Nadie esperaría del Retiro, quizás el corral de jardines más delicioso del mundo, una visión distópica. Pero yo, que tengo el hábito desatendido de correr en él, la he estado empezando a tener. Y así, en mis circuitos sucesivos por el parque, la imagen señorial de aquel herbazal de mármol –último refugio del Madrid del siglo oro, único sobreviviente arquitectónico de la invasión napoleónica— ha empezado a decaer ante mis ojos en una Disneylandia de vidrios rotos que recuerda más a ‘Black Mirror’ que a Rubens o al Conde-Duque de Olivares.