María Jesús Espinosa de los Monteros
«Según Rovelli, el mundo no es un conjunto de cosas, sino un conjunto de eventos. Pero, ¿qué mundo es este sin apenas eventos?»
«¿Somos capaces de mantener buenas relaciones con nuestros vecinos de edificio enarbolando tan solo los estatutos de la comunidad?»
Mis hijos me dan mis mejores ideas, tanto, que siento que soy mucho más lista desde que tengo niños. Bueno, no lo siento, lo sé. Pienso mejor, enfoco mejor la imagen del lugar al que quiero llegar, estoy más inspirada, tengo más determinación, paciencia, aprovecho cada segundo de tiempo como si el tiempo fueran billetes que voy recogiendo por la calle y el multitasking no tiene secretos para mí. Así que hoy me dio por preguntarme cómo conforman los hijos el cerebro de los adultos. Es bien conocido que los taxistas de Londres funcionan de conejillos de indias para muchos estudios científicos sobre la memoria, por aquello de que tienen que aprenderse 25.000 calles para pasar su examen, y se ha descubierto ya más de una vez (y de tres y de cuatro), que tienen el hipocampo de un hipopótamo, puesto que esta es la zona del cerebro en la que se almacenan toda esa barbaridad de información del callejero. Abundan también los artículos -favoritos de las redes- en los que se habla de la neuroplasticidad del cerebro, de las neuronas que nacen y mueren, de las dendritas y las sinapsis, y de cómo leer cambia físicamente la cualidad de nuestro órgano más importante. Gracias a unos señores muy listos de la universidad de Leipzig, sabemos que el cerebro consume más oxígeno mientras desciframos la letra impresa (cosa que era de cajón, pero no está de más demostrarlo). También abundan los artículos sobre otras ocurrencias espectaculares de la ciencia, como uno que les leí ayer a mis hijos sobre los metales que reaccionan a campos eléctricos para cambiar de forma o que sirven como “sangre electrónica” para futuros ordenadores basados en el funcionamiento cerebral. Sí, un líquido metálico que es, literalmente, sangre electrónica para ordenadores, fabricado a imagen y semejanza de la sangre que circula por el cerebro, que es al mismo tiempo la portadora de energía (oxígeno y nutrientes) y el líquido refrigerante del órgano más alucinante de la naturaleza. Otros muchos artículos fascinadores hablan de la terapia optométrica, es decir, el uso de gafas para corregir problemas en el cerebro y es que hoy sabemos que los cerebros tienen neuroplasticidad, esto es un hecho. Problemas en la visión pueden hacer que el cerebro funcione de maneras poco eficaces y, además, tras un trauma y una lesión, podemos reentrenarlo, redirigir los caminos del pensamiento poniéndonos nada menos que gafas.
Imagine que usted, amable lector, va leyendo absorto, por mitad de la calle, La República de Platón. Acompañado de Glaucón, el hijo de Aristón, bajé ayer al Pireo con propósito de orar a la diosa… Es un relato apasionante, repleto de claves que el paso del tiempo ha hecho que escapen a nuestra interpretación. Camina distraído, la cabeza gacha, los ojos fijos en el smartphone. Imagine también que, llevado por su obnubilación, no ha detectado el adoquín roto que se anuncia a solo tres, dos, un metro de distancia. Que da un tropiezo y, entonces, ¡ay! Todo pasa deprisa. Cae al suelo, fractura abierta de tibia y peroné, entre alaridos de dolor.
El grosor de la materia gris en ciertas partes del cerebro está condicionado por la ideología política de la persona. Y aunque es interesante y perfectamente plausible, el estudio constata algo estático, como una fotografía.
No precisamos escuchar para que el pánico nos hiele la sangre. No es necesario el roce extraño de un desconocido sobre la piel para que el vello se erice y queramos huir de un escenario supuestamente hostil.