Este cronista ha frecuentado muy poco, por no decir nada, a la actual generación de políticos que ocupan las portadas de los medios españoles en 2019. Pero el pluriempleo periodístico y la afición deportiva le llevó antaño a conocer a José Vicente Hernández, Pepu para todo el mundo, en los momentos que lo convirtieron en un personaje nacional tras llevar a un grupo de chavales a conquistar en 2006 el Mundial de baloncesto, proeza que no volverán probablemente a contemplar nuestros ojos ni los de nuestros hijos.
En el libro El golpe posmoderno, de Daniel Gascón, se dibuja la concepción de democracia plebiscitaria que desde hace años el nacionalismo catalán explota de manera irresponsable. Gascón habla de una «democracia por aclamación, vinculada a la volonté générale de Rousseau, que solo respeta los procedimientos si le conviene, que niega el pluralismo».
Este artículo está escrito con un estado de ánimo tan exaltado que no estoy seguro de que deban leerlo quienes me consideran una persona ecuánime, pero es que la alcaldesa de Barcelona me ha puesto de los nervios al considerar que es más digno de rememoración un payaso que un soldado. No es una anécdota que esta mujer insípida se permita dar una calle a un actor que si fuera de derechas sería machista, mientras desprecia al Almirante Cervera. Es la confirmación de que se ha instalado en la ortodoxia un síndrome político que podemos caracterizar por los siguientes síntomas:
María Manuela, la de la copla de Rafael de León y la del progresismo, va y viene en el metro con lecturas que la redimen y la ilustran. Se ha radicalizado por dejación en los plenos.
Se suele olvidar que la Generalitat de Cataluña nunca vio con buenos ojos los Juegos Olímpicos de Barcelona hasta que su éxito convenció a los líderes de CiU de que más valía subirse al carro de los entusiastas que poner palos en sus ruedas.