborales. Se centran en el tejido empresarial catalán, formado por pequeñas y medianas empresas, en su mayoría familiares, que llevan desarrollando sus servicios a lo largo de generaciones. El impacto que la reducción obligatoria de jornada puede tener sobre la micro, pequeña y mediana empresa, sobre todo en sectores como los servicios o el agroalimentario es preocupante, tal y como señalan desde Junts. 

Además, denuncian que el proyecto no atiende las particularidades territoriales ni sectoriales y que, al centrarse en la jornada, se desatienden los problemas estructurales del mercado laboral, como el desempleo juvenil, la falta de personal cualificado o la pérdida de competitividad. También critican el endurecimiento del control horario y la regulación de la desconexión digital, por considerar que no responden a la diversidad real de la economía. Por todo ello, solicitan la devolución del proyecto para reiniciar un proceso de diálogo que propicie una reforma flexible, progresiva y ajustada a las diferentes realidades. Este último planteamiento deja abierta la puerta a la negociación.

La transición hacia jornadas más cortas debería ir acompañada de políticas públicas que fomenten la inversión tecnológica.

VOX, por su parte, argumenta su enmienda como una crítica general al planteamiento del Gobierno, con un carácter mucho más político, al que acusan de promover una medida populista que desatiende las verdaderas necesidades del mercado laboral. Trasladan que la reducción de jornada es una cortina de humo para no abordar cuestiones estructurales como la precariedad, la pérdida de poder adquisitivo, el paro o la inflación, cuestión que ya se refleja en el escrito de Junts per Catalunya. Sostienen, a su vez, que una rebaja forzosa de horas de trabajo incrementaría la precariedad y pondría en riesgo la estabilidad de millones de trabajadores, al tiempo que elevaría los costes de las empresas, especialmente en sectores que no pueden adaptar sus ritmos de producción. 

Desde la formación de VOX arguyen que la medida está respaldada solo por sindicatos que, a su juicio, actúan como apéndices políticos del Gobierno. Argumentan que los efectos de la reforma serían regresivos, tanto para trabajadores como para empleadores, y que solo servirían para reforzar el control estatal y la dependencia política. En consecuencia, proponen la retirada del proyecto y la elaboración de una norma que no perjudique al tejido productivo, sin realizar ninguna referencia a la necesidad de mayor diálogo o consenso, por cuanto se puede deducir que está frontalmente en contra de la medida.

El Grupo Parlamentario Popular plantea su rechazo tanto en el fondo como en la forma. Subrayan que la tramitación del proyecto ha ignorado por completo el papel de las organizaciones empresariales y la autonomía de la negociación colectiva, lo cual supone una vulneración del mandato constitucional. El principal argumento que esgrimen es que el Gobierno no ha buscado un acuerdo equilibrado, sino que ha impuesto su criterio de forma unilateral, sustituyendo la lógica de los convenios por una imposición generalizada. 

Ponen de manifiesto, del mismo modo, que el proyecto se basa en planteamientos populistas sin rigor técnico y que no ha tenido en cuenta el impacto económico que conlleva: pérdida de competitividad, incremento de costes laborales, riesgo para el empleo y dificultades específicas para los sectores esenciales y las pequeñas empresas, tal y como se señalaba desde el grupo parlamentario de Junts. Apuntan, además, que informes de entidades como la CEOE, CEPYME o FEDEA, alertan del fuerte impacto económico que supondría la reducción obligatoria de jornada. En cuanto a la regulación del registro horario y la desconexión digital, consideran que las reformas propuestas introducen rigidez normativa, inseguridad jurídica y gastos adicionales, sin medidas de acompañamiento ni adecuación a la realidad sectorial. Proponen, en su lugar, tal y como también hacen desde Junts, una aplicación flexible, progresiva y adaptada al tejido productivo, así como la exploración de fórmulas como el banco de horas o la jornada flexible, mediante acuerdos colectivos. Por todo ello, solicitan también la devolución del texto legislativo, aunque puede deducirse que, al menos, existe la posibilidad de una hipotética negociación futura

A pesar de que España es una de las principales economías de la zona euro, presenta tasas de paro persistentemente elevadas.

En suma, las tres enmiendas cuestionan la oportunidad, la forma y los efectos de la reforma planteada, y coinciden –las de Partido Popular y Junts– en demandar un replanteamiento que garantice el equilibrio entre la mejora de condiciones laborales y la viabilidad económica de empresas y sectores mediante un nuevo proceso de diálogo social y negociación entre los actores implicados. 

