Los límites del entrevistador
A Espada le pierden sus pedagogías un tanto abruptas […] aprovechadas por un patán como Mejide para ponerlo en la picota: abusando así del espectador al que Espada había respetado.
A Espada le pierden sus pedagogías un tanto abruptas […] aprovechadas por un patán como Mejide para ponerlo en la picota: abusando así del espectador al que Espada había respetado.
De tarde en tarde me doy el caprichito de ir a Casa Aranda, fundada en 1932, el mejor sitio para comer churros en Málaga y en el mundo. Esa calle Herrería del Rey es además una de las pocas que quedan en la ciudad con su toque antiguo, con una estrechez y un abigarramiento que son una inmersión en otra época. En ciertas calles de Lisboa y Río de Janeiro me acordé de ella, y ahora en ella me acuerdo de Lisboa y Río de Janeiro. Si me abandono en una mesita, puedo percibir a mis paisanos como lisboetas o cariocas que hablasen en malagueño.
La palabra se despega del niño de dos años que se cayó en el pozo. El niño sigue allí –seguirá allí aunque saquen el cuerpo– pero la palabra se mueve en otro mundo, un mundo casi autónomo: de asociaciones, ecos, pensamientos, mitos. Un mundo frío para el niño, que no lo protege; pero nos puede servir para conjurar el miedo, para acompañar la pena, a los que estamos arriba, hasta que dejemos de estarlo.
Algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar, sino con la palabra amistad, hizo que en el último tramo de mis lecturas de 2018 hubiese tres auténticas delicias. Tres libros elegantes, vitales y fecundos, con su puntito de melancolía, que es la señal de la alegría que va en la corriente del tiempo:
Cansa repetir otra vez que nuestra monarquía parlamentaria representa más los valores republicanos que los independentistas y los ‘cotarelos’, quienes en esencia están más próximos a Franco, en tanto que nacionalistas y antiliberales
Creo que fue Forges el que dijo que para relajarse ante un poderoso –por ejemplo, ante el jefe al pedirle un aumento de sueldo (sí, debía de ser Forges)– lo mejor era imaginarlo con una gallina encima de la cabeza. Esa gallina (no imaginada, sino real) es la que veo yo en la cabeza de nuestros autoproclamados republicanos, que tienen la palabra “república” todo el día en la boca al tiempo que demuestran con cada una de sus palabras y cada una de sus acciones que no tienen ni idea de republicanismo. Son de hecho, hoy, los de conducta menos republicana del país.
Me temo que tengo un pie dentro y otro fuera de la actualidad. Y casi diría que eso es lo que hay que tener. Como columnista debo mantenerme informado, cosa que hago con gusto: me lo paso pipa en el estrépito, en la trituración eléctrica de la jornada. Pero cuando todo es actualidad me ahogo. Hacen falta fugas, accesos al tiempo grande. Y para eso –además de la contemplación, el sueño, el erotismo, los paseos, la embriaguez o la amistad catacumbística– están las artes: la literatura, la música, el cine, la pintura.
Mi grito de guerra viajero, “¡Nada cultural!”, me impidió entrar en el Museo Nacional de Brasil en mis visitas a Río. La idea es que los museos siempre estarán ahí, sin mudanza, mientras que la calle muda cada cinco minutos. En los viajes con los días contados, me cuesta sacrificar por un museo media hora en un chiringuito de Copacabana tomando un agua de coco o una cerveza ‘bem geladinha’. Pero ahora Copacabana sigue ahí y el museo ha desaparecido. Podré volver a Copacabana y al Museo Nacional ya no.
De pronto la verdad se abrió paso en el discurso del presidente: la verdad de las mentiras; o de las ficciones. Cuando todos les rezaban, según el santoral realmente vigente, a las 13 rosas, Pedro Sánchez se puso a rezarles a las actrices que las interpretaron en el cine. Él estaba, y no los otros, en el secreto de la santificación. Al fin y al cabo, estos solo las recordaban porque se hizo la película.
La muerte de José María Setién, el obispo de ETA, me ha pillado leyendo el Eclesiastés, el libro de la Biblia que dice: «Vanidad de vanidades y todo es vanidad». Ahora también él descansa, sobre todo de sí mismo y de su miseria. Su gran suerte es que no existe su Dios y no deberá rendirle cuentas. La Nada le absuelve, como nos absolverá a todos. En la Tierra deja, eso sí, una memoria pestífera.
Twitter es un cambalache en el que están, estamos, todos; entre ellos, con mucha voz, los impresentables. El que más me irrita es Arnaldo Otegi.
Lo dejamos ayer en que Feijóo había tomado al fin la decisión de decidirse y su decisión ha sido la más cobardona; o sea, tal como está el patio pepero, la mejor. Se quedará en el terruño, dedicado a sus labores regionales. Los nuevos hombres somos así: somos nosotros los aquejados por el síndrome de la vicepresidenta, mientras las mujeres de nuestro alrededor salen a dar la batalla. En el caso de las mujeres del PP, a muerte, encarnizadamente, sin piedad. Puede que la sangre salpique hasta las rías.
