El intelectual Michel Ignatieff soñó con llegar a convertirse en el primer ministro canadiense. Su particular aventura como cabeza del Partido Liberal acabó siendo un fracaso estrepitoso, pero la vivencia le permitió comprender mejor el universo de lo político. Ignatieff intentó recoger estas enseñanzas en Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política, un texto sincero a medio camino entre unas memorias políticas y una reflexión teórica sobre las dinámicas electorales más cotidianas. En un momento de la narración Ignatieff describe cómo un gobernante regional le señaló en un encuentro que, para un político, sólo existen dos cuestiones que merece la pena responder: “¿Estás listo para ganar? ¿Estás preparado para perder?”. En el realismo crudo de ambas preguntas encontramos, quizá, más sabiduría que en las páginas de cualquier manual de ciencia política. El mismo Ignatieff aprendió la lección: “a la política no se viene a vivir experiencias enriquecedoras. Se viene a conseguir el poder”.
“Francia ha escogido a #MacronPresident, 39 años, liberal, progresista, europeísta y con la voluntad de unir a los franceses. Félicitations”. Así celebraba Albert Rivera en twitter la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales de Francia. Unos días después el político catalán escribiría un artículo en El País desarrollando su entusiasmo por la elección de Macron y por lo que esto suponía para afianzar el cambio en los usos y costumbres políticos. Era evidente que Rivera elogiaba al francés mientras se miraba en el espejo. En cualquier caso, no parecían descabellados ni febriles los argumentos a favor de una higienización del ecosistema partidista alejados de los mamporros dialécticos del podemismo falaz.
El pasado primero de mayo hubo franceses que se manifestaron con pancartas en las que se leía “ni Le Pen, ni Macron, ni patrie ni patron”. Si después del trágico siglo XX es posible proclamar esto a cara descubierta, es que la historia sólo es maestra para quien quiera aprender.
La era de la posverdad es un tiempo dominado por el relativismo. Ya no hay una realidad material, asible, contrastable; solo puntos de vista, voluntades, hechos alternativos. En un mundo en el que la objetividad no existe, todo es relativo. También las distancias. Así, puedo decir que la virtud se encuentra en un punto intermedio entre Hillary Clinton y Donald Trump. O que la elección óptima está tan apartada de quien cuestiona el Holocausto como de quien trabajó en un banco. Situarse en la mediatriz que separa a Macron y Le Pen es algo así como proclamar que tan lejos nos queda Cuenca como Bandar Seri Begawan. Siempre quise escribir Bandar Seri Begawan.
Esta decantación de Bruselas es tan asombrosa como cuando, dados los postulados derechistas de Haider en Austria, se dijo de modo reiterado que eso requería expulsar a los austríacos de la Unión Europea. No era así. En realidad, Haider sigue en Austria y Austria sigue en la Unión Europea.
Ha vuelto a suceder con las elecciones francesas. En los medios españoles han proliferado los análisis que partían o concluían con semejanzas con nuestra política doméstica. Al parecer, Albert Rivera sería Macron, Sánchez sería Hamon y Mélenchon es Pablo Iglesias. Que no haya un Fillon o un Le Pen claros en nuestra política no ha impedido que las comparaciones se hayan dado en medios y redes sociales. Periodistas, analistas y líderes políticos han comenzado a extraer conclusiones no tanto apresuradas como inservibles. Porque se pasa por alto el detalle de que no somos franceses.
Despejemos historias apócrifas: No existe ninguna prueba de que el ‘Times’ de Londres haya publicado jamás ese famosísimo titular, «Niebla en el canal de la Mancha. El continente, aislado». Pero los últimos acontecimientos, con aquella pacata Theresa May reconvertida a defensora entusiasta de la ruptura de Gran Bretaña con la Unión Europea, devuelven su actualidad a la noción de que los británicos se siguen considerando como ciudadanos aparte, instalados en unas islas situadas más o menos en el centro del océano Atlántico, a medio camino entre aquella Nueva Inglaterra que fundaron y con la que mantienen una relación especial, y esas placenteras tierras francesas que tanto les han dado bajo forma de buenos vinos de Burdeos, amables paseatas por la Promenade des Anglais de Niza y veladas locas junto a los Campos Elíseos. Somos muchos los que queremos y admiramos al Reino Unido, pero hacerlo comulgar con la integración europea sigue siendo, como en tiempos de Maggie Thatcher, una aspiración que choca de bruces con la realidad. El centro del Atlántico sigue atrayéndolos como un imán.
No es que hicieran falta muchas pruebas más. Pero por si alguien aún tenía dudas de en qué bando de la historia se mueve la izquierda reaccionaria que en España encabeza Podemos, Mélenchon se encargó de despejarlas todas de una patada cuando el domingo por la noche rechazó pedir el voto para el centrista Macron o a negárselo a Le Pen, que eran las dos únicas opciones adultas que le quedaban tras su derrota.
Con Macron y Le Pen pasando al ballottage, la política francesa sin duda cambia el casting, pero hasta la segunda vuelta y, luego hasta las legislativas, la incógnita sigue. Aun siendo Macron el candidato con más votos y posteriores apoyos, recientes sorpresas como la elección de Trump o el Brexit nos obligan a considerar que lo imprevisible a veces se convierte en hecho consumado.