Vista la profundidad, incidencia e impacto de la medida en el tejido productivo español y que ninguno de los actores en cuestión se posiciona frontalmente en contra, puede que sí haya llegado el momento de hacer algo que está propugnando la formación política titular del Ministerio de Trabajo: resetear. Es decir, entendiendo que existe un cierto consenso en que trabajar menos mejora la calidad de vida y las condiciones laborales de las personas trabajadoras, la forma y el camino para su implementación pudiera ser diferente. Como se ha venido proponiendo desde algunos sectores de la doctrina científica, no todos los ámbitos laborales son homogéneos o todas las empresas pueden hacerlo de hoy para mañana. También implica un cambio cultural y social en nuestro país que tiene mucho que ver con los horarios y preferencias comerciales de los españoles.

La relevancia de la negociación colectiva, en este aspecto, cobra un especial sentido. Desde el punto de vista normativo, la reducción de jornada requeriría una reforma del Estatuto de los Trabajadores y de los convenios colectivos, para adaptar los regímenes de jornada máxima, descansos y cómputo anual. Este proceso no es meramente técnico, sino que exige una concertación social intensa entre patronal y sindicatos. El diálogo social se convierte, por tanto, en un espacio clave para modular la aplicación de la medida, fijando excepciones, fórmulas de adaptación sectorial y calendarios progresivos, entre otras cuestiones.

Algunos sectores empresariales han mostrado rechazo frontal a la medida, argumentando que encarecerá el empleo y provocará una pérdida de competitividad. Por su parte, los sindicatos defienden que se trata de una evolución necesaria hacia un modelo más justo y equilibrado, y apelan al principio de reparto del trabajo en un contexto de transformación tecnológica que amenaza con reducir el volumen global de empleo disponible.

Con todo ello, otro de los principales argumentos que sostiene el Gobierno es la modernización e implementación de las tecnologías de la información y comunicación. No hay duda de que la viabilidad de una reducción generalizada de la jornada laboral está íntimamente ligada al cambio tecnológico. En la medida en que la digitalización permite automatizar tareas, optimizar procesos y, por tanto, aumentar la productividad, se abre la posibilidad de concentrar las prestaciones laborales en menos horas efectivas. No obstante, esta oportunidad no se distribuye homogéneamente: existen brechas sectoriales, territoriales y de capital humano que condicionan el impacto de la tecnología.

La reducción de jornada es más eficaz cuando se combina con una alta calidad institucional, mecanismos de flexibilidad, apoyo público transitorio y fuerte concertación social.

Por ello, la transición hacia jornadas más cortas debería ir acompañada de políticas públicas que fomenten la inversión tecnológica, la formación continua y el desarrollo de capacidades digitales, especialmente entre los trabajadores menos cualificados. 

A nivel internacional existen experiencias que pueden enriquecer la propuesta y su eventual puesta en marcha en España. En otros países europeos se han desarrollado experiencias análogas, con resultados diversos. Francia redujo la jornada legal a 35 horas a inicios del siglo XXI, en el año 2000, con impacto dispar en términos de creación de empleo, productividad y equilibrio fiscal. En Islandia, un experimento de cuatro años mostró que una semana laboral de 35 horas puede mantener o incluso mejorar la productividad en muchos sectores. En Alemania, el recurso al “Kurzarbeit” durante la pandemia consistente en una reducción temporal de jornada con compensación pública demostró ser una herramienta eficaz de ajuste frente a crisis coyunturales.

Estas experiencias permiten extraer lecciones importantes: la reducción de jornada es más eficaz cuando se combina con una alta calidad institucional, mecanismos de flexibilidad, apoyo público transitorio y fuerte concertación social. En este sentido, la experiencia española deberá diseñarse cuidadosamente para evitar efectos adversos como el aumento del empleo a tiempo parcial involuntario o la segmentación del mercado laboral, donde la peor parte, todavía, se carga a las espaldas del colectivo de mujeres trabajadoras.

Desde un enfoque jurídico y de política laboral, esta apuesta por la estabilidad contractual puede valorarse positivamente.

Lo que sucede es que el mercado laboral español no es tan robusto como el de los países antedichos. El mismo viene arrastrando, desde hace décadas, una serie de deficiencias estructurales que lo diferencian de manera significativa de otros países de su entorno. Casi siempre a la cola de la creación de empleo y a la cabeza del desempleo, en especial, del desempleo juvenil. A pesar de que España es una de las principales economías de la zona euro, presenta tasas de paro persistentemente elevadas, una fuerte segmentación entre trabajadores indefinidos y temporales, una baja productividad y una débil inversión en políticas activas de empleo. Estas disfunciones no pueden explicarse únicamente por ciclos económicos adversos, sino que obedecen a un modelo productivo basado en el turismo y en el sector servicios, en vez de en sectores con alto valor añadido y componente tecnológico.