Con el nuevo Gobierno, rutilante, entusiasmante (adorable adjetivo que empleaban los socialistas en los fastos de 1992), ¡qué viejos se han quedado el PP y Podemos! Y qué nitidísimamente se ve ahora cómo se necesitaban el uno al otro. Ya se sabía, pero la novedad es esa: la nitidez con que se percibe.
Se acaba de publicar una joyita: La hazaña secreta, de Ismael Grasa (Turner). Un libro pequeño que uno puede llevar en el bolsillo como si llevase los principios de la civilización. El autor lo define como “una reflexión ética y cívica disfrazada de manual de urbanidad”. Es un libro finísimo, auténtico pero con cierta coña a su vez: con unos particularismos que el autor eleva a consejos universales; aunque de un modo nada impositivo, sutilmente juguetón. Hay mucho del espíritu de Montaigne, y al cabo lo que alienta es el ejemplo de su trazo: cada cual puede hacer de la vida cotidiana su reino, disponiendo sus elementos afines.
Por la noche me autodiagnostiqué estrés electrónico. Apagué el iphone y lo arrojé al cajón de la mesilla. Me había llevado un libro a la cama, El hilo de la verdad de Eugenio Trías, pero no leí nada: me enredé una vez más en internet, en Twitter; hasta que, estragado, corté. Tomé la decisión de desintoxicarme. No fue racional, sino por puro asco.
He terminado ‘El árbol de la vida’, el libro de memorias que Eugenio Trías escribió en 1999 y publicó 2003. Yo lo leí entonces y me decepcionó, y esa decepción significó el enfriamiento de mi pasión de casi veinte años por Trías. Ahora, en cambio, me ha encantado y mi pasión renace. Quizá porque Trías ya está muerto, lo que ha acentuado en el libro su intención testamentaria, y porque en estos años yo me he hecho más receptivo a lo que el libro tenía que decir, que decirme. Este, y no aquel, era el momento.
En ‘Un andar solitario entre la gente’, Antonio Muñoz Molina dedica una página muy bonita (la 55) a la edad de la amada. Una página celebratoria. Y es verdad.
Se han cumplido veinte años de la muerte de Ernst Jünger. Murió el 17 de febrero de 1998, cuando le faltaban cuarenta días para alcanzar la edad de ciento tres. Los jüngerianos aún queríamos que hubiese vivido al menos hasta el 2000 y pisase así los tres siglos. Creo que fue W. H. Auden quien dijo que año tras año vamos pasando por el aniversario de nuestra muerte. He repasado los tomos que tengo de ‘Radiaciones’ a ver qué anotaciones hay de Jünger en ese ‘aniversario’ suyo.
Me hizo gracia el otro día un amigo: “¡Y nosotros ahí buscando libros de Salvat-Papasseit! ¡Entrando en las librerías a preguntar qué tenían de Salvat-Papasseit!”. Esa era, en efecto, una vivencia cotidiana de los aficionados a la poesía de españoles de mi generación: no hacíamos más que buscar libros de Salvat-Papasseit.
Pasó algo precioso el otro día, con Pessoa. Me dio por poner en Twitter la siguiente encuesta: “Sobre esta frase que circula de Oscar Wilde: ‘Sé tú mismo. Los demás puestos ya están ocupados’. ¿Qué creen que diría Fernando Pessoa? ‘Mi propio puesto está…’”. Ofrecía dos opciones: “vacante” y “superpoblado”. Lo precioso fue que casi empatan las dos. Se mantuvieron durante muchas horas al 50%, y al final ganó “vacante” con un 52%.
“¿Qué les pasa a estos tíos con los niños?”, me escribe un amigo a propósito de una de las muchas fotos de niños catalanes envueltos en la ‘estelada’ junto a adultos independentistas.
Cuando vivía en Madrid y comía fuera todos los días, un amigo me preguntaba: “¿En qué franquicia comes hoy?”. He sido un enamorado de las franquicias, esa zona de confort de la gastronomía en que todo es gratamente previsible: vas a lo que vas, sin lírica ni épica. Y sin cocineros dándote la tabarra con su recitado, moscones en sus propias sopas. He pasado muchas horas en las franquicias y he sido dichoso.
¡Qué libro más bonito es el ‘Atlas del bien y del mal’ de Tsevan Rabtan (ed. geoPlaneta)! Perfecto para regalo, incluso a uno mismo. De pronto, un primor. Con todo en grado de excelencia: el texto de Tsevan Rabtan, las ilustraciones de Alejandra Acosta, el prólogo de Manuel Jabois y hasta el formato, con el tamaño de aquellos álbumes de la biblioteca que yo leía de niño y adolescente.
