Toda nuestra política migratoria se alza sobre una cuestionable discriminación: la que establece que, al llegar a la frontera, merece un trato legal distinto el que huye de la guerra que el que huye de la pobreza. Al primero lo llamaremos refugiado, y le daremos facilidades para quedarse si acredita la falta de libertad en su país. Al segundo lo llamaremos inmigrante irregular, y tan pronto se le identifique, será expulsado.
La prensa insiste en el renovado interés por Arendt y Orwell, autores que se ocuparon de la verdad. E insiste en llamar a esta nueva época la era de la posverdad, concepto ligado a dos fenómenos: Trump y el Brexit.
Para saber de Obama lo mejor es leer las columnas de Juan Claudio de Ramón. Hace menos de cien días y ya lo echamos de menos. Su elegancia. Su manera de escupir por el colmillo a Putin. Su ritmo bailando el Rock.
Donald Trump ha provocado un quilombo fenomenal en su país. Ha firmado un decreto con cuatro disposiciones sobre inmigración: 1) Suspende la admisión de nuevos refugiados durante 120 días mientras se estudia cómo abordar la cuestión. 2) Impone una moratoria de 90 días para algunos países, siete en total, influidos por la violencia terrorista islámica. 3) Suspende indefinidamente la admisión de refugiados sirios. Y 4) Limita el número de refugiados anuales a 50.000.
Trump firmó el decreto presidencial y al día siguiente los periódicos mostraron en sus portadas un muro que se construirá dentro de unos meses. Vimos vallas que atraviesan El Paso, una muralla que tapa el horizonte en Tecate, mexicanos mirando a través de gruesos barrotes en algún lugar de la frontera. Los periódicos ilustraron la noticia de que Trump levantaría un muro con la fotografía de un muro que ya había sido levantado. No es un milagro. En algunos lugares de la frontera entre México y Estados Unidos, el muro existe desde hace años y no es la única frontera física construida por el hombre que permanece en pie en el mundo. Ni siquiera la más cruel. Las concertinas europeas dan fe de ello.
La vida no vale nada, no vale nada la vida. Lo cantaba José Alfredo Jiménez, cantor de un México legendario de cantinas y de honor. Cuando en las cantinas que digo los duelos dolían lo justo, ‘nomás’, y al muerto le hacían guardia dos tequilas bajo la mirada de Guadalupe virgen y esos milagros que cuentan sus fervorosos con diez tiroteados en la cuenta. Que pasa que Lupe perdona.
Europa se atrinchera y parchea sus fronteras rotas. El discurso de los derechos humanos y la globalización hace agua