De profundis
Aquel mayo de 1984 mi hermana y mi cuñado vinieron a pasar unos días a nuestra casa, cerca de Barcelona. La tarde del 27 dimos un largo paseo por la sierra litoral y regresamos a casa al atardecer satisfechos, agotados y hambrientos.
Aquel mayo de 1984 mi hermana y mi cuñado vinieron a pasar unos días a nuestra casa, cerca de Barcelona. La tarde del 27 dimos un largo paseo por la sierra litoral y regresamos a casa al atardecer satisfechos, agotados y hambrientos.
Leemos en el Evangelio de Juan que Jesús, tras pasar la noche en el Monte de los Olivos, se dirigió al templo de Jerusalén. Cuando lo vieron los “gramáticos” –así llama Juan a los intérpretes de la ley-, le llevaron una mujer que había cometido adulterio, la pusieron en el centro y le preguntaron qué castigo merecía. Jesús se inclinó y aparentó escribir algo sobre el suelo con la yema del índice.
Cuando Hemingway vino a España para hacer una serie de reportajes sobre la guerra civil, fue a solicitar información a Edward Knoblaugh.
Anatole France tenía razón: los dioses, también los de la democracia, siempre tienen sed.
1787. Discusión interminable en el Congreso de los Estados Unidos. Benjamin Franklin propone un descanso para rezar, a ver si con la ayuda del cielo encuentran cómo desenredar el asunto que les ocupa. Alexander Hamilton le contesta que no tienen necesidad de ayuda extranjera. Es más que probable que ambos fueran ateos, pero eso no les impidió firmar en la Declaración de Independencia: “Sostenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad.”
Hubo un tiempo en que las mujeres del PP llevaban orgullosamente esa prenda camaleónica que es el traje chaqueta (bien hecho y con falda, a lo Coco Chanel) y con sus azules, verdes, ciruelas y granates ponían pinceladas de color en una vida política repleta de corbatas uniformadas. Luisa Fernanda Rudi, Celia Villalobos, Loyola de Palacio, Teófila Martínez, Mercedes de la Merced, Soledad Becerril, Rita Barbera, Isabel Tocino… Esta última era, a mi parecer, la que marcaba el paso. Hoy sólo está a su altura María Dolores de Cospedal. Ni Cristina Cifuentes –me parece-, ni Ana Pastor, ni Fátima Báñez, ni –sin duda- Soraya, tienen la impertinencia estética necesaria para lucir sin complejos un traje chaqueta. Andrea Levy, que quizás sí la tenga, aún tiene que madurar un poco el porte.
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