Se suele olvidar que la Generalitat de Cataluña nunca vio con buenos ojos los Juegos Olímpicos de Barcelona hasta que su éxito convenció a los líderes de CiU de que más valía subirse al carro de los entusiastas que poner palos en sus ruedas.
Puede ser nuestra gran noche. Esa sí. Esa más que cualquier otra. 25 de julio de 1992. Después de tantos años, tantísimos años, de cochambrosa excepcionalidad, una normalidad pletórica. Lo pareció y en gran medida lo fue.
El famoso “espíritu olímpico” ha quedado muy mancillado después de varias celebraciones. Tendría que haber servido para que, por un tiempo, se lograra una especie de tregua en los conflictos bélicos que asolan el “ecúmene” (la Tierra habitada). Nada de eso se ha producido. Antes bien, las olimpiadas modernas han servido para exaltar el nacionalismo.
Entradas gratis para 240.000 cariocas, para que las tribunas se vean llenas, a toda hora y en las más estrambóticas disciplinas deportivas. La imagen es lo único que vale, y si hace falta repartir entradas a diestra y siniestra, todo está justificado.
La yihad mundial contra la inteligencia planetaria. Guerra de guerrillas. Alta tecnología contra el formidable poder del fanatismo político-religioso-ideológico.
Cuando ya nos habíamos olvidado del bajonazo olímpico, llegan los colegas de Time y devuelven el » relaxing cup of café con leche » a primera plana.
En la imagen de Fabrice Coffrini se observa, en primer plano, ese artefacto translucido en el que los mandamases de la cosa leen sus discursos…