Woody Allen y sus memorias llegan hoy a España
«A propósito de nada» contiene críticas feroces a Mia Farrow y su autoproclamada inocencia en las acusaciones de abuso de su hija Dylan
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Primero, la Academia Sueca se vio incapaz de contactar con Dylan para comunicarle directamente la decisión de otorgarle el galardón. Más tarde, conocimos que el músico no acudiría a Estocolmo a recoger su Nobel; y finalmente, pocos días antes de la ceremonia de entrega, Bob Dylan envió el discurso de agradecimiento que jamás llegaría a leer él mismo. La encargada de recibir el premio en su nombre fue la cantante Patti Smith, quien proporcionó una nota de color durante una velada tradicionalmente protagonizada por hombres encorbatados. Dylan no estuvo presente para pronunciar el discurso de agradecimiento, cosa que hizo en su lugar la embajadora de EEUU en Suecia Azita Raji, pero aseguró que estaba «totalmente en espíritu» y que se sentía honrado por haber recibido «un premio tan prestigioso». En el texto del discurso, Dylan declaró que recibir el Premio Nobel de Literatura era algo «que nunca habría podido imaginar, ni verlo venir». ¿Por qué no asistió Dylan a la gala?, ¿que significa que uno de los cantautores más amados en los sesenta sea galardonado con un Nobel?, ¿cuáles son las fronteras entre la expresión musical y puramente literaria? En un año en el que Dylan ha sido tema central en charlas, titulares y debates, «the answer my friend is (still) blowin in the wind».
No me gustan los tipos maleducados. No los soporto. Tampoco los diplomáticos (eufemismo de falsos sonrientes falsos), que conste. Cuando uno es (siniestramente) joven siente cierta atracción por los malditos. O al menos ese fue mi caso. Con los años, sin embargo, las tonterías de divos aburren. Uno de los mayores aburridores de ovejas es el sobrevalorado y plasta Bob Dylan. No he asistido a ninguno de sus conciertos, pero parece ser que hay gente que paga mucha pasta para que el tipo te cante cuatro canciones con voz de gallo desafinado y de perfil. Y ni sabe tocar la guitarra. Y con unas letras que dan pena empanadas.
Lo cuenta al final de sus memorias. Tras firmar el primer contrato con la CBS, el productor John Hammond –una de las figuras claves de la industria de la música moderna– le dio un par de discos descatalogados a aquel chaval desgarbado que cantaba en los garitos del Village. Bob Dylan se fue directamente al piso de uno de sus amigos de por entonces, Dave Van Ronk. Era uno más de los prohombres de la escena folk que, como mostró Scorsese en su documental, estaba ayudando a Dylan para que se convirtiese en el nuevo icono de la canción protesta norteamericana. Pincharon uno de los vinilos: una grabación antigua de Robert Johnson, un bluesman por entonces casi desconocido que había fallecido hacía más de veinte años. A Van Ronk apenas le emocionó. Una canción le recordaba a otra, otra letra la escuchaba emparentada con aquella. Pero Dylan, en cambio, lo sintió al instante como un chute de adrenalina inyectado directamente en su córtex central. Durante las siguientes semanas escuchó una y otra vez King Of The Delta Blues Singers.
Ocurre con el Nobel de Literatura que los análisis posteriores se adaptan extraordinariamente al fallo, ahorrando el trabajo a periodistas y críticos: en el veredicto está la conclusión. A Dylan, ha dicho el jurado, se le concede el Premio Nobel “por haber creado un nuevo modo de expresión poética integrada en la gran tradición de la canción americana”. Uno podría añadir alguna cosa más, pero parece evidente que los suecos han querido premiar la música, como el año pasado, con Alexiévich, se premió “al fin” el periodismo. El reconocimiento a Dylan es perfectamente coherente con la evolución de un galardón que nació siendo literario, sobrevivió siendo político y terminará considerando las más variopintas “tendencias”. Esto no quiere decir que Dylan no sea un magnífico letrista. Y hasta un apreciable poeta.
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