Se trataba con anterioridad, precisamente, que una de las características singulares del mercado laboral español es su elevada dualidad contractual, es decir, la cohabitación de trabajadores con contratos indefinidos y otros con contratos temporales sujetos a alta rotación y escasa estabilidad. Durante años, España ha liderado los índices europeos de temporalidad, con tasas que han superado el 25% del total de asalariados, especialmente en sectores como la hostelería, la agricultura, el comercio minorista o la administración pública.

Esta estructura dual tiene múltiples consecuencias negativas. Aunque la reforma laboral de 2021 ha introducido límites importantes a la contratación temporal, es todavía una cuestión delicada. Dicha reforma, fruto del consenso y del diálogo social, eso sí, supuso un antes y un después en la ordenación de la contratación laboral, con el objetivo declarado de combatir la precariedad estructural del mercado de trabajo y reducir la temporalidad excesiva que ha caracterizado históricamente al empleo en el país. La medida central de esta reforma ha sido la restricción sustancial de los contratos temporales sustituyéndolos por fijos discontinuos, a la vez que limitar las causas, duración y encadenamiento del contrato temporal. 

Desde un enfoque jurídico y de política laboral, esta apuesta por la estabilidad contractual puede valorarse positivamente. El mercado de trabajo español arrastraba, desde hace décadas, una anomalía estructural como el uso y abuso sistemático de la temporalidad, muchas veces injustificada. Al acotar las causas de temporalidad a supuestos objetivamente justificados y establecer sanciones más severas por fraude de ley, la reforma pretende transformar las dinámicas de contratación y generar un cambio cultural entre empresas y administraciones.

No obstante, desde un prisma algo más crítico, cabe señalar que la reforma enfrenta riesgos de implementación y efectos no deseados. En primer lugar, la transición hacia el contrato indefinido no garantiza, por sí sola, una mejora sustancial en la calidad del empleo si no se acompaña de mecanismos efectivos de vigilancia, apoyo a las pymes y fortalecimiento de las políticas activas de empleo. En segundo lugar, existe el peligro de que la limitación formal de la temporalidad se traduzca en una expansión de otras fórmulas de precariedad, como los contratos fijos discontinuos o la subcontratación, si no se controla su uso abusivo. Finalmente, puede darse un camuflaje de trabajadores temporales convertidos en fijos discontinuos que pasan varios meses durante el año en el desempleo.

España se sitúa por debajo de la media europea en productividad por hora, lo que refleja una estructura económica basada en sectores de bajo valor añadido.

Otro rasgo estructural del mercado laboral español es su elevada tasa de desempleo, que se mantiene alta incluso en fases de crecimiento económico. Otros países necesitan menor crecimiento económico para generar el mismo empleo que nuestro país. España, como se ha señalado previamente, ha sido sistemáticamente uno de los países con mayor paro de la Unión Europea, con tasas que rara vez bajan del 12%, mientras que la media comunitaria se sitúa en torno al 6%. Este desempleo de base revela desajustes profundos entre la oferta y la demanda de trabajo, así como deficiencias en la intermediación laboral y en la orientación de los sistemas educativos y de formación profesional. Pero eso es harina de otro costal. 

Especial mención merece el paro juvenil, que se ha convertido en una auténtica lacra social no solo para los jóvenes, sino también para las familias españolas. Cerca del 30% de los jóvenes menores de 25 años se encuentran desempleados, y una proporción significativa de los ocupados lo hace en condiciones precarias o en sectores sin perspectivas de desarrollo. Esta situación genera fenómenos de desmotivación y lo que comúnmente conocemos como ‘fuga de cerebros’.

Muchas personas desempleadas no reciben apoyo efectivo para reinsertarse en el mercado laboral o mejorar su empleabilidad.

Más allá del desempleo, otro desafío estructural es la baja productividad del trabajo que arguyen las empresas. Entendida esta como la relación entre el valor generado y las horas trabajadas. España se sitúa, como de costumbre en estos términos, por debajo de la media europea en productividad por hora, lo que refleja una estructura económica basada en sectores de bajo valor añadido, escasa innovación y tecnología. La abundancia de empleo poco cualificado y mal remunerado es síntoma y causa de un modelo productivo que no logra impulsar sectores estratégicos ni generar empleos de calidad de forma sostenible, sino reproducir, año tras año, o mejor dicho, verano tras verano, la economía de sol y playa basada en los servicios.

La consecuencia de esta baja productividad son las distintas caras, cóncava y convexa, como decía Unamuno, de una misma moneda: por un lado, limita el crecimiento económico potencial del país; por otro, condiciona las posibilidades de mejorar los salarios sin generar tensiones inflacionarias o pérdida de competitividad. Mientras no se acometa una transformación profunda del modelo productivo, fácil sostenerlo con palabras, la creación de empleo continuará dependiendo de actividades estacionales y de coyunturas internacionales.

