En su viaje para epatar a la floreciente Norteamérica, Oscar Wilde pudo comprobar que él, jactancioso en el servicio de aduanas al especificar “no tengo nada que declarar salvo mi talento”, se iba a enfrentar a un mundo feroz, agreste y despiadadamente competitivo.
Cada vez que muere algún artista famoso, sus fans acusan a un hombre de paja de fingir que lo escuchaban/leían/veían desde siempre. Parece que hay más gente indignada por la falsa admiración de quienes dicen que son fans del viejo Leonard que realmente gente que llama a Leonard Cohen por su nombre de pila. Un […]
La noticia de los atentados me llega lejos de casa, visitando castillos del Loira. Ayer estuvimos en Poitiers y bromée por whatsapp con unos amigos sobre la necesidad de seguir defendiendo la cristiandad. La broma tenía sentido por cosas como las de hoy, pero hoy seguramente no haría la broma.
Amok es un concepto malayo que popularizó Rudyard Kipling en algunos de sus relatos coloniales. La traducción más exacta sería “entregar hasta el último aliento en la batalla”. Para el guerrero malayo tenía que ver con su fe y honor. El concepto formaba parte de la vida ritual de Malasia y del sur de la India y se ligaba al mundo de la guerra. De hecho, los sorprendidos viajeros holandeses descubrieron que muchos de ellos pedían la sanación de la enfermedad para poder morir con una dignidad mayor en el campo de batalla. Porque el amok era esencial en una élite bélica que nunca tuvo un ápice de duda para lanzarse contra el enemigo, aún sabiendo que la muerte era el final más probable. Desde esta cosmovisión, no es difícil entender que esa actitud catártica les transformaba en los predilectos de la divinidad. Por esta razón, se convirtió en una táctica más: salir a la calle a asesinar a quien se interpusiera en el camino.
La iglesia del Corpus Christi, en Las Rozas, ha albergado el funeral por el ciudadano español Ignacio Echeverría. Es el hombre que perdió su vida defendiendo la de otros durante el último atentado perpetrado en Londres por los más fieles de entre los que tiene Mahoma. Fue a enfrentarse a la muerte, y perdió. Ignacio sabía bien lo que era jugársela. En una ocasión se lanzó al mar, dando la espalda a una bandera roja, para sacar de los brazos del agua a su hermano. Tenía madera de héroe. Seguro que su catolicismo le ayudó a ayudar al prójimo en peligro. Seguro que la fe en que los justos recibirán un premio eterno le consoló de antemano en su cara a cara con la muerte. Ya no se lo podrá explicar a un descreído como yo, que de la fe guardo sólo el recuerdo.
Ignacio Echeverría era abogado, era español y tenía 39 años. Trabajaba para un banco londinense, en que ayudaba a combatir el blanqueo de capitales.
Han pasado más de veinte años, pero nunca olvidaré ese terror. Los amigos pasaron por mi lado corriendo cómo exhalaciones. El pánico es un mensaje animal que se respira. Te habla. Miré hacia atrás y eché a correr. Un hombre nos perseguía con un enorme cuchillo. Me encontraba en la peor situación posible. Era la última. Posible primera presa. Mientras corres por tu vida, piensas mucho. Son ideas fugaces pero precisas, como trozos de un puzzle de cristal. Vuelan por la mente sin palabras. Esas las pones después: “Corre” “Debo correr más que él” “hay que llegar a esa puerta” “¡Corre!” “Ahí está, sigue abierta…”
Los atentados contra Charlie Hebdo convirtieron el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire en un superventas en Francia. Quién sabe por qué. Quizás los parisinos necesitaban un recordatorio de las virtudes de la tolerancia, por la comprensible tentación de renunciar a ella. O quizás porque necesitaban un manual de tolerancia, por el incomprensible sentimiento de culpa de no haberla practicado lo suficiente. También, ahora, tras los últimos atentados en Londres, la Primera Ministra Theresa May ha creído necesario hablar de tolerancia. Aunque fuese, en su caso, para denunciar que ha habido demasiada tolerancia con los extremistas.
En ¿Por qué luchamos?, el noveno capítulo de la serie sobre la II Guerra Mundial Hermanos de sangre, la compañía Easy americana cruza la frontera alemana y se topa con un campo de exterminio en las afueras de la ciudad de Landsberg. Los soldados, que hasta ese momento de la guerra desconocían la existencia de los campos nazis, descubren cientos de cadáveres putrefactos amontonándose en los barracones y a unas cuantas docenas de prisioneros esqueléticos. Uno de ellos cuenta que los nazis han abandonado el campo esa misma mañana, alertados de su llegada por alguien del pueblo. Antes de irse, han disparado a todos los prisioneros hasta que se les han acabado las balas.