En 1992 Fukuyama decretó el fin de la historia. Su certificado apuntaba entre las causas del fin a la consolidación global de la democracia provocada por instituciones democráticas, una sociedad civil activa y ciertos niveles de riqueza. Quizás en ese momento nadie llegó a pensar que la democracia fuera eterna pero todos confiábamos en que su final estaría muy lejano, tanto que nunca lo llegaríamos a ver.
Es poco probable que los partidos políticos, enfrascados en sus batallas internas y en sus guerras cruzadas, preocupados por cómo dar el golpe de efecto mediático que les procure una foto atractiva y atrayente y mejoras en las encuestas, absorbidos por el corto plazo y distantes del largo, dediquen el tiempo necesario y la atención que requieren los grandes asuntos de nuestro tiempo. Nuestra obligación es recordárselos y, si siguen ignorándolos, habilitar los instrumentos precisos para condicionarlos o sustituirlos.
No he podido evitar escribir sobre este asunto del diamante de Sierra Leona. Al ver la foto, esa mano negra, la piedra preciosa, el agua sucia… Se me han revuelto los recuerdos de la primera vez que pisé Freetown, el viaje hasta Madina, la selva, la frontera con Conakry, los jóvenes que fueron niños soldados en contra de su voluntad, sus miradas, sus palabras, esa cuneta maldita en la que asesinaron a Miguel Gil. Sierra Leona, donde se libró una de las guerras más repugnantes que conoce la historia. Por los diamantes, los putos diamantes, y todo lo que rodeaba el control de esas piedras, que llevó el país al desastre ante una comunidad internacional que, como casi siempre, llegó tarde.