Desde la Unión Europea hemos tenido varios avisos en materia de empleo. Uno de los más severos fue en relación con la inversión de fondos comunitarios en políticas activas de empleo. En España han sido (y podríamos observar que siguen siendo) ineficaces. A pesar de que representan una herramienta clave para facilitar la inserción laboral, el reciclaje profesional y la adaptación al cambio tecnológico, su impacto ha sido limitado por problemas de diversa índole. El sistema de orientación laboral es insuficiente, los programas de formación carecen a menudo de conexión con las necesidades reales del mercado y de coordinación entre los servicios públicos de empleo, por lo que están, claramente, infrautilizados. 

Esta debilidad se agrava por la falta de evaluación rigurosa de los resultados de las políticas públicas en materia de empleo, lo que impide aprender de las experiencias pasadas y aplicar mecanismos correctivos. En consecuencia, muchas personas desempleadas no reciben apoyo efectivo para reinsertarse en el mercado laboral o mejorar su empleabilidad. Reformar las políticas activas requiere dotarlas de más recursos, profesionalizarlas, vincularlas al tejido empresarial y garantizar un enfoque individualizado y flexible.

Tampoco el mercado laboral español es homogéneo. Territorialmente, la denominada España vacía o vaciada ha sufrido el éxodo de talento y empresas, dejando mermada la economía y con un gran peso del sector primario en regiones, especialmente, del interior y norte peninsular. Por tanto, nuestro país en términos de empleo también presenta fuertes desequilibrios territoriales. Regiones como Andalucía, Extremadura o Canarias exhiben tasas de paro estructuralmente elevadas, mientras que otras como el País Vasco, Navarra o Baleares alcanzan niveles cercanos al pleno empleo. Esta disparidad se explica por diferencias históricas en la estructura productiva y las dinámicas demográficas sufridas, especialmente, en los años 60 y 70 con el desarrollismo. 

Asimismo, persisten brechas de género relevantes, tanto en términos de participación en el empleo como de condiciones laborales. Las mujeres tienen más probabilidades de acceder a empleos a tiempo parcial, de asumir interrupciones de carrera por cuidados no remunerados y de concentrarse en sectores peor remunerados. La segmentación laboral por género del mercado laboral es una cuestión pendiente. Estas desigualdades no solo afectan a la equidad del sistema, sino que constituyen un freno para el crecimiento social y económico.

Los equilibrios son complejos. A modo de sucinta reflexión final, la política laboral del Gobierno de España se enfrenta a un dilema fundamental en este nuevo curso político que estrena la segunda mitad de la legislatura: cómo avanzar hacia un modelo laboral más justo, equitativo y sostenible, sin poner en riesgo la estabilidad económica ni la competitividad empresarial. Nada más y nada menos.

La política laboral del Gobierno de España se enfrenta a un dilema fundamental en este nuevo curso político que estrena la segunda mitad de la legislatura

Las sucesivas subidas del salario mínimo han permitido corregir algunas distorsiones graves del mercado laboral español y contener una vieja demanda de los sindicatos, entre otros. La propuesta de reducción de jornada, por su parte, constituye un desafío aún más ambicioso, que exige un alto consenso institucional que se prodiga poco, últimamente, en el panorama político nacional.

Ambas medidas comparten una lógica común: la revalorización del trabajo como base del bienestar social y como instrumento de cohesión. En última instancia, el éxito de esta política laboral dependerá no solo de su técnica legislativa, ni tan siquiera de su contenido; sino de su legitimidad social y de la capacidad de todos los actores implicados para construir una visión compartida del futuro del trabajo en España. Todavía se está en ello. Quizás, por esta vez, el fin podría justificar los medios.

1 Proyecto de Ley aprobado en Consejo de Ministros del 6 de mayo de 2025. Disponible en https://www.lamoncloa.gob.es/consejodeministros/resumenes/paginas/2025/060525-rueda-de-prensa-ministros.aspx 

2 Al respecto, sirva de ejemplo el documento de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada sobre el impacto de la subida del SMI. Disponible en https://documentos.fedea.net/pubs/eee/2025/eee2025-10.pdf?utm_source=wordpress&utm_medium=actualidad&utm_campaign=estudio&_gl=1*9na0l8*_ga*MTUyMDE5ODI2Mi4xNzUwODY5MTEz*_ga_K71EGLC8JC*czE3NTA4NjkxMTIkbzEkZzAkdDE3NTA4NjkxMTIkajYwJGwwJGgw 

3 Boletín Oficial del Congreso de los Diputados del 24 de junio de 2025. Disponible el texto íntegro de las tres enmiendas a la totalidad en https://www.congreso.es/public_oficiales/L15/CONG/BOCG/A/BOCG-15-A-58-2.PDF 

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