África empieza en los Pirineos, pero en cuanto se sale de la “república catalana independiente” reaparece Europa.
La nación no es una metafísica, sino un resultado histórico. Depende del momento. Y desde 1978 ser español es respirar, porque no es nada, no implica contenidos ni un modo determinado de comportarse. Ser español hoy no es un ser, sino un tener: tener una ciudadanía. Democrática y europea. O un ser vacío, estructural: ser ciudadano.
No hay nada como tener un autor para un verano lector. Yo este verano he tenido a Piglia. Ha sido, para mí, el verano de Piglia.
Alguien dijo, cuando liberaron a José Antonio Ortega Lara, que parecía salido de un campo de concentración nazi. Se horrorizaba de que algo así se hubiera visto de nuevo en Europa. Cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco, la comparación fue con los últimos fusilamientos franquistas: la espera atroz, “al alba, al alba…”.
Es divertidísimo cómo Javier Marías le ha tomado gusto a la provocación. Se ha convertido en un troll maravilloso: atildado, como es él, pero de lo más efectivo. En su columna de El País Semanal da domingo tras domingo en la diana. No digo que domingo tras domingo tenga razón, sino que domingo tras domingo irrita a nuestros almidonados (¡y almidonadas!). En estos tiempos en que, como diría Ernst Jünger, no solo la libertad sino la mera alegría de vivir están amenazadas de confiscación, se agradece el cachondeo fino que se trae Marías. El premio son reacciones como, por ejemplo, la de Ignacio Escolar, que escribió en Twitter tras la última: «Javier Marías, ahora contra Gloria Fuertes». Ese impagable ‘ahora’…
El nuevo Sánchez ha resultado ser el mismo Sánchez. Al menos en lo que dice: queda por ver qué hará más allá de sus palabras. En su discurso de clausura del congreso del PSOE tenía que contentar a la militancia que lo ha aupado
Cuchilladas y atropellos: tendremos que ir acostumbrándonos a esa nueva modalidad del terror. Nueva y retrógrada. Y a los hachazos, las bombas, los disparos…
Leí con resignación melancólica la reseña que escribió el profesor Jordi Gracia en ‘Babelia’ del nuevo libro de Félix de Azúa, ‘Nuevas lecturas compulsivas’, recopilación de artículos literarios, filosóficos y culturales que continúan las ‘Lecturas compulsivas’ de hace veinte años (en Anagrama entonces, en Círculo de Tiza ahora). Como azuísta agradecí el canto y el elogio, la recomendación entusiasta. La melancolía (y la resignación) me la produjo el intento de salvar a Azúa de sí mismo. Un intento bienintencionado y, por ello, a un tiempo enternecedor e irritante. En estas ‘salvaciones’, quien intenta salvar lo que pretende ante todo es salvarse: que no se le confunda con el condenado…
Amo Madrid, la ciudad más vivible de España, quizá la única ciudad vivible de España. La ciudad a la que todos los españoles no madrileños huimos, o tenemos la posibilidad de huir, desde nuestras ciudades, desde nuestras regiones.
Con la última monada de Pablo Iglesias, ese ‘tramabús’ de horrendo nombre, seguro que los poderosos de este país han encargado más cajas de champán del caro.
En cuanto ha muerto Carme Chacón, tan pronto, se ha hecho evidente la imagen por la que será recordada: la de ella como ministra de Defensa embarazada pasando revista a las tropas. Una imagen ya de época y que perdurará. Por mucha fuerza que tenga, un icono solo cuaja a posteriori. Ahora es diáfano.
Esto de que quieran ahora ‘animar’ la Cuesta de Moyano no me hace mucha gracia, la verdad. Las ciudades han de tener también un sitio para el desánimo, y en Madrid la Cuesta de Moyano cumplía estupendamente la función.
No sé si los nacionalistas catalanes son conscientes de cómo están arruinando la ‘marca’ Cataluña. Tampoco sé si les importa. Ellos van a lo suyo, en el sentido más cerril de la expresión: como buenos nacionalistas. (Y con un enemigo principal, que no son “los españoles”, sino los catalanes que no son nacionalistas).
¡A los hombres se nos multiplican los placeres! El último es ese al que le he puesto el nombre de “catacumbismo masculino”. Consiste en un encuentro –por lo general comida o cena– entre amigos: solo hombres, sin ninguna mujer. No tarda en fluir una conversación maravillosamente libre, alimentada por el morbo de que no podría mantenerse en público, tal y como están hoy las cosas. En esas catacumbas se respira el inequívoco airecillo de la libertad: un picor revitalizante, gustoso.
No he estado en La Habana, pero sí en Salvador de Bahía. Me puedo imaginar La Habana. Y por las canciones y los libros (y las fotos, las películas y los documentales). Sobre todo por los libros: los de Guillermo Cabrera Infante, concretamente. La Habana parada en su memoria: andante. La Habana muerta viviendo en su cabeza exiliada en Londres.
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